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George Pelecanos: El Jardinero Nocturno

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George Pelecanos El Jardinero Nocturno

El Jardinero Nocturno: краткое содержание, описание и аннотация

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La obra maestra de pelecanos y la que le convirtió un Best-Séller en Estados Unidos. Cuando el cadáver de un adolescente aparece en un parque público de Washington, el detective Gus Ramone revive con intensidad una investigación en la que participó veinte años atrás. El asesino, a quien los mede víctimas los parques de la ciudad y salió impune. El nuevo crimen reunirá a los tres hombres que participaron en aquel caso y les dará la oportunidad de cerrarlo. Tal vez ahora consigan atrapar al Jardinero Nocturno…

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Charles no dijo nada, su amigo tampoco.

– ¿Cómo me llamo?

– Romeo -contestó Charles, con los ojos cerrados de dolor.

– Volveremos por aquí.

Brock y Gaskins volvieron al Impala SS. Ninguno de los mirones había levantado un dedo por ayudar a los chicos, y ahora desviaban la vista. Brock sabía que ninguno hablaría con la policía. Pero no estaba satisfecho. Era demasiado fácil, no valía la pena el esfuerzo para un hombre de su reputación. No había sido un reto, y el dinero era calderilla.

– ¿Cuánto hemos sacado? -preguntó Gaskins.

– Cuarenta pavos.

– No veo que valga la pena.

– No te preocupes, que ya sacaremos más.

– A mí me parece que lo que hacemos es maltratar niños y mierdas de ésas. ¿Adónde vamos con todo esto, primo? ¿De qué va esto?

– Dinero y respeto.

Se metieron en el coche.

– Vamos a Northwest -declaró Brock-. Tengo un par de citas más.

– Yo no. Yo me tengo que levantar antes de que amanezca. A menos que me necesites.

– Te dejo en tu casa. De esto me puedo encargar yo solo.

Brock llamó por el móvil y puso en marcha el Impala.

Poco después de que Brock y Gaskins salieran del barrio, un coche patrulla bajaba despacio por Gallaudet. El conductor, un agente blanco de uniforme, miró a los residentes delante de sus casas y al chico de la esquina, que estaba ayudando a otro muchacho a ponerse en pie. El policía pisó el acelerador y siguió su camino.

6

– ¿Cómo está? -preguntó el detective Bo Green, de nuevo en la sala de interrogatorios.

– Está bueno -contestó William Tyree, dejando la lata del refresco en la mesa.

– ¿Bastante frío?

– Está bien.

En la oscuridad de la sala de vídeo, Anthony Antonelli gruñó asqueado.

– El hijoputa se cree que está en un restaurante.

– Bo sólo pretende que se sienta cómodo.

Green se movió en su silla.

– ¿Estás bien, William?

– Más o menos.

– ¿Todavía te dura el colocón?

– Me pasé el día entero colocado. -Tyree movió la cabeza, asqueado consigo mismo.

– ¿Cuándo te metiste la primera vez ayer?

– Antes de subir al autobús.

– ¿Y adónde fuiste en autobús?

– A casa de Jackie.

– ¿Cuánto crack fumaste, te acuerdas?

– No lo sé. Pero me subió la tira. Ya estaba cabreado antes, pero con el crack me puse… hecho una fiera.

– ¿Y por qué estabas cabreado, William?

– Por todo, joder. Me echaron del curro hace un año. Llevaba una furgoneta de un servicio de lavandería, ¿sabes? Una de esas compañías que llevan los uniformes y los manteles a los restaurantes y eso. Y desde que perdí el curro, no he podido encontrar otro. Está la cosa jodida.

– Ya lo sé.

– Pero jodida. Y encima, luego pierdo a mi mujer y a mis hijos. Vaya, que yo soy un tío honrado, detective. No me he buscado líos en mi vida.

– Ya conozco a tu familia. Son buena gente.

– Nunca me había metido drogas, hasta que empezó la mala racha. Bueno, igual algún canuto, pero nada más.

– Eso no es nada.

– Y ahora va mi mujer y se lía con un delincuente de mierda. El capullo durmiendo en mi cama, diciéndoles a mis hijos lo que tienen que decir y hacer… diciéndoles que se callen la boca y que le muestren respeto. ¡A él!

– Te jodía.

– ¡Coño! ¿A ti no te jodería?

– Pues sí -admitió Green-. Así que ayer fumaste crack y fuiste a ver a tu ex mujer.

– Todavía era mi mujer. No tenemos el divorcio ni nada.

– Ah, perdona. Es que me han informado mal.

– Todavía estábamos casados. Y yo estaba… furioso, detective. Ya digo que me ardía la cabeza cuando salí de la casa.

– ¿Te llevaste algo al salir?

Tyre asintió con la cabeza.

– Un cuchillo. Ese que he dicho antes.

