Pero ya desde el principio pareció que habían cometido un error. El colegio de Montgomery tenía estudiantes destacados, y la mayoría de ellos eran blancos. Se mostraba menos tolerancia hacia lo que se consideraba un comportamiento negativo. Reírse o hablar alto en los pasillos o el comedor era una ofensa que a menudo se castigaba con la expulsión temporal. Igual que estar cerca de algún conflicto, aunque no se participara en él. Parecía haber distintas reglas para Diego y sus amigos, por una parte, y para los chicos de las clases de los destacados y los más dotados. Ramone suponía que se favorecía a esos chicos, blancos en su mayoría, porque elevaban los resultados académicos del colegio. Todos los demás alumnos entraban en la categoría de «otros». Cuando Regina investigó un poco el asunto, descubrió que a los chicos negros de Montgomery se los suspendía, castigaba o expulsaba tres veces más que a los blancos. Desde luego algo olía mal, y aunque ni Gus ni Regina llegaron a hablar de racismo, sospechaban que el color de su hijo, y el de sus amigos, estaba indirectamente relacionado con la etiqueta de «problemáticos» que les habían colgado.
Todo esto sucedía en un colegio situado en un barrio conocido por su activismo liberal, un lugar donde era común ver en los coches pegatinas de «Celebremos la diversidad». Los días que Ramone iba a recoger a su hijo al colegio veía que la mayoría de los alumnos negros salían juntos y echaban a andar calle abajo en dirección a los «bloques», mientras que los blancos se dirigían a sus casas en la parte alta del barrio. A veces se quedaba allí en el coche viendo todo esto y se decía: «He cometido un error con mi hijo.»
El caso es que Ramone nunca estaba seguro de estar haciendo lo mejor para sus hijos. Y los que afirmaban hacerlo o se engañaban o mentían. Por desgracia los resultados no se sabían hasta el final.
Ramone llamó a la puerta de Diego. No hubo respuesta y tuvo que llamar más fuerte.
Diego estaba sentado al borde de la cama, un colchón sobre un somier de muelles encima de la moqueta. Tenía al lado el balón de rugby con el que dormía. Llevaba puestos unos auriculares, y cuando se los quitó Ramone oyó música go-go a gran volumen. El chico llevaba una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto unos brazos delgados y bien definidos y unos hombros tan anchos como los de un hombre. Empezaba a asomarle el bigote y se había recortado las patillas en forma de dagas en miniatura. Llevaba el pelo muy corto, y cada quince días se pelaba en la barbería de la Tercera. Su tono de piel era algo más claro que el de Regina, pero había heredado los grandes ojos castaños de su madre y la gruesa nariz. El hoyuelo del mentón era de Ramone.
– ¿Qué haces, papá?
– ¿Qué haces tú?
– Descansar.
Ramone se quedó de pie junto a él, con los pies separados en pose autoritaria, un vicio de policía. Diego lo advirtió, sonrió con ironía y meneó la cabeza. Se levantó de la cama y se puso junto a su padre. Sólo era unos centímetros más bajo.
– Deja que te lo cuente.
– Venga.
– Lo de hoy ha sido…
– Ya lo sé.
– No ha sido nada.
– Mamá me lo ha contado.
– Me tienen enfilado, papá.
– Bueno, les diste razones al principio.
– Es verdad.
Diego había dado guerra al llegar al colegio. Pensó que tenía que demostrar a sus compañeros que el chico nuevo no era un blando, que era un tipo duro, chulo y además gracioso. En septiembre Ramone y Regina habían recibido varias llamadas de los profesores exasperados quejándose de que Diego era un alborotador en clase. Ramone se puso muy serio con él, le dio severos y amenazadores sermones, lo castigó e incluso lo sacó del entrenamiento de rugby, aunque no llegó a prohibirle que jugara el partido semanal. La mano dura pareció funcionar, o tal vez Diego terminó adaptándose por sí mismo. Un par de profesores le dijeron a Regina que el comportamiento de Diego había mejorado en clase, e incluso alguno llegó a asegurar que tenía potencial para ser una influencia positiva sobre otros alumnos, un líder. Pero la primera impresión negativa que había causado en la directora, la señora Brewster, una mujer blanca, y el subdirector, el señor Guy, fue muy perjudicial. Ramone tenía la sensación de que a esas alturas tenían a su hijo en el punto de mira. Diego, desanimado y desmotivado, estaba perdiendo interés en el colegio. Sus notas habían empeorado.
