Jeff Abbott - Pánico

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El vértigo y la incontenible alegría que sintió al despertar aquella mañana eran para Evan Casher la mejor prueba de que estaba profundamente enamorado. Sí, sin duda aquél era el inicio de una nueva y feliz vida que compartiría junto a Carrie, la joven responsable de aquel cambio sustancial en él. Sin embargo, un solo instante puede cambiar toda una vida: una llamada de su madre, apremiándolo a reunirse con ella de inmediato, iba a provocar un vuelco radical en la hasta entonces tranquila existencia de Evan. Para su horror, descubrirá que su madre ha sido asesinada, y sin tiempo siquiera para asumirlo, a punto estará de ser asesinado él también. Sólo la súbita intervención de un misterioso personaje, aparentemente surgido de la nada, le permitirá salvar la vida, al menos por esta vez…
No obstante, esto es sólo el principio de un peligroso viaje sin retorno, durante el cual Evan descubrirá que su vida hasta entonces no ha sido más que una sucesión de engaños y artificios donde nadie era quien aparentaba ser: empezando por sus propios padres y por la adorable Carrie, a la que, como pronto averiguará, en realidad no conocia en absoluto. Perseguido por un implacable traficante de información convencido de que posee unos valiosos documentos, Evan deberá salvar su vida y descubrir la verdad, consciente de que, esta vez, no tendrá una segunda oportunidad.

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– No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.

– Esto no puede ser. Tengo que conseguir esos archivos. -La voz de Gabriel se elevó-. Esos cabrones los borraron.

Se dio la vuelta y se inclinó sobre el ordenador.

Evan se retorció alejándose de él, hacia la lámpara. «Puede que no se vuelva a acercar tanto a ti. Hazle creer que quieres ayudarle.»

– Puede que un programa de recuperación restaure la información.

Gabriel no contestó, escribía en el teclado buscando los archivos. Miraba la pantalla vacía como si fuese todo lo que le quedaba en su vida. Mantenía la pistola a su lado, apuntando ligeramente. Evan se puso de cuclillas contra el cabecero, con la mano izquierda todavía esposada. La lámpara estaba cerca de la mano derecha y el cable perfectamente enrollado en el suelo.

Evan agarró la lámpara de hierro fundido con la mano que tenía libre. Era un objeto pesado, pero la levantó y la balanceó con un extraño giro.

La base de la lámpara golpeó el brazo de Gabriel. Cayó hacia delante y Evan lo inmovilizó agarrándolo con una pierna por la cintura. Le dio con la lámpara en la cara. La sangre manaba, el borde de la base le hizo un corte a Gabriel en la boca y en la barbilla. Aullaba de furia.

Evan intentó darle con la lámpara de nuevo, pero Gabriel la desvió con el brazo y lanzó un puñetazo que conectó con la mandíbula de Evan. Éste dejó caer la lámpara, pasó el brazo alrededor del cuello de Gabriel y lo envolvió por la cintura con las dos piernas. Su mano izquierda, esposada a la cama, se retorcía como si estuviese rota mientras luchaba con Gabriel.

La pistola. Gabriel tenía la pistola. ¿Dónde estaba?

– ¡Suéltame gilipollas! -dijo Gabriel.

– Te la arrancaré de un bocado si no te estás quieto.

Evan cerró la boca alrededor de la oreja izquierda de Gabriel.

– ¡No! -Gabriel dio un grito sofocado.

Evan le mordió de nuevo hasta hacer rechinar los dientes. La sangre le escurría por la boca.

– ¡Para! -vociferó Gabriel, y se quedó quieto.

Evan vio la pistola. Estaba justo fuera del alcance de ambos, enredada en las sábanas blancas donde las colchas se habían arrugado durante su pelea. No podía alcanzarla, pero si soltaba un poco a Gabriel éste podría cogerla. Gabriel la vio también; sus músculos se estiraron con una súbita determinación, intentando liberarse.

Evan le mordió la oreja otra vez y le metió los dedos en los ojos. Gabriel chilló de dolor. Se giró para esquivar a Evan, pero las piernas de éste seguían bloqueándolo en el sitio.

Gabriel se retorció hacia la pistola llevándose el cuerpo de Evan con él. Las esposas le estaban desgarrando la muñeca.

«Sacrificará la oreja para coger la pistola. Arráncasela.»

Pero en lugar de eso, Gabriel cogió el cable de la lámpara y la trajo hacia él. Agarró el cuerpo de la lámpara, lo echó hacia atrás en dirección a Evan y lo golpeó con la base en la parte superior de la cabeza; mareado del dolor, Evan soltó la oreja. Un trozo de piel se quedó atrás, en su boca.

Gabriel soltó la lámpara y se tambaleó hacia delante. Agarró el cañón de la pistola con la punta de los dedos. Evan mantenía el otro brazo de Gabriel inmovilizado, girado; su brazo se retorcía como si estuviese a un centímetro de romperse. Agarró la empuñadura de la pistola mientras Gabriel tiraba de él hacia delante. Evan le arrancó la pistola y le puso el cañón del arma en la sien.

