Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Cree que es de ella? -preguntó Summer.

– Es probable. A lo mejor tuvieron un Ford hasta que a él lo ascendieron a teniente coronel. Después lo cambiaron por el Mercury. Seguramente esperaban la tercera estrella antes de pensar en el Lincoln.

– Triste.

– ¿Usted cree? -repuse-. No olvide dónde estaba él anoche.

– ¿Y dónde está ella ahora? ¿Piensa que ha salido a caminar?

Nos volvimos y notamos la brisa en la espalda y oímos un portazo en la parte trasera de la casa.

– Está en el patio -dijo Summer-. Trabajando en el jardín, tal vez.

– El día de Año Nuevo nadie trabaja en el jardín -observé-. Al menos no en este hemisferio. No está creciendo nada.

Regresamos a la parte delantera de la casa y llamamos otra vez. Mejor permitirle que nos recibiera como es debido, según sus propias normas. Pero no apareció nadie. Acto seguido volvimos a oír la puerta, en la parte posterior, golpeando sin ton ni son. Como a merced del viento.

– Deberíamos echar un vistazo -propuso Summer.

Asentí. Una puerta que da golpes tiene un sonido propio. Sugiere toda clase de cosas.

– Sí -dije-. Quizá deberíamos.

Rodeamos la casa hasta la parte de atrás, cortando el viento. Un sendero de losas nos condujo hasta la puerta de una cocina. Se abría hacia dentro, y debía de tener un muelle para mantenerla cerrada. El muelle estaría flojo, pues el viento racheado lo vencía de vez en cuando y hacía golpetear la puerta. Mientras mirábamos golpeó tres veces. Sucedía porque la cerradura estaba rota.

Había sido una buena cerradura, de acero, y había resistido más que la madera circundante. Alguien había utilizado una barra. Había sacudido con fuerza, quizá dos veces, y la cerradura había aguantado pero la madera se había astillado. La puerta se había abierto y la cerradura había caído. Estaba allí mismo, en el sendero de losas. La puerta presentaba una dentellada en forma de medialuna. Los trozos de madera habían volado en todas direcciones y el viento los había ido amontonando.

– Y ahora qué -dijo Summer.

No se apreciaba sistema de seguridad. Ninguna alarma contra intrusos. Ni cajas de empalmes ni cables. Tampoco conexión automática con la policía. Imposible saber si los chicos malos se habían marchado hacía rato o aún se encontraban dentro.

– Y ahora qué -repitió Summer.

Íbamos desarmados, para una visita formal con el uniforme de clase A.

– Cubra la parte delantera -dije-. Por si sale alguien.

Summer se alejó sin decir nada y yo le concedí un minuto para que tomara posición. A continuación empujé la puerta con el codo y entré en la cocina. Cerré a mi espalda y me apoyé contra la hoja para que no golpease. Entonces me quedé inmóvil y escuché.

Nada. Ningún sonido.

La cocina olía ligeramente a verduras guisadas y café pasado. Era grande. Exhibía un punto medio entre el orden y el desorden. Un espacio bien aprovechado. En el otro lado de la estancia había una puerta, a mi derecha. Estaba abierta. Alcancé a ver un pequeño triángulo de parquet encerado de roble. Un pasillo. Me moví muy despacio. Avancé hacia delante y a la derecha para ajustar mi campo visual. La puerta golpeó de nuevo a mi espalda. Vi más trozo de pasillo. Supuse que llegaba hasta la entrada principal. En el lado izquierdo había una puerta cerrada, seguramente un comedor. En el derecho, un estudio o despacho, con la puerta abierta. Distinguí un escritorio, una silla y estanterías de madera oscura. Di un paso cauteloso. Avancé un poco más.

En el suelo del pasillo había una mujer muerta.

3

La mujer muerta tenía cabello largo y gris. Llevaba puesto un primoroso camisón de franela blanca. Estaba de lado. Con los pies cerca de la puerta del despacho, y las piernas y los brazos extendidos de forma que parecía estar corriendo. Por debajo del cuerpo asomaba una escopeta. Tenía hundido un lado de la cabeza. Distinguí sangre y sesos enredados en su pelo. Sobre el parquet se había encharcado más sangre. Oscura y pegajosa.