– Mira, si dices que no sabías que tenías el móvil encendido, te creo.
– No lo sabía.
Ramone no tenía dudas. Diego y él tenían un pacto: mientras Diego fuera sincero, Ramone le había prometido no enfadarse con él. Sólo se enfadaría si mentía. Todo lo demás se podía arreglar. Y que él supiera su hijo siempre había mantenido su parte del trato.
– Si tú lo dices, te creo. Pero el colegio tiene unas normas. Deberías haber dejado que te confiscaran el móvil por ese día. Ése ha sido el problema.
– A mi amigo le quitaron el móvil y no se lo devolvieron en dos semanas.
– Tu madre y yo habríamos hablado con ellos para que te lo devolvieran. El caso es que no puedes luchar contra ellos. Son los jefes. Cuando crezcas te vas a encontrar con muchos jefes que no te gustarán, y aun así tendrás que obedecerles.
– No cuando esté jugando en la NFL.
– Te estoy hablando en serio, Diego. Mira, yo también tengo que ceder con jefes que no me gustan nada, y tengo cuarenta y dos años. No es porque seas un niño, es también cosa de adultos.
Diego tensó los labios. Estaba desconectando. Ramone ya le había soltado antes aquel sermón. Hasta a él le sonaba ya a rancio.
– Tú sólo inténtalo.
– Vale.
Ramone, notando que habían terminado, alzó la mano y Diego le chocó ligeramente los cinco.
– Hay otra cosa -dijo el chico.
– A ver.
– El otro día hubo una pelea después de las clases. ¿Sabes mi amigo Toby?
– ¿Del rugby?
– Sí.
Ramone recordaba a Toby del equipo. Era duro, pero no mal chico. Vivía con su padre, un taxista, en los bloques cerca del colegio. Su madre, según había oído, era una drogadicta que ya no tenía nada que ver con ellos.
– Pues ha tenido problemas -explicó Diego-. Un chico se estuvo metiendo con él por los pasillos y al final le retó a una pelea. Se encontraron junto al arroyo. Y Toby… ¡bam! -Diego se dio un golpe en la palma de la mano-. Le arreó un par de puñetazos. Un, dos, y el chaval se cayó al suelo.
– ¿Tú estabas? -preguntó Ramone, tal vez con demasiada emoción en la voz.
– Sí. Ese día volvía a casa con un par de amigos y me encontré con la movida. Bueno, iba a mirar…
– ¿Y?
– Pues que los padres del chico llamaron al colegio, y ahora van a abrir una «investigación», como dicen ellos. Es decir, van a averiguar quién estaba presente y qué vimos. Los padres quieren denunciar a Toby por agresión.
– Pero ¿no decías que fue el chico quien retó a Toby?
– Sí, pero ahora dice que era broma, que en realidad no quería pelear.
– ¿Y por qué se mete el colegio? Eso pasó en la calle, ¿no?
– Pero los dos volvían del colegio, todavía con los libros y eso, así que dicen que es asunto del colegio.
– Ya.
– Van a querer que diga que Toby pegó primero.
– Bueno, alguien tenía que pegar primero -replicó Ramone, hablando como hombre, no como padre-. ¿Fue una pelea justa?
– El otro era más grande que Toby. Es de los que van con el skate. Y fue él quien retó a Toby. Lo que pasa es que luego no dio la talla.
– Y sólo fue entre ellos dos, nadie más se metió a pegar al chico, ¿no?
– No, sólo ellos dos. -Pues no veo el problema.
– El problema es que me niego a ser un chivato.
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