Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Hice una breve pausa.

– ¿Hoy falta alguien que debería estar?

– Estamos todas -contestó-. Todas tenemos deudas de la Navidad.

Guardé silencio.

– Has hecho que me pegaran por nada -soltó.

– Lo lamento -dije-. De verdad.

– Largo de aquí -repitió sin mirarme.

– De acuerdo -dije.

– Cabrón.

La dejé allí sentada y me abrí paso a duras penas entre la multitud apiñada en torno al escenario, entre la multitud que había en la barra, a través del atasco de la entrada hasta llegar a la puerta. Cara de mapa se hallaba ahí, de nuevo en las sombras, tras la caja registradora. Calculé dónde estaba su cabeza en la negrura y con la mano derecha le abofeteé en la oreja, lo bastante fuerte para desequilibrarlo.

– Tú -dije-. Sal fuera.

No le esperé. Seguí mi camino hacia la noche. En el aparcamiento había un montón de gente. Todos militares. Los que habían ido saliendo en grupitos después de entrar yo. Estaban ahí, pasando frío, apoyados en los coches, bebiendo cerveza de botellas de cuello largo. No iban a crear problemas. Tendrían que estar efectivamente muy borrachos para meterse con un PM. Pero tampoco iban a ayudar en nada. Yo no era uno de ellos. Iba por libre.

La puerta se abrió de golpe a mi espalda. Salió cara de mapa. Lo acompañaban un par de clientes que parecían granjeros. Nos dirigimos todos a un charco de luz amarilla procedente de una farola. Nos colocamos en un círculo irregular. Todos cara a cara. Nuestro aliento se condensaba en el aire. Nadie hablaba. No hacían falta preámbulos. Imaginé que aquel aparcamiento había sido testigo de muchas peleas, que ésa no sería diferente y que acabaría igual, con un ganador y un perdedor.

Me quité la chaqueta y la colgué en el retrovisor del coche más próximo. Era un Plymouth de diez años, bien de pintura, buen cromado. El coche de un entusiasta. El sargento de las Fuerzas Especiales con quien había hablado dentro se acercó al grupo. Me miró un instante y acto seguido retrocedió hacia las sombras, donde se quedó con sus hombres, junto a los vehículos. Me quité el reloj, me volví y lo guardé en el bolsillo de la chaqueta. Luego estudié a mi contrincante. Quería machacarlo de veras. Quería que Sin supiera que yo la había defendido. Pero no ganaría nada con partirle la cara. Ya estaba muy hecha polvo, no podía empeorar. Y yo pretendía dejarlo fuera de circulación por una temporada. No quería que después fuera y descargara su frustración en las chicas sólo porque no pudiera desquitarse conmigo.

El tipo era fornido y pesado, así que quizá no tendría que usar las manos. Salvo con los granjeros si se metían, pero esperaba que no lo hicieran. No había necesidad de desencadenar un conflicto serio. Por otro lado, les tocaba a ellos dar el primer paso. Todo el mundo tiene una opción en la vida. Podían quedarse atrás o meterse en el fregado.

Yo era unos quince centímetros más alto que cara de mapa, pero también pesaría unos treinta kilos menos. Y era unos diez años más joven. Lo observé echar cuentas y llegar a la conclusión de que él tenía ventaja. Supuse que se consideraba un auténtico perro de presa. Y me veía a mí como un honrado representante del Tío Sam. Tal vez el uniforme de clase Me llevaba a pensar que yo iba a actuar como un oficial y caballero. Con buenos modales, comedido.

Craso error.

Se acercó moviendo los puños. Pecho grande, brazos cortos, de poco alcance. Esquivé su puñetazo echándome a un lado. Se aprestó a intentarlo de nuevo, pero le aparté el brazo de un manotazo y le golpeé la cara con el codo. No muy fuerte. Solamente quería detener su impulso y dejarlo allí de pie frente a mí.

