Richard Castle - Ola De Calor

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Un magnate inmobiliario del estado de Nueva York se desploma y muere en una de las aceras de la ciudad. Una esposa florero con un sombrío pasado sobrevive tras escapar de milagro a un descarado ataque. Gánsteres y hombres con poder con motivos de sobra para asesinar recitan de memoria sus coartadas. Es entonces, en medio de una sofocante ola de calor, cuando otro homicidio tiene lugar y comienza un tenso viaje por los pequeños y oscuros secretos de los ricos. Unos secretos que resultan ser fatídicos. Secretos que permanecen ocultos en la sombra hasta que una detective del Departamento de Policía de Nueva York arroja un poco de luz sobre ellos.

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Ella dio un golpe con la palma de la mano en la mesa, y él se sobresaltó. Bien, pensó ella, habría que cambiar el ritmo.

– Déjese de chorradas, Miric. Tengo testigos y fotografías. Usted y su matón fueron a ver a Matthew Starr, y ahora él está muerto.

– ¿Y usted cree que yo tuve algo que ver con esa tragedia?

Miric era realmente escurridizo, una verdadera babosa y, según su experiencia, el blanco perfecto para el juego del divide y vencerás.

– Creo que puede sernos de ayuda, Miric. Tal vez lo que le ocurrió al señor Starr no tiene nada que ver con usted. Tal vez su colega… Pochenko… se emocionó más de la cuenta cuando fueron a cobrar su deuda. Suele pasar. ¿Se emocionó demasiado?

– No sé de qué está hablando. Tenía una cita para ver al señor Matthew Starr, por supuesto. ¿Cómo si no me iban a dejar entrar en un edificio tan maravilloso? Pero llamé a la puerta y no contestó.

– Así que su declaración es que no vio a Matthew Starr ese día.

– No creo que necesite repetirlo, lo he dicho bien claro.

Aquel tipo había estado en esa tesitura demasiadas veces, pensó. Se las sabía todas. Y ninguno de sus antecedentes, aunque numerosos, implicaba violencia. Sólo estafas, timos y apuestas. Volvió a Hombre de Hierro.

– Ese otro tipo, Pochenko, ¿lo acompañó?

– ¿El día que no vi a Matthew Starr? Sí. Seguro que ya lo saben, así que así fue. Usted obtiene buena respuesta de mí.

– ¿Por qué se llevó a Pochenko a ver a Matthew Starr? ¿Para enseñarle el maravilloso edificio?

Miric se rió, mostrando una pequeña fila de dientes color ocre.

– Ésa sí que es buena, me la apuntaré.

– ¿Entonces por qué? ¿Por qué llevarse a un armario como ése?

– Ya sabe, con esta situación económica mucha gente quiere robarte en la calle. A veces llevo dinero en efectivo y uno no está nunca demasiado seguro, ¿sí?

– No me convence. Creo que está mintiendo.

Miric se encogió de hombros.

– Piense lo que guste, es un país libre. Pero yo digo esto. Usted se pregunta si yo he matado a Mattew Starr y yo digo, ¿por qué iba a hacerlo? Malo para negocio. ¿Sabe mi apodo para Matthew Starr? El Cajero Automático. ¿Por qué iba a desenchufar Cajero Automático?

Él le dio algo en que pensar. Sin embargo, cuando se levantó, dijo:

– Una cosa más. Levante las manos. -Lo hizo. Las tenía limpias y pálidas, como si se hubiera pasado la vida pelando patatas en un fregadero.

Nikki Heat comparó las notas con su equipo mientras trasladaban a Pochenko de la celda de detención a la sala de interrogatorios.

– Ese Miric es una buena pieza -dijo Ochoa-. En las redadas a camellos de metanfetas, ves a bichos como él cubiertos de serrín encerrados en jaulas diminutas.

– Bien, en lo de la pinta de hurón estamos de acuerdo -dijo Heat-. ¿Hemos sacado algo en limpio?

– Yo creo que ha sido él.

– Rook, has dicho eso casi de cada persona que hemos conocido durante este caso. ¿Puedo recordarte a Kimberly Starr?

– Pero yo no había visto antes a este tío. O tal vez haya sido su musculitos. ¿Es así como los llamáis, musculitos?

– A veces -dijo Raley-. También los llamamos matones.

– O gorilas -apuntó Ochoa.

– Gorila mola -continuó Raley-. Y también macarra.

– Armario empotrado -dijo Ochoa, y ambos detectives empezaron a recitar una rápida sucesión de eufemismos.

– Gánster.

– «G».