– El que metiste en la bolsa del Safeway.

– Eso. Lo cogí del mostrador antes de pirarme.

– Y lo llevabas en el Metrobus.

– Lo llevaba por dentro de la camisa.

– Y luego fuiste andando por Cedar Street con el cuchillo en la camisa y subiste a casa de tu mujer. -Tyree asintió de nuevo y Green prosiguió-: Llamaste a la puerta, ¿no? ¿O tenías llave?

– Llamé. Ella preguntó quién era y le dije que era yo. Y entonces me soltó que estaba ocupada y no me podía atender, y que me marchara. Y yo le dije que sólo quería hablar con ella un momento. Así que me abrió y entré.

– ¿Le dijiste algo más cuando entraste?

– No -dijo Antonelli en la sala de vídeo-. Qué va, me la cargué y ya está.

– ¿Qué hiciste entonces, William? -preguntó Green.

– Pues ella estaba recogiendo la compra y eso. Yo la seguí hasta la mesa del comedor, donde estaban las cosas.

– ¿Y qué hiciste una vez allí?

Ramone se inclinó en su silla.

– No me acuerdo -contestó Tyree.

Rhonda Willis entró en la sala de vídeo.

– Gene ha encontrado la bolsa del Safeway en el contenedor -informó a Ramone-. Dentro estaban la ropa y el cuchillo.

Ramone no sintió ninguna alegría.

– Díselo a Bo.

Ramone y Antonelli se volvieron hacia el monitor. Green giró la cabeza al oír que llamaban. La puerta se abrió y se asomó Rhonda para informarle de que tenía una llamada que le interesaba.

Antes de salir de la sala de interrogatorios, Green se miró el reloj, y luego hacia la cámara.

– Cuatro treinta y dos -dijo.

Volvió al cabo de unos minutos, dejó constancia otra vez de la hora y se sentó frente a William Tyree, que ahora estaba fumando.

– ¿Estás bien?-preguntó Green.

– Sí.

– ¿Quieres otro refresco?

– Todavía me queda.

– Bueno. Pues volvamos a casa de tu mujer, ayer. Cuando entraste, fuiste con ella hasta la mesa del comedor. ¿Y qué pasó entonces?

– Ya he dicho que no me acuerdo.

– William.

– Es verdad.

– Mírame, William.

Tyree miró los grandes y dulces ojos del detective Bo Green. Unos ojos de mirada bondadosa, los ojos de un hombre que había recorrido las mismas calles que él, los mismos pasillos del instituto Ballou. Un hombre que había crecido en una familia fuerte, como él. Que había oído a Trouble Funk y Rare Essence y Backyard, y que de joven había visto a todos aquellos grupos go-go tocar gratis en Fort Dupont Park, como él. Un hombre que no era tan distinto a él, un hombre en quien Tyree podía confiar.

– ¿Qué hiciste con el cuchillo cuando fuiste con Jackie hasta la mesa?

Tyree no contestó.

– Tenemos el cuchillo -declaró Green, sin atisbo de amenaza o malicia en la voz-. Tenemos la ropa que llevabas. Y sabes que la sangre de la ropa y el cuchillo coincidirá con la de tu mujer. Y que la piel bajo las uñas de tu mujer va a ser la piel que te falta en la cara, del corte ese que tienes ahí. Así que, William, ¿por qué no acabamos con esto?

– Detective, es que no me acuerdo.

– ¿Utilizaste el cuchillo que encontramos en la bolsa para apuñalar a tu mujer, William?

Tyree chasqueó la lengua. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Si usted lo dice, supongo que lo hice.

– ¿Lo supones o lo hiciste?

Tyree asintió con la cabeza.

– Lo hice.

– ¿Qué hiciste?

– Apuñalar a Jackie con ese cuchillo.

Green se arrellanó en la silla y cruzó las manos sobre su amplia barriga. Tyree dio una calada al cigarrillo y tiró la ceniza en un trozo de papel de aluminio.

– No se puede negar -comentó Antonelli-. A Bo se le dan bien estos colgados.

Ramone no dijo nada.

Ambos siguieron observando mientras William Tyree contaba el resto de la historia. Después de apuñalar a su mujer, se llevó su coche y con el dinero que le había robado pilló más crack. Luego procedió a fumárselo en distintos puntos de Southeast. No comió ni durmió en toda la noche. Alquiló el coche de Jackie a dos hombres distintos. Usó la tarjeta de crédito para echar gasolina y sacó dinero para comprar más crack. Estuvo constantemente drogado. No tenía planes, aparte de esperar a la policía, que sin duda acabaría por encontrarlo. Hasta entonces nunca había cometido el más mínimo delito relacionado con la violencia, y no conocía el terreno. No sabía cómo esconderse. Y de haber querido, no se le ocurría adónde ir.

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