Richard Castle - Ola De Calor

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Un magnate inmobiliario del estado de Nueva York se desploma y muere en una de las aceras de la ciudad. Una esposa florero con un sombrío pasado sobrevive tras escapar de milagro a un descarado ataque. Gánsteres y hombres con poder con motivos de sobra para asesinar recitan de memoria sus coartadas. Es entonces, en medio de una sofocante ola de calor, cuando otro homicidio tiene lugar y comienza un tenso viaje por los pequeños y oscuros secretos de los ricos. Unos secretos que resultan ser fatídicos. Secretos que permanecen ocultos en la sombra hasta que una detective del Departamento de Policía de Nueva York arroja un poco de luz sobre ellos.

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– Tú sabrás, tú eres la detective, ¿no? -Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa traviesa-. ¿Habrías venido si te hubiera invitado sólo para jugar al póquer?

A Nikki le entraron unas ganas enormes de irse por donde había venido, pero los jugadores de póquer se levantaron para saludarla y allí se quedó.

Mientras Rook la escoltaba hacia la sala, dijo:

– Si de verdad necesitas una razón de trabajo para estar aquí, puedes aprovechar para darle las gracias al hombre que consiguió la orden judicial para el Guilford. Juez, ésta es la detective Nikki Heat, del Departamento de Policía de Nueva York.

El juez Simpson parecía un poco diferente vestido con un polo amarillo y parapetado tras grandes montones de fichas de póquer, en lugar de detrás de su estrado.

– Voy ganando -afirmó, al tiempo que le estrechaba la mano. La presentadora de un programa de noticias, que tanto ella como el resto de Estados Unidos admiraba, estaba también allí con su marido, que era director de cine. La presentadora dijo que se alegraba de que hubiera allí un policía, porque le habían robado.

– Un juez, además -apostilló su marido.

Rook acomodó a Nikki en la silla vacía entre él y la mujer de las noticias, y antes de que Nikki se diera cuenta, el marido oscarizado de la presentadora le estaba repartiendo una mano.

Se alegró al comprobar que era un juego con apuestas bajas, pero luego la preocupó que hubieran bajado las apuestas en deferencia a su nivel salarial. Sin embargo, estaba claro que se trataba más de diversión que de dinero. Aunque ganar seguía siendo importante, sobre todo para el juez. Al verlo por primera vez sin su toga, con la luz encima de la cabeza haciendo brillar su calva y la obsesión frenética de su juego, Nikki no pudo evitar compararlo con otro Simpson. Habría renunciado a un bote sólo por oírle decir «¡mosquis!».

Después de repartir la tercera mano, las luces bajaron de intensidad y volvieron a subir.

– Ahí están -dijo Nikki-. El alcalde dijo que iba a haber caídas de tensión.

– ¿Cuántos días llevamos con esta ola de calor? -preguntó el director de cine.

– Éste es el cuarto -dijo su mujer-. Entrevisté a un meteorólogo y dijo que para que una ola de calor fuera considerada como tal, tenían que pasar al menos tres días consecutivos con temperaturas por encima de treinta y dos grados.

Una mujer apareció en la cocina, y añadió:

– Y si el calor dura más de cuatro días, consulte inmediatamente a su médico.

La sala estalló en risas, y la mujer salió de detrás del mostrador haciendo una profunda y teatral reverencia, coronada por un elegante y amplio movimiento de brazo hacia arriba. Rook le había hablado de su madre. Por supuesto, ella ya sabía quién era Margaret. No se podían ganar premios Tony y aparecer en la sección de Style y en los collages de fiestas de Vanity Fair tan a menudo como ella y pasar desapercibida. Con sus más de sesenta años, Margaret había pasado de ser la chica ingenua a la gran dama (aunque Rook una vez le confesó a Nikki que él lo deletreaba como gran D-a-ñ-a). La señora rebosaba maneras de alegre diva, desde su aparición a su entrada en la gran sala para estrechar la mano de Nikki y armar un escándalo diciéndole cuánto le había oído hablar a Jamie de ella.

– Y yo de usted -respondió Nikki.

– Puedes creerlo todo, querida. Y si no es verdad, cuando vaya al infierno ya lo arreglaré allí. -Se deslizó, porque no había manera más exacta de describirlo, se deslizó hacia la cocina.

Rook le sonrió a Nikki.

– Como puedes ver, creo a pies juntillas en la publicidad.