– Sicario.

– Zorra.

– Matasiete.

– Tragahombres.

– Rompehuevos.

– Matachín.

– Pero musculitos funciona bien -remató Ochoa.

– Habla por sí mismo -asintió Raley.

Rook sacó su cuaderno Moleskine y un bolígrafo.

– Tengo que apuntar unos cuantos antes de que se me olviden.

– Tú dedícate a eso -dijo Heat-. Yo voy adentro con el… villano.

– Vitya Pochenko, ha estado usted muy ocupado desde que llegó a este país.

Nikki pasó las páginas de su expediente, leyendo en silencio como si no supiera ya lo que ponía en ellas, y luego lo cerró. Estaba lleno de arrestos por amenazas y actos violentos, pero nada de condenas. La gente o evitaba testificar en contra de Hombre de Hierro o se iba de la ciudad.

– Hasta ahora ha salido limpio siempre. O le cae muy bien a la gente, o le tienen mucho miedo.

Pochenko permanecía sentado mirando hacia delante con los ojos fijos en el espejo unidireccional. No parecía nervioso, como Barry Gable. No, tenía la mirada fija y centrada en un punto que había elegido. No la miraba a ella; era como si no estuviera allí. Como si estuviera encerrado en su propia mente en lugar de en cualquier otro sitio. La agente Heat tendría que cambiar eso.

– Su colega Miric no debe de tenerle miedo. -El ruso ni pestañeó-. O eso parece, por lo que me ha dicho. -Nada-. Tenía algunas cosas muy interesantes que decir sobre lo que usted le hizo a Matthew Starr en el Guilford anteayer.

Lentamente, despegó su mirada del ozono y volvió la cabeza hacia ella. Al hacerlo, su cuello rotó mostrando las venas y los tendones insertados profundamente en unos voluminosos hombros. La miró fijamente desde debajo de unas espesas cejas rojizas. Desde aquel ángulo, bajo aquella luz tenue, tenía cara de boxeador profesional con una reveladora nariz curvada y aplastada de forma poco natural en el punto donde estaba rota. Ella pensó que debía de haber sido guapo en su día, antes de ser un tío duro. Con el pelo cortado a cepillo, se lo imaginó de niño en un campo de fútbol o empuñando un palo de hockey en una pista. Pero ahora Pochenko era todo dureza, y la hubiese adquirido por haber estado en la cárcel en Rusia o por aprender cómo no ir a la cárcel, el niño había desaparecido y lo único que ella veía en aquella sala era el resultado de haberse convertido en alguien muy, muy bueno en sobrevivir con cosas muy, muy malas.

Algo similar a una sonrisa se formó en las profundas comisuras de sus labios, pero nunca salió a la luz. Luego, finalmente, habló.

– En la estación del metro, cuando estabas encima de mí, pude olerte. ¿Sabes a qué me refiero? ¿A olerte?

Nikki Heat había estado en todo tipo de interrogatorios y entrevistas tanto con todas las variedades de personas de los bajos fondos que existían sobre la faz de la tierra, como con aquellos demasiado perjudicados para poder colarse en la lista. Los listillos y los sobrados creían que, como era una mujer, podían ponerla nerviosa con un poco de charleta en plan peli porno y una mirada lasciva. Una vez, un asesino en serie le pidió que fuera con él en el furgón para masturbarse de camino a la penitenciaría. Su armadura era fuerte. Nikki tenía el mejor don que podía tener un investigador, la capacidad de distanciarse. O tal vez era capacidad de desconexión. Pero las palabras que Pochenko había pronunciado con indiferencia, la grosera mirada que le estaba dirigiendo, la intrusión de su naturalidad y la amenaza que revelaban aquellos ojos ambarinos, la hicieron estremecerse. Sostuvo su mirada e intentó no entrar en el juego.

– Veo que sí lo sabes. -Y luego, lo más escalofriante de todo fue que le guiñó un ojo-. Va a ser mío -dijo, hizo un gesto obsceno con la lengua y se rió.

Luego Nikki escuchó algo que nunca antes había oído en una sala de interrogatorio. Unos gritos amortiguados procedentes de la cabina de observación. Era Rook, su voz sonaba ahogada por la insonorización como si estuviera gritando a través de una almohada, pero pudo oír las palabras «… animal… cabronazo… asqueroso…», seguidas de un puñetazo en el cristal. Se dio la vuelta por encima del hombro para echar un vistazo. Era difícil permanecer indiferente con el espejo curvándose y vibrando. Luego se oyeron los gritos apagados de los Roach, y se acabó.

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