Desapareció entre los altos montones de material. Esperamos. Aspiramos el incomparable olor de los almacenes de intendencia, a polvo viejo, goma nueva y sarga de algodón húmeda. El muchacho regresó tras cinco largos minutos con una barra reglamentaria. La dejó en el mostrador, delante de nosotros. Summer estaba en lo cierto, era verde oliva. Y totalmente distinta de la que habíamos dejado en el despacho del forense. Quince centímetros más corta, ligeramente más delgada y la curvatura algo diferente. Parecía diseñada con esmero, seguramente un ejemplo perfecto del modo en que el ejército hace las cosas. Años atrás probablemente había sido el nonagésimo noveno artículo en la lista de renovaciones del equipo de un zapador. Se habría formado un subcomité, con informes de supervivientes de los viejos batallones de zapadores. Se habría redactado una descripción relativa a la longitud, el peso y la durabilidad. Se habría tenido en cuenta la fatiga del metal, así como las regiones de uso probable. Se habría evaluado su resistencia en los vientos helados del norte de Europa y la maleabilidad en el intenso calor del ecuador. Se habrían hecho croquis detallados. Habría salido a concurso público. Las fábricas de toda Pensilvania y Alabama habrían hecho ofertas. Se habrían forjado prototipos, luego probados de forma exhaustiva. Habría salido un solo ganador. Se habría añadido la pintura, y el grosor y la uniformidad de su aplicación se habrían especificado y controlado minuciosamente. Y luego todo habría quedado en el olvido. Sin embargo, el producto de aquellos largos meses de deliberación seguía materializándose, miles de unidades al año, tanto si hacían falta como sino.
– Gracias, soldado -dije.
– ¿No lo necesita? -preguntó el muchacho.
– Sólo necesitaba verlo -contesté.
Regresamos a mi despacho. Era media mañana, un día gris, y yo me sentía desorientado. Hasta el momento, la nueva década no me había deparado nada bueno. Con seis días ya cumplidos del nuevo año, aún no era un gran entusiasta de los noventa.
– ¿Va a redactar el informe del accidente? -inquirió Summer.
– ¿Para Willard? Todavía no.
– Lo quería para hoy.
– Ya lo sé. Pero haré que vuelva a pedírmelo.
– ¿Por qué?
– Porque será una experiencia fascinante, supongo. Como observar gusanos retorciéndose en torno a algo muerto.
– ¿Qué ha muerto?
– Mi entusiasmo por levantarme de la cama por la mañana.
– Una manzana podrida -dijo ella-. Eso no significa gran cosa.
– Tal vez. Si es sólo una.
Se quedó callada.
– Barras de hierro -señalé-. Tenemos dos casos distintos con barras de hierro, y no me gustan las coincidencias. Sin embargo, no logro ver qué relación tienen. No hay forma de conectarlos. Carbone estaba a un millón de kilómetros de la señora Kramer, en todos los sentidos imaginables. Uno y otro vivían en mundos totalmente distintos.
– Vassell y Coomer los conectaron -observó ella-. Tenían interés en algo que podía haber estado en la casa de la señora Kramer y se hallaban en Fort Bird la noche en que Carbone fue asesinado.
Asentí.
– Esto me está volviendo loco. Es una conexión perfecta salvo que no lo es. En D.C. recibieron una llamada, estaban demasiado lejos de Green Valley para hacerle nada a la señora Kramer por sí mismos, y desde el hotel no llamaron a nadie. Luego se encontraban aquí la noche de la muerte de Carbone, pero estuvieron todo el rato en el club de oficiales con una docena de testigos, cenando filete y pescado.
– La primera vez que vinieron aquí tenían un chófer -dijo ella-. El comandante Marshall, ¿se acuerda? Pero la segunda vez vinieron por su cuenta. Eso me suena un poco a clandestino. Es como si estuvieran aquí por un motivo secreto.
– No hay nada secreto en perder el tiempo en el bar del club de oficiales y después cenar en el comedor. Estuvieron toda la noche visibles.