Él apoyó todo el peso en el pie de atrás y preparó un golpe directo a mi rostro. Iba a ser un trompazo fuerte que me haría daño. Pero antes de que lo soltara, me adelanté y estrellé mi talón derecho contra su rótula derecha. La rodilla es una articulación frágil, cualquier deportista lo sabe. La de aquel tipo soportaba ciento veinte kilos y además recibió el impacto de otros noventa. El hueso se hizo añicos y la pierna se le dobló hacia atrás, exactamente como una rodilla normal pero al revés. Él cayó hacia delante y su pie acabó encontrándose con su muslo. Soltó un aullido realmente estremecedor. Retrocedí y sonreí. «Para ganar hay que chutar.»

Di otro paso atrás y observé la rodilla del tío. Un estropicio. El hueso partido, los ligamentos distendidos, el cartílago roto. Pensé en darle otro patadón, pero la verdad es que no hacía falta. En cuanto lo dejaran marchar del pabellón de ortopedia, debería visitar una tienda de bastones. Iba a escoger un artículo de por vida. De madera, de aluminio, corto, largo, el que más le gustara.

– Si pasa algo que yo no quiero que pase -le advertí-, volveré y te haré lo mismo en la otra.

No creo que me oyera. Estaba retorciéndose en el suelo, jadeando y gimoteando, tratando de poner la rodilla en una posición que dejara de atormentarle. No le había acompañado la puñetera suerte. Tendrían que operarle.

Los granjeros aún no se decidían. Los dos parecían bastante tontos, pero uno más que el otro. Más lento. Estaba apretando sus grandes puños. Di un paso adelante y para contribuir a su proceso de toma de decisiones le di un cabezazo en toda la cara. Cayó como un saco, quedando tendido junto al otro. Su colega corrió a esconderse tras la camioneta más cercana. Cogí la chaqueta del retrovisor del Plymouth y me la eché a los hombros. Saqué el reloj del bolsillo y volví a ponérmelo en la muñeca. Los soldados bebían cerveza y me miraban, inexpresivos. No estaban contentos ni decepcionados. No habían apostado nada al resultado. A ellos les daba igual que fuera yo o los tíos del suelo.

Distinguí a la teniente Summer en el extremo del grupo. Me dirigí hacia ella, pasando entre los coches y la gente. Parecía tensa y respiraba con dificultad. Supuse que había estado mirando, a punto de meterse para echarme una mano.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– El gordo atizó a una mujer que estaba haciendo preguntas para mí. Y su colega no ha huido lo bastante deprisa.

Los miró y luego otra vez a mí.

– ¿Qué ha dicho la mujer?

– Que anoche nadie tuvo ningún problema.

– El chico del motel sigue negando que hubiera una puta con Kramer.

Oí las palabras de Sin: «Has hecho que me pegaran por nada. Cabrón.»

– Entonces ¿por qué fue a echar un vistazo a la habitación?

Summer torció el gesto.

– Ésa fue mi gran pregunta, evidentemente.

– ¿Y él tenía alguna respuesta?

– Al principio no. Luego dijo que porque oyó un vehículo alejarse a toda prisa.

– ¿Qué vehículo?

– Dijo que de motor potente, acelerando con fuerza, como si el conductor fuese presa del pánico.

– ¿Él no lo vio?

Summer meneó la cabeza.

– No tiene sentido -dije-. Un vehículo supone una call-girl, y dudo que por aquí haya muchas. ¿Y por qué necesitaría Kramer una call-girl habiendo todas esas putas aquí mismo en el bar?

Summer seguía negando con la cabeza.

– El muchacho dice que el vehículo hacía un ruido muy característico. Muy fuerte. Diesel, no gasolina. Y dice que oyó exactamente el mismo sonido un poco más tarde.

– ¿Cuándo?

– Cuando usted se fue en su Humvee.

– ¿Qué?

Summer me miró a los ojos.

– Dice que fue a la habitación de Kramer porque oyó un vehículo militar largarse del aparcamiento a toda pastilla.

4

Volvimos a cruzar la calle en dirección al motel para que el chico repitiese la historia. Era hosco y poco hablador, pero ofreció un buen testimonio. Es frecuente en la gente poco servicial. No se esfuerzan por complacer. No pretenden impresionar a nadie. No se enrollan como una persiana intentando decir lo que se espera que digan.

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