George Pelecanos - El Jardinero Nocturno

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La obra maestra de pelecanos y la que le convirtió un Best-Séller en Estados Unidos.
Cuando el cadáver de un adolescente aparece en un parque público de Washington, el detective Gus Ramone revive con intensidad una investigación en la que participó veinte años atrás. El asesino, a quien los mede víctimas los parques de la ciudad y salió impune. El nuevo crimen reunirá a los tres hombres que participaron en aquel caso y les dará la oportunidad de cerrarlo. Tal vez ahora consigan atrapar al Jardinero Nocturno…

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Regina se estaba lavando la cara en el baño cuando subió Ramone para meterse en la cama. Se fijó en la ropa de su mujer, una camiseta de fútbol de Diego y unos gastados pantalones de pijama, y entendió el mensaje: esta noche nada de sexo. Pero Ramone era un hombre, tan corto y esperanzado como cualquier otro. No iba a dejar que unas prendas de ropa vieja le detuvieran por completo. Al menos lo intentaría.

Cerró la puerta y se metió en la cama. Regina llegó por fin y le dio un casto beso junto a la boca. Él se incorporó sobre un codo e intentó besarla de nuevo, sólo para tantear el terreno.

– Buenas noches -dijo ella.

– ¿Tan pronto?

– Estoy cansada.

– Yo sí que te voy a dejar cansada.

Ramone metió la mano en el pantalón del pijama para acariciarle el muslo.

– Alana vendrá en cualquier momento. No estaba dormida.

Ramone la besó. Ella abrió los labios y se acercó un poco a él.

– Nos va a pillar.

– No vamos a hacer ruido.

– Sabes que no es verdad.

– Venga, mujer.

– ¿Y si te hago una paja?

– Eso ya lo puedo hacer yo.

Los dos se echaron a reír, y Regina le besó con más intensidad. Él comenzó a quitarle el pantalón, ella arqueó la espalda. Y en ese momento llamaron a la puerta del dormitorio.

– Mierda -exclamó Ramone.

– Ahí está tu hija.

– Ésa no es mi hija. Es un cinturón de castidad de siete años.

Cinco minutos más tarde, Alana roncaba entre ellos en la cama, con sus deditos morenos abiertos sobre el pecho de Ramone. Es verdad que Ramone estaba algo decepcionado. Pero también era feliz.

El Leo's estaba bastante lleno, y la música de la jukebox sonaba a mucho volumen. Holiday se dirigió hacia un taburete vacío al fondo, cerca de la cocina. Un par de clientes le saludaron con la cabeza. Allí le conocían, de manera que no se le quedaron mirando como suele pasar cuando un blanco entra en un bar de un barrio negro. Entre los habituales del Leo's era de dominio público que Holiday había sido policía, que tuvo que dejar el cuerpo por haber caído en desgracia. No era del todo cierto, puesto que Holiday había dimitido en lugar de enfrentarse a la investigación oficial, pero que pensaran lo que quisieran. Un policía corrupto tenía algo de leyenda. Pero él no era corrupto. Nunca había aceptado sobornos ni había jugado a dos barajas, como algunos de los que entraron en el cuerpo a finales de los ochenta, cuando andaban locos por reclutar a cualquiera. Qué coño, él sólo había ayudado a una chica que conocía. Vale que era puta, pero así y todo…

– Vodka con hielo -pidió a Charles, el camarero del turno nocturno. Leo ya se había marchado, o estaría en la trastienda haciendo caja.

– ¿Solo, Doc?

– Sí, a pelo. -A esas alturas mezclarlo con algo sería un desperdicio.

Charles le sirvió la copa. En la jukebox sonaba una versión de Jet Airliner con un aire soul-rock auténtico.

Los dos clientes a la derecha de Holiday hablaban de la canción.

– Sé que es de Paul Pena. Fue el primero que la cantó. Pero ahora, ¿quién fue el blanco que la convirtió en un éxito?

– Johnny Winters o alguno parecido. Yo qué sé.

– Fue uno de los Almond Brothers.

– ¿No serán los Osmand Brothers?

– Almond. Te apuesto cinco pavos.

– Steve Miller Band -dijo Holiday.

– ¿Cómo? -El cliente se volvió hacia él.

– Es un temazo, tío.

– Desde luego. Pero ¿sabes quién lo convirtió en un éxito?

– Ni idea. -El orgullo le había llevado a meterse en la conversación, pero ahora no quería seguir.

Pidió una última copa antes de que cerraran, la apuró a toda prisa y se marchó del bar poco satisfecho. Le había puesto de mal humor acordarse de su antigua vida y de cómo la había dejado.

