George Pelecanos - El Jardinero Nocturno

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La obra maestra de pelecanos y la que le convirtió un Best-Séller en Estados Unidos.
Cuando el cadáver de un adolescente aparece en un parque público de Washington, el detective Gus Ramone revive con intensidad una investigación en la que participó veinte años atrás. El asesino, a quien los mede víctimas los parques de la ciudad y salió impune. El nuevo crimen reunirá a los tres hombres que participaron en aquel caso y les dará la oportunidad de cerrarlo. Tal vez ahora consigan atrapar al Jardinero Nocturno…

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Todo estaba en su sitio. Holiday aún tardaría en llegar, de manera que volvió a su casa para sacar la treinta y ocho y el kit Hoppe. Había llegado el momento de limpiar su pistola.

Michael Mikey Tate y Ernest Nesto Henderson se encontraban en un bonito Máxima negro, el nuevo modelo con los cuatro tubos de escape, en un parking de la zona comercial de Riggs Road, en Northeast D.C., no lejos de la línea Maryland. Había un bazar, una casa de empeños, una tienda de licores, un bar mexicano, otro de bocadillos y comida china, un cajero automático y dos peluquerías, una especializada en uñas y la otra, llamada Hair Raisers, conocida por sus trenzas y sus extensiones. Chantel Richards trabajaba en Hair Raisers. Henderson la veía en el escaparate frontal, detrás de una mujer, ambas moviendo los labios mientras Chantel trabajaba. Era Henderson el que realizaba la mayor parte de la vigilancia. Tate hojeaba el último Vogue.

– Joder, sí que está buena -exclamó Henderson.

– Es mucha mujer. -Tate alzó la vista. Llevaba unos tejanos holgados, una camisa Lacoste de manga larga y zapatos a juego con cocodrilitos cosidos a los lados.

– Y muy alta. -Henderson llevaba una gorra azul de los Nationals, no porque siguiera el béisbol, sino porque el color hacía juego con su camisa. La gorra estaba ligeramente ladeada.

– Con ese pelo parece más alta. Además, llevará tacones. A las tías les gusta lo de hacerse más altas. Así parecen más delgadas.

– Pues tiene curvas donde hay que tenerlas.

– Viste bien para el tipo que tiene.

– ¿Dónde has leído eso, en una revista de tías?

– Yo sólo digo que ha conseguido el efecto que buscaba. -Tate se fijaba en la ropa de las mujeres, los zapatos y las joyas, su porte, todo eso. Le interesaba, nada más. Pero no hablaba mucho del tema con Nesto, que pensaba que leer revistas sobre esas cosas, o de hecho leer cualquier cosa, era de maricas.

– Me tienes preocupado, chaval.

– Sólo admiraba su estilo, nada más.

– Sí, ya, pues ya la hemos admirado bastante.

– No, si yo también estoy harto. Me duele el culo de estar aquí sentado.

– ¿Seguro que no te duele por otra razón?

– ¿Eh?

– ¿No será que alguien te ha estado metiendo su cosita?

– Vete a la mierda, tío.

– Te pasas la vida leyendo revistas de moda. Me preocupa.

– Yo por lo menos sé leer.

– Mientras te dan por detrás.

– Venga ya, Nesto.

Eran compañeros, pero tenían poco en común. Michael Tate consideraba que se encontraba en un punto transitorio hacia el lugar que le estaba reservado. Era como todos esos camareros de Nueva York sobre los que había leído, que no eran camareros de verdad, sino actores intentando alcanzar la fama en el cine o la televisión. Así se consideraba Tate. Claro que él no estaba dispuesto a trabajar por un sueldo mínimo hasta que pudiera triunfar. De ninguna manera iba a salir de casa sin un buen atuendo o dinero en el bolsillo. Él era así. Así que ahí estaba.

William, su hermano mayor, ahora en la cárcel, estaba en el bisnes con Raymond Benjamin cuando eran jóvenes, y cuando Benjamin salió de la cárcel, empleó a Michael.

Pero Michael Tate no era tonto y sabía que el dinero que hacían, aunque no estaba nada mal, no era más que calderilla comparado con lo que ganaban los diseñadores de moda. Qué coño, si unos raperos de mierda podían conseguirlo, ¿por qué no él?

La cuestión era: ¿cómo llegar de un punto al otro? Suponía que la manera de empezar era sacarse el certificado escolar. Pero ése era un tema sobre el que reflexionaría en otro momento.