– Pero ¿por qué no vinieron con su chófer? -repuso Summer-. ¿Por qué solos? Supongo que Marshall estaba en el funeral con ellos. ¿Y después decidieron conducir por su cuenta quinientos kilómetros? ¿Y luego otros quinientos de vuelta?
– Quizá Marshall no estaba disponible.
– Es su favorito -soltó-. Siempre está disponible.
– Pero ¿por qué llegaron siquiera a venir? Es un largo trecho para una cena que no tenía nada de especial.
– Vinieron por el maletín, Reacher. Norton se equivoca. Seguro. Alguien se lo dio. Y cuando se fueron lo llevaban consigo.
– No creo que Norton esté equivocada. Me convenció.
– Entonces tal vez lo recogieron en el aparcamiento -apuntó ella-. Eso Norton no lo habría visto. Presumo que con el frío que hacía no salió a despedirles. Pero ellos se marcharon con el maletín, desde luego. ¿Por qué, si no, estarían contentos de regresar a Alemania?
– A lo mejor simplemente se dieron por vencidos. En todo caso debían volver a Alemania. Tenían que disputarse el puesto de Kramer.
Summer no dijo nada.
– En cualquier caso, no hay conexión posible -añadí.
– Vivimos en un mundo azaroso.
Asentí.
– Y así despiertan poca atención -dije-. Y Carbone, toda.
– ¿Vamos a volver a buscar el envase de yogur?
Meneé la cabeza.
– Está en el coche del tío. O en su cubo de la basura.
– Podía haber sido útil.
– Investigaremos la barra. Es flamante. Seguramente fue adquirida hace tan poco tiempo como el yogur.
– No disponemos de medios.
– El detective Clark, de Green Valley, lo hará por nosotros. Cabe suponer que ya está buscando su barra. Estará preguntando en ferreterías. Le pediremos que amplíe su radio de acción y su marco temporal.
– Eso le supondrá mucho tiempo adicional.
Asentí.
– Tendremos que ofrecerle algo a cambio. Le diremos que estamos trabajando en algo que puede serle de ayuda.
– ¿Como qué?
Sonreí.
– Nos lo inventaremos. Le daremos el nombre de Andrea Norton. Así le enseñaríamos a ella qué clase de familia somos exactamente.
Llamé a Clark. No le di el nombre de Andrea Norton pero sí le dije unas cuantas mentiras. Le dije que recordaba el destrozo en la puerta de la señora Kramer y la herida en su cabeza, y que suponía que eran obra de una barra de hierro, y que daba la casualidad que habíamos tenido una racha de allanamientos en instalaciones militares a lo largo de la costa Este en que también parecían haberse utilizado barras de hierro, y le pregunté si podíamos tener acceso al trabajo que él estaba haciendo en lo relativo a localizar el arma de Green Valley. Clark no contestó de inmediato, y yo llené el silencio diciéndole que actualmente los almacenes de intendencia no tenían barras reglamentarias y, por tanto, estaba convencido de que los chicos malos la habían conseguido en el ámbito civil. Le solté un rollo sobre que no queríamos aprovecharnos de sus esfuerzos pero que teníamos una línea de investigación más prometedora. Él aguardó, como los polis de todas partes, a la espera de oír nuestro ofrecimiento. Le dije que en cuanto tuviéramos un nombre, un perfil o una descripción, se lo proporcionaríamos tan rápidamente como el asunto pudiera viajar por la línea de fax. Entonces Clark se animó. Era un hombre desesperado que estaba mirando fijamente una pared de ladrillo. Me preguntó qué quería exactamente. Le expliqué que nos ayudaría mucho si ampliaba su investigación hasta un radio de quinientos kilómetros alrededor de Green Valley y comprobaba compras en ferreterías desde última hora del día de Nochevieja hasta el 4 de enero.
– ¿Cuál es su prometedora línea de investigación? -preguntó.
– Puede que exista una conexión militar con la señora Kramer. Podremos ofrecerle al tipo en una bandeja y con un lacito.
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