Se dirigió hacia el este. Vivía en un apartamento con jardín junto a Prince George Plaza, cerca de la autopista East-West, y para ir desde el Leo's tenía que bajar al sur hacia Missouri y luego tomar Riggs Road. Pero se confundió cerca de Kansas Avenue, intentando acortar por las callejuelas, y al encontrarse en Blair se dio cuenta de que tenía que dar media vuelta. Giró a la izquierda por Oglethorpe Street, pensando que así llegaría a Riggs.

Pero enseguida se dio cuenta de que la había cagado. De pronto se acordó, de sus tiempos de policía, de que aquella parte de Oglethorpe acababa cortada en el metro y las vías de tren. Reconoció a su izquierda el refugio de animales y la imprenta junto a las vías. Y a la derecha uno de esos jardines comunitarios tan comunes en D.C. Este cubría varias hectáreas.

En ese momento sonó el móvil, montado en una carcasa bajo el salpicadero. Era Jerome Belton, que llamaba para contarle cómo le había ido el día. Holiday se paró en la cuneta de arena y grava y apagó el motor. Belton le habló de un aspirante a jugador al que había llevado al combate entre Tyson y McBride en el MCI Center hacía unos meses. Por lo visto llevaba unos zapatos de cocodrilo falsos que se habían descamado en el coche.

Tenía gracia, aunque no era una historia nueva. Holiday y Belton se rieron un rato y colgaron. Holiday, en la silenciosa calle cortada junto al jardín comunitario, echó atrás la cabeza y cerró los ojos. No estaba borracho. Estaba cansado.

Una luz le dio en la cara y le despertó. Abrió los ojos. Distinguió un coche patrulla azul y blanco, con las luces apagadas. Se acercaba desde la rotonda junto a las vías. En el asiento trasero iba un pasajero, algún detenido. Holiday se preguntó dónde estarían sus caramelos de menta. Cuando el Crown Victoria se acercó, no lo miró directamente, aunque un fugaz vistazo le indicó que el policía que iba al volante era blanco. El detenido, de cuello y hombros delgados, iba envuelto en sombras. Holiday supo por instinto que sería una mujer o un adolescente. Vio de reojo un número el coche patrulla, en el panel delantero. El agente pasó de largo sin detenerse. Era obvio que había visto a Holiday allí aparcado, pero no se molestó en investigar. Holiday alejó la imagen de los números y pensó: « Let it grow. » Se echó a reír sin razón aparente y volvió a dormirse.

Cuando despertó algo después, todavía tenía la mente brumosa. Miró hacia el jardín, donde se alzaban las negras siluetas de las pérgolas apresuradamente construidas, las plantas atadas a sus palos, las bajas hileras de verduras. Una persona de edad indeterminada y altura media cruzaba el parque. Parecía un auténtico semental, pensó Holiday, observando sus andares con los ojos entornados. Pero enseguida parpadeó despacio. Se le nubló la vista y se volvió a dormir.

Despertó de nuevo confuso, pero esta vez se despejó enseguida, puesto que las horas le habían dejado sobrio. El cielo ya clareaba y las sombras navegaban por el cielo sobre los jardines, anunciando la inminente mañana. Holiday miró el reloj: las 4.43 de la mañana.

– Joder.

Tenía el cuello tieso. Necesitaba meterse en la cama. Pero primero tenía que aliviarse. Sacó de la guantera una pequeña linterna Maglite y salió del coche.

Siguió un sendero guiándose con la linterna, hasta que por fin se la puso en la boca, se abrió la bragueta y soltó un chorro de pis. Mientras orinaba miró en torno a él, girando la cabeza. La luz enfocó lo que parecía un cuerpo humano inconsciente o dormido junto a un huerto en el que todavía se veían las plantas de tomates, cosechadas hacía ya mucho. Holiday se abrochó el pantalón, se acercó al cuerpo y lo alumbró.

Mordiéndose el labio se puso en cuclillas. La luz estaba ahora más cerca e iluminaba mejor. Era un joven negro, en torno a los quince años, con una chaqueta de invierno, camiseta, tejanos y zapatillas Nike. En la sien izquierda comenzaba a coagularse una herida de bala. El proyectil había convertido en pulpa la parte superior de la cabeza en su trayectoria de salida, y la sangre y el cerebro eran densos como puré. Tenía los ojos saltones por el impacto. Holiday dejó que la luz danzara por el suelo. Iluminó una amplia zona del sendero y el jardín, pero no vio ni casquillos ni la pistola.

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