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Jeffery Deaver: La carta número 12

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Jeffery Deaver La carta número 12

La carta número 12: краткое содержание, описание и аннотация

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí. El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle? La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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CAPÍTULO 2

Geneva Settle corría.

Corría para escapar. Como su antepasado Charles Singleton.

Jadeando. Como Charles.

Pero estaba segura de que su dignidad no era la misma que la que había exhibido su antepasado en su huida de la policía hacía ciento cuarenta años. Geneva sollozaba y gritaba pidiendo auxilio y en el frenesí del pánico tropezó y se dio un fuerte golpe contra una pared, raspándose el dorso de la mano.

Allí va, allí va, la pequeña y esmirriada chico-chica… ¡Cogedla!

La idea de meterse en el ascensor le dio pánico, pues se vería atrapada. Así que eligió la escalera de incendios. Como iba a toda velocidad, se dio contra la puerta y se quedó aturdida. Una luz amarillenta le nubló la vista, pero siguió sin parar. Saltó desde el rellano hasta el cuarto piso y tiró del pomo de la puerta. Pero eran puertas de seguridad y no se abrían desde el hueco de la escalera. Tendría que usar la puerta de la planta baja.

Siguió bajando las escaleras, casi sin aliento. «¿Por qué? ¿Qué pretendía ese hombre?», se preguntó.

La pequeña y esmirriada Oreo no tiene tiempo para chicas como nosotras

El arma… Eso era lo que la había hecho sospechar. Geneva Settle no era una pandillera, pero no se podía ser estudiante del instituto Langston Hughes, en el corazón de Harlem, y no haber visto al menos una vez en la vida un arma de fuego. Cuando oyó el inconfundible chasquido seco -muy distinto del de un móvil que se cierra-, se preguntó si el hombre risueño no estaría disimulando, si no habría ido allí buscando problemas. Así que se puso de pie como si no pasara nada y bebió un trago de agua, lista para salir pitando. Pero echó una mirada furtiva a través de los anaqueles y vio el pasamontañas. Se dio cuenta de que no podría llegar hasta la puerta sin que él le cortara el paso, a menos que se las arreglara para mantener la atención del hombre fija en la mesa de los lectores de microfichas. Apiló unos libros ruidosamente y luego quitó la ropa a un maniquí, lo vistió con su gorro y su sudadera, y lo colocó en la silla frente al aparato de las microfichas. Entonces esperó a que él se acercara, y cuando lo hizo, le rodeó, escabulléndose.

Reventadla, reventad a esa zorra

Geneva bajó otro tramo de la escalera dando traspiés.

Ruido de pisadas por encima de su cabeza. ¡Dios santo, estaba siguiéndola! Se había metido en el hueco de la escalera detrás de ella, y ahora se encontraba sólo a un tramo de distancia. Mitad corriendo, mitad trastabillando, sujetándose la mano herida contra el pecho, se apresuró escaleras abajo al oír que los pasos de él se acercaban.

Cerca ya de la planta baja saltó cuatro escalones y aterrizó en el suelo de hormigón. Las piernas no pudieron sostenerla y se estrelló contra la áspera pared. Con el rostro crispado de dolor, la adolescente se puso de pie de un brinco, oyendo los pasos del hombre, viendo su sombra en las paredes.

Geneva miró hacia la puerta de incendios. Dio un grito ahogado al ver la cadena que rodeaba la barra.

No, no, no… La cadena era ilegal, por supuesto. Pero eso no significaba que las personas que administraban el museo no la utilizaran para evitar que entraran ladrones. O tal vez ese mismo hombre había encadenado la barra, previendo que ella pudiera escapar por esa puerta. Allí estaba, atrapada en un oscuro pozo de hormigón. ¿Pero realmente la cadena trababa la puerta?

Sólo había una manera de averiguarlo. ¡Ahora, chica!

Geneva saltó sobre la barra, estrellándose contra ella y empujándola. La puerta se abrió.

