Warren Fahy - Henders

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Un equipo de científicos llega a una desconocida isla.
La isla de Henders se separó del resto del mundo hace cientos de millones de años, y desarrolló su propio ecosistema, de una agresividad nunca vista. Si una de estas criaturas consiguiera salir de la isla…seguramente destruiría todo el planeta. Henders es un intenso bio-thriller de ciencia ficción en el que hay cabida para la aventura, el peligro, la ciencia, la tecnología, el debate, la política, los intereses económicos, la amistad y el amor. Una novela para poner a prueba nuestra idea del mundo. ¿Qué haríamos si descubriéramos una especie, o varias, que puede ser utilizada como arma de destrucción masiva? ¿O si existiera la posibilidad de que nos barriera del planeta por superioridad de adaptación?

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Nell cerró la puerta del gimnasio.

– Bien, imagino que la mejor manera de hacer esto es quitarnos la ropa dentro de las cabinas de las duchas. Luego yo puedo salir primero para vestirme y después sales tú.

– Sí, eso podría funcionar -asintió Geoffrey, contento de tener un plan.

Ambos dejaron la ropa limpia sobre los bancos delante de las taquillas y luego se quitaron los calcetines y el calzado.

Nell miró su única zapatilla Adidas gastada, ya que la otra había caído al mar.

– Mis zapatillas favoritas -murmuró.

– Lo siento, tu pie era más importante. ¿No hay zapatos a bordo?

– Oh, sí. Cuando hayamos terminado de ducharnos iremos a buscar unos pares.

Se dirigieron hacia las duchas aturdidos como adolescentes y ambos se recordaron a sí mismos que eran adultos maduros y dignos de confianza. Geoffrey eligió la ducha que estaba en el extremo de la derecha y ella se metió en la cabina contigua.

Abrieron los grifos y comenzaron a dejar las prendas mojadas de agua de mar sobre las mamparas divisorias.

– ¿Hay champú ahí? -preguntó ella.

– Eh, sí.

El brazo de Geoffrey pasó por encima de la cabina con una botella de champú.

– Gracias.

Nell le tocó la mano al coger el bote y comenzó a canturrear mientras se lavaba el pelo.

– Tú sales primero, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Nell se enjabonó y luego se enjuagó, tratando de olvidar que ambos estaban desnudos-. ¿Necesitas el champú?

– No, ya lo he usado.

Nell salió de la ducha y cogió su toalla.

– Muy bien, voy a la taquilla.

– De acuerdo, no miraré.

Nell se envolvió la toalla alrededor de la cintura y caminó de espaldas a él. Cuando giró rápidamente en la zona de las taquillas y comenzó a secarse, estaba pensando en Geoffrey, en tener sexo y más sexo con Geoffrey, mientras mantenía la mirada fija en las fotografías colgadas de las taquillas. Cuando se irguió para secarse el pelo, vio las instantáneas risueñas del aborrecible Jesse y la bella Dawn, el siempre amable Glyn y el fanfarrón de Dante y los demás, y las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Se dejó caer en el banco y se llevó una mano a la cara mientras sollozaba en silencio.

– Nell.

La voz aflautada la sobresaltó. Cuando alzó la mirada, vio a Hender en el medio del gimnasio, frotándose la barbilla con una mano y ladeando la cabeza.

Nell tiró de la toalla pero estaba sentada encima de ella y tuvo que levantarse para cubrirse el cuerpo desnudo. Hender no había dejado de avanzar hacia ella, sus ojos estudiándola de arriba abajo y también de soslayo.

– ¡Hola, Hender!

– Nell -dijo él suavemente, acercándose un poco más.

Ella retrocedió y Hender se detuvo, volviendo la cabeza para mirar las fotografías de las taquillas. Estiró la mano para tocar a Glyn, Jesse, Dawn y los demás que habían muerto cuando desembarcaron en la isla veinticuatro días antes. Hender tocó la foto de Dante con agradecimiento. Volvió la cabeza hacia ella y sus ojos desaparecieron debajo de sus párpados velludos.

– Gracias, Nell.

Luego Hender se volvió y se marchó silenciosamente de la habitación sobre sus seis patas con la cabeza gacha.

Ella suspiró y lo miró cuando se alejaba, dejando la toalla sobre el banco y buscando las bragas.

– ¡Aquí llego! -avisó Geoffrey, al tiempo que aparecía en la esquina de las taquillas.

– ¡Oh, aún no estoy vestida! -gritó ella.