Gabriel se quedó paralizado.

– ¿Dónde está la llave?

– Abajo, en la cocina. Hijo de puta, me has arrancado la oreja.

– No, sigue ahí.

– Escucha, un trato nuevo -dijo Gabriel-; trabajaremos juntos para atrapar a Jargo. Haremos…

– No.

Evan golpeó a Gabriel en la sien con la pistola una vez, dos veces, tres, cuatro. A la quinta, Gabriel se quedó sin fuerzas; tenía la sien cortada y magullada. Evan golpeó de nuevo a Gabriel en la cabeza y esperó. Contó hasta cien. Gabriel estaba fuera de combate.

Conteniendo el aliento, Evan dejó la pistola. Gabriel no se movía. Metió la mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón, hurgó entre las monedas y adivinó la forma de las llaves.

– Mentiroso -le dijo a Gabriel, quien seguía inconsciente.

Tiró de un aro del que colgaba una llave pequeña y otra más grande, la de la puerta de la habitación. Evan apartó al hombre de una patada e introdujo la llave pequeña en la cerradura de las esposas.

Las esposas se abrieron. Evan rodó sobre la cama, el brazo le ardía de dolor. Lo sostenía contra el cuerpo, sin estar seguro de si estaba roto o dislocado. No: tenerlo roto sería una agonía. Le dolía, pero estaba ileso. Arrastró a Gabriel hasta el cabecero de la cama y esposó su mano a él. Le comprobó el pulso en el cuello. Sintió bajo los dedos un latido estable.

Con manos temblorosas, apuntó con la pistola hacia la puerta. Esperó. Se preparó para disparar si alguien lo atacaba para rescatar a Gabriel. Se dijo a sí mismo que podía hacerlo, tenía que hacerlo. Sabía disparar, su padre le había enseñado siendo un adolescente. Pero no había disparado una pistola en cinco años. Y nunca a un ser humano.

Pasó un minuto. Otro. No se escuchaban sonidos en la casa.

Divisó una pequeña tarjeta sobre la cama, cerca del pasaporte sudafricano. Debió de caérsele a Gabriel del bolsillo de la camisa o del pantalón durante la pelea. Era un carné emitido por el gobierno, desgastado por el tiempo y por el uso. Gabriel parecía quince años más joven.

Joaquín Montoya Gabriel. Agencia Central de Inteligencia. Ese loco gilipollas estaba diciendo la verdad. O al menos en parte. Pero si era de la CIA, ¿por qué estaba trabajando solo?

Respiró profundamente. Se metió el pasaporte y el carné en el bolsillo de atrás. Salió por la puerta del dormitorio y luego se detuvo en el oscuro pasillo. «Tranquilízate, tranquilízate, hazlo por tu madre.» Le dolían muchísimo el brazo y la mano, y también la cabeza. Una vez terminada la pelea, en la casa a oscuras, por unos instantes el miedo volvió a invadirlo.

Una luz tenue brillaba desde la zona abierta del piso de abajo; Evan estaba en un segundo piso de lo que parecía ser una casa espaciosa. Una alfombra tupida y gruesa cubría el pasillo; más arte de lujo en las paredes. El aire acondicionado emitía un ronroneo. Abajo se escuchaba el leve susurro de la televisión.

Se puso de cuclillas, apuntando con la pistola hacia delante y escuchando. Cogió fuerzas, respirando dos veces profundamente, y bajó con sigilo las escaleras. «¿Qué debo hacer ahora? Sigue luchando. Es lo que has elegido.»

Pero ahora no tenía nada con lo que pactar para salvar su vida. Jargo, si es que éste era uno de los hombres de la casa, había robado o destruido los datos. Los archivos, si alguna vez existieron, habían desaparecido.

Evan llegó a la última escalera cuando pensó: «Tonto del culo, deberías haber amordazado a Gabriel. Se despertará y pedirá ayuda a gritos mientras tú te acercas a algún compinche en el piso de abajo».

Pero ya había ido demasiado lejos para volver atrás. Sabía que su corazón ya no dudaría y que podría disparar a cualquiera que intentase detenerlo. Esperaba acordarse de apuntar a las piernas, a menos que el otro tío tuviese un arma, si era así apuntaría al pecho. Es amplio, sería fácil acertar. «Recuerda tomarte un segundo para apuntar, apretar y prepararte para la patada.» Esperó disponer de aquel segundo. El objetivo de prácticas de tiro nunca le había devuelto el disparo.

Evan entró en el estudio con la pistola preparada para disparar. En la esquina había un televisor de pantalla ancha, junto a una vistosa chimenea de piedra. Un espacio publicitario anunciaba el último producto farmacéutico sin el que no podías vivir, siempre y cuando te arriesgases a sufrir por lo menos diez efectos secundarios. Luego sonó la melodía de la CNN y el presentador principal comenzó a contar una historia sobre un bombardeo en Israel.

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