Michael Connelly - Deuda De Sangre

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Tras dos años a la espera de un donante compatible, Terry McCaleb se recupera de un trasplante de corazón que le ha obligado a cambiar por completo de estilo de vida. Su única meta es reparar el velero en el que se ha retirado y dejar definitivamente atrás sus días como agente del FBI especializado en casos de asesinos en serie. Sin embargo, antes de empezar una nueva vida deberá zanjar un asunto pendiente: resolver el asesinato de Gloria Rivers, la mujer cuyo corazón late en su pecho.

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Una vez limpiada la cocina, sintió que la fatiga volvía a hacer mella en él y terminaba por vencerle. Sabía que esta vez sí podría dormir. Se dio una ducha rápida, volvió a controlarse la temperatura y se tomó la tanda de medicamentos de la noche. Vio en el espejo que su barba parecía de dos días, a pesar de que se había afeitado por la mañana: otro de los efectos de la medicación. La prednisona prevenía el rechazo, pero estimulaba el crecimiento del vello. Sonrió a su reflejo, pensando que el día anterior tendría que haberle dicho a Bonnie Fox que se sentía como el hombre-lobo, y no como el monstruo de Frankenstein. Los monstruos empezaban a mezclarse en su mente. Se fue a acostar.

Su sueño fue en blanco y negro. Tras la operación, el color estaba ausente. No sabía qué significado darle a este hecho, y cuando se lo había comentado a la doctora Fox, ésta se había limitado a encogerse de hombros.

En este sueño estaba en el minimercado. Era un personaje del vídeo que Arrango y Walters le habían enseñado. Se hallaba ante el mostrador, sonriendo a Chan Ho Kang. El dueño de la tienda le devolvía la sonrisa de un modo poco amistoso y le decía algo.

– ¿Qué? -preguntó McCaleb.

– No se lo merecía -dijo el señor Kang.

McCaleb miró lo que acababa de comprar, pero antes de saber de qué se trataba sintió el frío círculo de acero en la sien. Se volvió con rapidez y allí estaba el hombre del pasamontañas. McCaleb supo por el modo en que la lógica y el conocimiento acompañan los sueños que el hombre sonreía bajo el pasamontañas. El atracador bajó la pistola y disparó al pecho de McCaleb. La bala alcanzó el círculo de los diez puntos, el del corazón. La bala le desgarró como si él fuera un blanco de cartón y el impacto le hizo retroceder un paso y luego caer a cámara lenta. No sintió dolor, sólo un sentimiento de alivio. Miró al asesino mientras se desplomaba y reconoció los ojos que lo miraban ocultos tras el pasamontañas. Eran sus propios ojos. Le hicieron un guiño y empezó a caer y caer.

8

El ruido distante de contenedores vacíos que eran descargados de un barco en el vecino puerto de Los Ángeles despertó a McCaleb antes del alba. En la cama, con los ojos cerrados pero bien despierto, se imaginó el proceso. La grúa alzaba con delicadeza el contenedor del tamaño de la caja de un camión y éste se balanceaba sobre el barco para luego posarse en el muelle; pero el hombre de tierra daba demasiado pronto la señal de dejarlo caer y la enorme caja de acero se precipitaba desde un metro de altura y producía el mismo ruido que una bomba sónica, cuyo eco se extendía por los puertos deportivos vecinos. En la imaginación de McCaleb el hombre de tierra siempre reía.

– Gilipollas -dijo por fin McCaleb, renunciando al sueño e incorporándose. Era la tercera vez que ocurría lo mismo en el último mes.

Se fijó en el reloj y se dio cuenta de que había dormido más de diez horas. Caminó, muy despacio, hasta la proa y se duchó. Después de secarse, tomó la lectura matinal de las constantes vitales y las píldoras y gotas prescritas. Lo anotó todo en la gráfica de progreso y sacó la cuchilla de afeitar. Estaba a punto de enjabonarse la cara cuando se miró en el espejo.

– ¡A la mierda!

Se afeitó el cuello para tener un aspecto limpio y lo dejó ahí, después de decidir que no era plan afeitarse dos o tres veces al día durante el resto de su vida o mientras estuviera tomando prednisona. Nunca antes se había dejado barba, en el FBI no se lo hubieran permitido.