– ¡Oh!

Geoffrey alzó las manos en un gesto de sorpresa, la toalla cayó entonces de su cintura y ambos quedaron desnudos frente a frente.

Geoffrey volvió sobre sus pasos y ambos se echaron a reír en silencio hasta que oyeron la risa del otro y ya no pudieron contener las carcajadas.

– ¡Muy bien, vístete, mujer! ¿Cuánto tardas en hacerlo? -gritó él.

– ¡Estoy en ello! -repuso Nell, lanzando la toalla en su dirección-. ¡Tápate!

22.1 7 horas

Nell y Geoffrey, que habían conseguido vestirse sin ningún otro incidente y elegido calzado de la llamativa colección que los generosos patrocinadores de «SeaLife» proporcionaban al programa, entraron en el puente acompañados de Samir y Andy.

Thatcher los vio cuando subían la escalerilla que llevaba al puente de mando y los siguió, deslizándose detrás de ellos.

Warburton, el capitán Sol y Marcello ya estaban allí, visiblemente preocupados.

– Los hendros ya están instalados en sus camarotes -informó Andy-. Prefieren estar solos. Cuando Samir y yo les enseñamos a utilizar el lavabo, creo que se enamoraron.

– No hay duda de que les encanta la mantequilla de cacahuete -señaló Samir.

– Y las gambas -añadió Andy.

– Tenemos que controlarlos. -Nell miró a Geoffrey, quien asintió.

Copey se niega a apartarse de Hender. De alguna manera se las ingenió para encontrar su camarote.

– ¿Ahí es donde está el perro? -preguntó Marcello-. Se tragó el bistec que le dio el cocinero y luego salió disparado.

– ¿Dónde está Cynthea? -preguntó el capitán Sol.

– Creo que está con Zero.

Warburton y el capitán se miraron.

– Estábamos tratando de organizar un plan -dijo el capitán Sol.

– ¿Alguna idea? -preguntó Geoffrey. Llevaba puesta una de las camisetas anaranjadas de «SeaLife».

– Ésa no era exactamente la respuesta que estábamos buscando -dijo Warburton.

– Lo siento. Por cierto, mi nombre es Geoffrey Binswanger.

– Bienvenido a bordo, joven. -El capitán Sol le estrechó la mano con firmeza, mirando a Nell y luego al guapo científico con una expresión de curiosidad-. Hola, señor Redmond, no tiene que quedarse escondido ahí atrás. Venga aquí y únase a la conversación.

Nell y Geoffrey se volvieron y vieron a Thatcher en la puerta del puente de mando con el semblante sonrojado. Saludó débilmente a los presentes.

– Como le estaba diciendo a Cari hace un momento -continuó el capitán-, no me gusta nada tener secretos con la marina.

– Nos están haciendo señales, capitán -dijo Warburton-. Aquí el Trident. Cambio.

Trident, vemos que ya se encuentran a una distancia segura. Hemos recibido instrucciones del presidente de que les informemos de que pueden continuar a puerto sin nuevas instrucciones, ¿recibido?

– Muy bien, Enterprise. Gracias por la escolta.

– No hay problema, Trident. Sólo es parte del trabajo de la marina. Por favor, continúen hacia Pearl Harbor para la inspección y las instrucciones finales. Ha sido un placer trabajar con ustedes. Enterprise, cambio y corto.

Todos suspiraron aliviados cuando Warburton apagó la radio.

Thatcher se aclaró la garganta.

– ¿Y ahora qué?

– Tenemos que llamar al presidente -dijo el capitán Sol-. Debe estar informado de la presencia de nuestros huéspedes.

– Cuando la marina se haya alejado un poco -rogó Nell.

– Esos barcos permanecerán todavía un tiempo en los alrededores -le recordó el capitán Sol con gesto sombrío-. Dentro de diez horas volarán la isla.

– ¿Cómo podemos llamar al presidente? -preguntó Thatcher.

Warburton señaló un teléfono que había en la pared.

– Teléfono vía satélite. Sólo hay que marcar el cero y el prefijo del país.

– ¿Cuál es el prefijo telefónico de Estados Unidos? -preguntó Thatcher.

– Uno.

– Hum. Debería haberlo supuesto.

– ¿Podemos confiar en el presidente?

– Creo que tenemos que hacerlo, Andy -dijo Geoffrey.

– Es un riesgo -advirtió Nell.

– ¡Pero el presidente o la marina nos dejaron deliberadamente abandonados en esa isla!

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