Por ahora ahí estaba con Nesto Henderson, en un parking de mierda, vigilando a una tía que seguramente no había hecho daño a nadie. Aguantando que le llamara «maricón» un palurdo que no se comía una rosca y que le insultaba sólo por leer revistas. Y para colmo, se estaba muriendo de hambre.

– Tengo hambre.

– Pues vete a aquel bar y píllate una hamburguesa con queso o algo. Ya puestos, tráeme a mí una también.

– Pero ¿cómo eres tan gilipollas? No te puedes pedir una hamburguesa en un bar donde hay comida china. Y no se puede comer comida china en un bar que vende hamburguesas.

– Pues yo paso de papeo mexicano -le espetó Henderson.

– Oye, la chica no se va a ir a ninguna parte en un rato. Tiene que atender a la clienta, y además, es demasiado temprano para que se marche. Vamos a buscar un sitio para comer como es debido y ya volvemos más tarde.

Henderson observó a Chantel Richards admirando el movimiento de sus caderas, que se contoneaban al ritmo de la música de la peluquería.

– Sería una pena tener que matarla. No hay muchas periquitas que se meneen así.

– Sólo tenemos que seguirla hasta la guarida de ese Romeo.

– Yo sólo digo que igual hay que cargársela. -Henderson señaló las llaves del contacto-. Venga, vámonos.

Tate puso en marcha el Nissan. Se detuvo en un semáforo en ámbar en Riggs y puso cuidado en señalar con el intermitente en la intersección. Llevaban armas bajo los asientos y no quería arriesgarse a que los parase la pasma.

Nesto Henderson ya había matado. O al menos eso decía. Michael Tate podía cuidarse y defender a Raymond Benjamin si se terciaba, pero no había firmado por cargarse a nadie. Al fin y al cabo, Benjamin le había dicho que él había terminado ya con esa parte del bisnes.

«No pienso matar a ninguna mujer -se dijo Michael Tate-. Yo no soy así.»

29

El ambiente de la sala de interrogatorios estaba muy cargado, como siempre. Dominique Lyons se hallaba sentado en una silla clavada al suelo. Era deliberadamente pequeña y le resultaría incómoda a un tipo de su tamaño. Lyons no estaba esposado a la pata de la silla. En aquel punto del interrogatorio, el detective Bo Green, sentado frente a él, era todavía su amigo. Sólo llevaban hablando un rato.

Lyons llevaba un jersey de los Authentic Redskins con el nombre de Sean Taylor y el número 21 cosido a la espalda. Los Authentic costaban ciento treinta y cinco dólares, ciento cuarenta en la calle. Las Jordan que llevaba costaban ciento cincuenta. Sus joyas, un Rolex auténtico, anillos, pendientes de diamante y una cadena de platino, sumaban cinco cifras. Cuando Green le preguntó cómo se ganaba la vida, Lyons dijo que tenía un negocio de coches en la calle donde vivía.

– Veo que eres fan de Taylor.

– El chico es un monstruo. -Lyons, alto y de largos miembros, tenía los hombros anchos y un rostro anguloso y atractivo. Llevaba largas trenzas que enmarcaban sus pómulos. Sus ojos eran de un tono castaño oscuro y liso, el ideal de un taxidermista.

– Estudió en Miami, así que no es de extrañar. Ya sabes cómo juegan siempre los Hurricanes.

Lyons asintió y le miró algo inexpresivo.

– Tú jugaste al fútbol en la liga estudiantil, ¿no? -preguntó Green. Lo aventuraba basándose en la altura de Lyons, su peso y su complexión atlética. Green sabía que algún entrenador tenía que haberle echado el ojo en algún momento de su vida.

– Sí. Eastern.

– ¿Corner o safety?

– Free safety.

– ¿Y eso cuándo fue, a finales de los noventa o así?

– Sólo jugué un año, 1999.

– Los Ramblers tenían equipo ese año, si no recuerdo mal. Joder, creo que te vi jugar. Aquel año os enfrentasteis a Ballur, ¿no?

Era mentira y Lyons supo verlo. Pero su ego no pudo dejarlo pasar.

– Entré en el equipo universitario en mi segundo curso.

– Tienes pinta de haber sido un fiera.

– Me los llevaba a todos por delante.

– ¿Y por qué jugaste sólo una temporada?

– También me licencié en mi segundo año.

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