Después de vestirse, cogió un vaso alto lleno de zumo de naranja, la agenda y el teléfono inalámbrico y fue a sentarse en la silla de pescar de popa mientras salía el sol. Entre trago y trago de zumo miraba con ansiedad el reloj en espera de que fueran las siete y cuarto, la hora que consideraba idónea para llamar a Jaye Winston.

Las oficinas de homicidios del departamento del sheriff estaban en Whittier, al otro extremo del condado. Desde allí, la brigada de detectives investigaba todos los asesinatos cometidos en el condado de Los Ángeles y en las diversas ciudades a las que el departamento proporcionaba servicios de seguridad. Una de esas ciudades era Palmdale, donde James Cordell había sido asesinado.

McCaleb consideraba una locura cubrir un trayecto de una hora en taxi hasta las oficinas de la brigada de homicidios sin saber antes si Winston iba a estar allí cuando él llegara, de manera que había preferido la opción de la llamada de las siete y cuarto a la de la visita sorpresa con una caja de dónuts.

– ¡Capullos!

McCaleb miró en derredor y vio a uno de sus vecinos, Buddy Lockridge, de pie en el puente de mando de su velero, un Hunter de casi siete metros llamado Double-Down. El barco de Buddy estaba a tres amarraderos del Following Sea. Lockridge iba en bata, tenía el pelo de punta por un lado y sostenía una taza de café humeante. McCaleb no necesitó preguntarle a quiénes estaba llamando capullos.

– Desde luego -dijo-, no es la mejor manera de comenzar el día.

– La cuestión es que no deberían permitirles hacer todo eso de noche -dijo Lockridge-. Es un incordio. Joder, se oye desde aquí a Long Beach.

McCaleb se limitó a asentir.

– He hablado con el capitán de puerto. Ya sabes, les he pedido que escriban una queja a las autoridades portuarias, pero les importa una mierda. Estoy pensando en hacer circular una petición. ¿Tú la firmarías?

– Sí. -McCaleb miró el reloj.

– Ya sé que crees que es una pérdida de tiempo.

– No, es sólo que no sé si servirá de algo. El puerto tiene un horario de veinticuatro horas. No van a dejar de desestibar, sólo porque un grupo de gente que vive en sus barcos del puerto deportivo firme una queja.

– Sí, ya sé. Esos capullos… ¡Ojalá un día les caiga encima una de esas cajas! Así se iban a enterar.

Lockridge era una rata de los muelles. Surfista entrado en años y playero empedernido, vivía en su velero. No tenía muchos gastos ni preocupaciones, y salía adelante gracias a trabajos ocasionales en el puerto deportivo como amarrar barcos o limpiar cascos. Ambos hombres se habían conocido un año antes, poco después de que Lockridge atracara su embarcación en el puerto deportivo. McCaleb se despertó con un concierto de armónica en plena noche. Cuando se levantó y fue a investigar, siguió el sonido hasta un Lockridge borracho, tirado en el puente de mando del Double-Down. Tocaba la armónica siguiendo una melodía, que sólo oía él gracias a unos auriculares. Pese a la protesta de McCaleb de esa noche, con el tiempo los dos habían trabado amistad, sobre todo por el hecho de que no había nadie más que viviera en un barco en esa zona del puerto. Cada uno de ellos era el único vecino a tiempo completo del otro, y Buddy cuidó del Following Sea mientras McCaleb permaneció en el hospital. También se ofrecía a menudo a llevar a McCaleb a la verdulería y al centro comercial, ya que Terry tenía prohibido conducir. A cambio, el ex agente del FBI invitaba a cenar a su compañero una vez a la semana. Solían hablar de su afición compartida por el blues , discutían acerca de los barcos de motor en oposición a los veleros y en ocasiones sacaban los archivos de McCaleb y resolvían sobre el papel algunos casos. Lockridge siempre se sentía fascinado por los detalles de las historias de McCaleb acerca del FBI y sus investigaciones.

– Tengo que hacer una llamada ahora, Bud -dijo McCaleb-. Hablamos después.

– Claro, haz tu llamada, cuida de tus asuntos. -Saludó y desapareció por la escotilla hacia la cabina de su barco.

McCaleb se encogió de hombros y marcó el teléfono de Jaye Winston que tenía anotado en su agenda.

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