Oh, gracias a…

De pronto, un tremendo ruido le retumbó en los oídos, penetrándole hasta el alma. Gritó. ¿Le habían pegado un tiro en la cabeza? Pero se dio cuenta de que era la alarma de la puerta, que aullaba con la misma estridencia que los primitos de Keesh. Ya estaba en el callejón. Había salido dando un portazo, buscando la mejor dirección hacia donde ir, derecha, izquierda…

Al suelo con ella, rajadla, rajad a esa zorra

Optó por la derecha y, tambaleante, se metió en la calle 55, deslizándose entre una multitud de personas que se dirigían al trabajo, provocando miradas de inquietud en algunas, de recelo en otras. La mayoría no hizo el menor caso a la chica de la cara angustiada. Luego, a sus espaldas, oyó que el ulular de la alarma de incendios se intensificaba cuando su atacante empujó la puerta para salir. ¿Huiría o iría tras ella?

Geneva corrió calle arriba hacia Keesh, que estaba de pie en el bordillo, sosteniendo un vaso de café, comprado en una charcutería griega, tratando de encender un cigarrillo a pesar del viento que soplaba. Su compañera de clase, de piel color café -con el maquillaje justo y una cascada de extensiones rubias-, tenía la misma edad que Geneva, pero le sacaba la cabeza. Tenía curvas donde debía tenerlas, y era de carnes apretadas, como un tambor; con grandes tetas y caderas propias del gueto, y algo más. La chica se había quedado esperando en la calle, ya que no le interesaban los museos, ni ningún otro edificio, en realidad, en el que estuviera prohibido fumar.

– ¡Gen! -Su amiga tiró al suelo el vaso de café y salió corriendo-. ¿ Q'passa , tía? ¿Qué mosca te ha picao ?

– Un hombre… -Geneva jadeaba, tenía náuseas-. Ahí dentro, ha intentado atacarme.

– ¡No fastidies! -Lakeesha miró a su alrededor-. ¿Dónde está?

– No lo sé. Venía detrás de mí.

– Tranquila. No pasa nada. Vámonos de aquí. ¡Venga, corre!

La chavala grandullona -que iba a clase de educación física un día sí y otro no y hacía dos años que fumaba- empezó a trotar lo mejor pudo, jadeando, con los brazos rebotándole a los lados.

Pero no habían llegado a la siguiente esquina cuando Geneva empezó a correr más despacio. Luego se detuvo.

– Espera.

– ¿Qué haces, Gen?

El pánico había desaparecido. Otra sensación lo había reemplazado.

– Venga, tía -dijo Keesh-. Mueve el culo.

Sin embargo, Geneva Settle había cambiado de idea. El miedo había dado paso a la ira. Y pensó: «Ese tío no va a salirse con la suya». Se dio media vuelta y miró a ambos lados de la calle. Finalmente vio lo que estaba buscando, cerca de la salida del callejón por el que acababa de escapar. Comenzó a desandar el camino en esa dirección.

A una calle de distancia del Museo Afroamericano, Thompson Boyd dejó de correr entre la multitud de los trabajadores que venían de las ciudades dormitorio en hora punta. Thompson era un hombre medio. En todos los sentidos. Cabello castaño de una tonalidad intermedia, de mediana estatura, peso medio, medianamente guapo, medianamente fuerte. En la cárcel le llamaban «el Ciudadano Medio». Solía pasar inadvertido ante la gente.

Pero un hombre corriendo por el centro de la ciudad llama la atención a menos que vaya tras un autobús, un taxi o que se dirija hacia una estación de tren. Por eso aminoró la marcha para andar con paso tranquilo. Pronto se perdió entre la multitud, sin que nadie se fijara en él.

Se quedó pensando mientras el semáforo de la Sexta Avenida y la 53 permaneció en rojo. Thompson tomó una decisión. Se quitó la gabardina y se la puso en el brazo, asegurándose, eso sí, de que las armas estuvieran al alcance de la mano. Dio la vuelta y comenzó a andar de regreso al museo.

Thompson Boyd era un artesano que hacía todo siguiendo las reglas al pie de la letra, y hubiera podido parecer que lo que estaba haciendo -volver al lugar de una agresión que acababa de salir mal- no era una idea sensata, ya que sin duda la policía no tardaría en llegar.

Pero había aprendido que era en momentos como ése, con polis por todas partes, cuando las personas se confiaban. A menudo uno podía acercarse a ellas mucho más de lo que podría hacerse en cualquier otra situación. Ahora el hombre medio se paseaba tranquilamente entre la multitud en dirección al museo, un transeúnte más, un ciudadano medio camino del trabajo.

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