Salí al pasillo y me detuve junto a la mujer. Me agaché y le cogí la muñeca. La piel estaba muy fría. No tenía pulso.

Permanecí en cuclillas. Escuché. Nada. Estiré el cuello y le miré la cabeza. La habían golpeado con algo duro y pesado. Un solo golpe, pero definitivo. La herida tenía forma de zanja, casi tres centímetros de ancho por unos seis de largo. Lo había recibido por el lado izquierdo y desde arriba, mientras ella miraba hacia la parte de atrás de la casa. Hacia la cocina. Miré alrededor y dejé caer la muñeca, me puse en pie y entré en el despacho. La mayor parte del suelo estaba cubierta por una alfombra persa. Me quedé allí de pie e imaginé que oía pasos silenciosos procedentes del pasillo, que se acercaban. Imaginé que sostenía aún la barra que había utilizado para forzar la cerradura. Imaginé que la blandía al aparecer mi objetivo, que pasaba por delante de la puerta abierta.

Bajé la vista. Había una raya de sangre y cabello en la alfombra. Había servido para limpiar la barra.

En el estudio no había ninguna otra alteración. Era un espacio impersonal. Parecía estar allí porque habían oído que una casa ha de tener un estudio, no porque realmente necesitaran uno. La mesa no estaba dispuesta para trabajar en ella, sino llena de fotografías en marcos de plata. Menos de las que yo hubiera esperado, siendo como era un matrimonio de muchos años. Había una en que aparecía el hombre muerto del motel y la mujer muerta del pasillo, junto a las caras presidenciales del monte Rushmore medio borrosas en un segundo plano. El general y la señora Kramer de vacaciones. Él era bastante más alto que ella. Parecía fuerte y vigoroso. A su lado, ella parecía muy menuda.

En otra foto enmarcada se veía a Kramer de uniforme. La imagen tenía varios años. Él se hallaba en lo alto de una escalerilla, a punto de subir a bordo de un avión de transporte C-130. Era una fotografía en color. El uniforme era verde; el avión, marrón. Él sonreía y agitaba la mano. Supuse que iba a asumir su mando de una estrella. Había una segunda imagen, casi idéntica, algo más reciente. Kramer, en lo alto de otra escalerilla de avión, volviéndose, sonriendo y moviendo la mano. Seguramente camino de tomar el mando correspondiente a las dos estrellas. En ambas fotos saludaba con la mano derecha y sostenía con la izquierda el mismo portatrajes de lona que yo había encontrado en el motel. Y además, en ambas llevaba un maletín de lona a juego bajo el brazo.

Salí al pasillo. Agucé el oído. Nada. Podía haber registrado la casa, pero no hacía falta. Estaba casi seguro de que no había nadie y sabía que no había nada que buscar. Así que eché un último vistazo a la viuda de Kramer. Le veía la planta de los pies. No había sido viuda durante mucho tiempo. Acaso una hora, quizá tres. Calculé que la sangre del suelo llevaba ahí unas doce horas. Pero era imposible saberlo con precisión. Habría que esperar a que llegaran los forenses.

Desanduve el camino, salí al exterior y rodeé la casa para reunirme con Summer. Le dije que entrara y echara un vistazo. Eso sería más rápido que una explicación verbal. Salió al cabo de cuatro minutos, con aspecto tranquilo y sereno. «Uno a cero para Summer», pensé.

– ¿Le gustan las coincidencias? -preguntó.

No contesté.

– Hemos de ir a D.C. -añadió-. Al Walter Reed. A decirles que verifiquen la autopsia de Kramer.

No contesté.

– Esto hace que su muerte sea automáticamente sospechosa. A ver, ¿qué posibilidades hay de que un soldado muera un día concreto? Una entre cuarenta o cincuenta mil. Pero ¿que su mujer muera el mismo día? ¿Que el mismo día ella sea víctima de homicidio?

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