– Yo estoy aprendiendo a hacerlo. -Oyó un tintineo de hielo en un vaso y vio a Margaret abrir una botella de Jameson. Sí, pensó, estoy aprendiendo mucho, Jameson Rook.

La presentadora de las noticias apeló al sentido de la responsabilidad cívica de Rook y él apagó el aire acondicionado. Nikki se asomó por encima de sus cartas y siguió con la mirada sus pantalones cortos y su camiseta de 3D de U-2 mientras cruzaba descalzo la alfombra oriental hasta la pared más alejada. Se inclinó para abrir las ventanas de guillotina que proporcionaban a su ático vistas de Tribeca, y cuando los ojos de Nikki se despegaron de él lo hicieron para centrarse en la mole de un edificio distante, el RiverStarr, en el Hudson, iluminado a contraluz por Jersey City. Toda la estructura estaba a oscuras, salvo por la luz roja de aviación situada en lo alto de una grúa parada que pendía sobre la piel que sostenía las vigas. Tendrían que seguir esperando.

– Las vistas son muy buenas -dijo Margaret, ocupando la silla de su hijo al lado de Nikki. Y mientras Rook se inclinaba para abrir la siguiente ventana, la gran dama se ladeó para susurrar-: Yo soy su madre y aun así creo que las vistas son maravillosas. Y no es por atribuirme el mérito. -Y luego afirmó, por si no había quedado claro-: Jamie ha heredado mi culo. Obtuve unas críticas maravillosas en Oh! Calcutta!

Dos horas más tarde, después de que Rook, la presentadora de las noticias y más tarde su marido abandonaran, Nikki ganó aún otra mano más contra el juez. Simpson dijo que le daba igual, aunque, viendo su expresión, ella se alegró de que le hubiera dado la orden judicial antes de la partida de póquer.

– Supongo que por alguna razón esta noche las cartas no están a mi favor.

Ella se moría de ganas de añadir «¡mosquis!».

– No son las cartas, Horace -dijo Rook-. Por una vez hay alguien en esta mesa capaz de interpretar tus gestos. -Se levantó y cruzó hasta el mostrador para coger una tibia porción de ray's de la caja, y pescar otra fat tire del hielo del fregadero-. Para mí esta noche sigues teniendo una cara de póquer enorme. No consigo ver qué se cuece tras la taciturna máscara judicial. Tanto podría ser «yuju» como «vaya». Pero esta de aquí te ha calado. -Rook se sentó de nuevo, y Nikki se preguntó si el paseíllo de la pizza y la cerveza había sido una artimaña para acercar su silla a la de ella.

– Mi cara no revela nada -se defendió el juez.

– No se trata de lo que tú reveles con tu cara -dijo Rook-, sino de lo que ella es capaz de ver. -Se giró hacia ella, mientras hablaba con el juez-. Hace semanas que estoy con ella, y no creo que haya conocido jamás a nadie tan bueno leyendo los pensamientos de la gente.

Le dirigió aquella mirada y, aunque no estaban ni por asomo tan cerca uno del otro como para sentir su respiración, como lo habían estado aquel día en el balcón de Starr, ella notó que se ruborizaba. Así que se dio la vuelta para reunir el bote, preguntándose a qué demonios estaba ella jugando allí, y no se refería a las cartas.

– Creo que debería irme -se limitó a decir.

Rook insistió en acompañarla hasta la acera, pero Nikki se entretuvo hasta que el resto de los invitados también decidieron marcharse para poder irse sin problemas. Un grupo parecía el lugar perfecto para lograrlo. Porque, la verdad, pensó mientras bajaba, era que no le apetecía tanto estar sola como para no estar con alguien.

De todos modos, esa noche no, pensó.

La presentadora del programa de noticias y su marido vivían cerca y se fueron andando justo cuando Simpson paraba un taxi. El juez se dirigía a la zona residencial, cerca del Guggenheim, y le preguntó a Nikki si quería compartir con él la carrera. Ella sopesó la opción de dejar a Rook avergonzado en la acera, contra la de quedarse y tener que lidiar con el embarazoso momento de la despedida, y respondió que sí.

– Espero que no te haya molestado que te hubiera engañado para que vinieras -dijo Rook.

– ¿Cómo me iba a importar? Me voy con dinero, graciosillo. -Se deslizó en el asiento del taxi para dejar sitio a Simpson. Diez minutos después, estaba abriendo la puerta del vestíbulo de su apartamento en Gramercy Park, pensando en darse un baño.

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