Iain Banks - La fábrica de avispas

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La fábrica de avispas: краткое содержание, описание и аннотация

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«Hace años que no mato a nadie, y no pienso volver a hacerlo nunca más. Fue solo una mala racha que estaba pasando.»
Esta es la voz de Frank, un adolescente que vive solo con su padre en la costa escocesa. Ha crecido inmerso en un mundo de creación propia como la fábrica de avispas, un artefacto oracular en el cual lee el futuro mediante el sufrimiento y muerte de estos insectos. También ha creado sus propias reglas morales, reglas con las que el asesinato se vuelve lícito, y para el que emplea métodos de lo más sorprendentes: una cometa; una serpiente; un martillo; la ingenuidad de un hermano… Frank sabe que vive en un universo personal que el resto de la humanidad no comparte.
Y a él le gusta así.

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Reventar una buena presa, o simplemente desbordarla, es casi tan agradable como planearla y construirla. Como siempre, utilizaba conchitas para representar a la gente del pueblo. Y como siempre, ninguna de las conchitas sobrevivía a la riada cuando se reventaba la presa; todas se hundían, lo que significaba que todo el mundo moría.

A esas alturas ya tenía mucha hambre, empezaban a dolerme los brazos, y tenía las palmas de las manos enrojecidas de agarrar la azada y cavar en la arena sin más ayuda. Contemplé la primera riada de agua bajar a raudales hasta el mar, sucia y enfangada, y a continuación me di la vuelta y me fui a casa.

—¿Te oí anoche hablando por teléfono? —me preguntó mi padre.

Yo sacudí la cabeza.

—No.

Estábamos acabando de cenar, sentados en la cocina, yo con mi estofado, mi padre con su arroz y su ensalada de algas. Llevaba puesta su Ropa de Calle; zapatos marrones de cordones, traje marrón de tweed de tres piezas y. sobre la mesa, su sombrero marrón. Miré mi reloj y vi que era jueves. Era inusual que saliera un jueves, ya fuera a Porteneil o a cualquier otro sitio. No pensaba preguntarle a dónde iba porque seguro que me mentiría. Cuando solía preguntarle a dónde iba siempre me respondía, «A Phucke», que, según él, era un pueblo al norte de Inverness. Tuvieron que pasar muchos años y muchas miradas burlonas en el pueblo hasta que averigüé la verdad.

—Hoy voy a salir —me dijo con la boca llena de arroz y de ensalada.Yo asentí con la cabeza y él continuó—:Volveré tarde.

Quizá se iba a Porteneil a emborracharse en el Rock Hotel, o quizá se largaba a Inverness, a donde va con frecuencia por negocios que prefiere mantener en el misterio, pero yo sospechaba que se trataba de algo que tenía que ver con Eric.

—Muy bien —le dije.

—Me llevaré una llave, así que puedes cerrar la casa cuando quieras. —Dejó los cubiertos en el plato vacío con un ruido metálico y se limpió la boca con una servilleta marrón de papel reciclado—. Pero no eches los pestillos por dentro, ¿de acuerdo?

—Muy bien.

—¿Te prepararás tú mismo algo para cenar?

Volví a asentir con la cabeza sin levantarla mientras comía.

—¿Y limpiarás los platos?

Volví a asentir.

—No creo que Diggs pase otra vez por aquí; pero si aparece, no quiero que te vea.

—Pierde cuidado —le dije, y suspiré.

—¿Estarás bien? —dijo levantándose.

—M’m-h’m —respondí acabándome lo que quedaba del estofado.

—Bueno, pues entonces me voy.

Levanté la vista a tiempo para ver cómo se encajaba el sombrero en la cabeza y echaba un vistazo a la cocina mientras se palmeaba los bolsillos. Volvió a mirarme y movió la cabeza de arriba abajo.

Yo dije:

—Adiós.

—Bueno —dijo él—. Pues aquí te quedas.

—Hasta luego.

—Bien. —Se dio la vuelta, volvió a girarse, echó un último vistazo a la habitación, sacudió la cabeza rápidamente y se fue hacia la puerta, agarrando al pasar el bastón que estaba en la esquina junto a la lavadora. Yo exhalé un suspiro.

Esperé un minuto más o menos, me levanté dejando allí mi plato casi limpio y me fui directamente al vestíbulo, desde donde podía ver el camino que iba entre las dunas hasta el puente. Mi padre caminaba por él con la cabeza baja, con un paso bastante rápido que se traducía en un ansioso contoneo acompasado con el balanceo del bastón. Pude ver cómo, de un tajo, cortó con el bastón unas flores salvajes al borde del camino.

Salí corriendo hacia arriba, deteniéndome un instante junto a la ventana que hay tras las escaleras para ver cómo mi padre desaparecía entre las dunas que hay antes de llegar al puente, subí las escaleras, llegué hasta la puerta de su despacho y giré el pomo con firmeza. La puerta estaba cerrada a cal y canto; no se movió un milímetro. Un día se olvidaría, estaba seguro, pero ese día aún no había llegado.

Después de acabarme la comida y lavar los platos, me fui a mi habitación, comprobé el estado de mi cerveza casera y agarré rni escopeta de aire comprimido. Me aseguré de tener suficientes perdigones en los bolsillos de mi chaqueta y salí de la casa en dirección a los Territorios del Conejo en tierra firme, entre el largo afluente del estuario y el vertedero del pueblo.

No me gusta emplear la escopeta; para mí resulta demasiado precisa. El tirachinas es una cosa Interna, pues requiere que tú y tu instrumento seáis uno. Si te sientes mal, fallarás; y si eres consciente de que estás haciendo algo malo, también fallarás. Una escopeta, excepto cuando se dispara desde la cadera, es algo totalmente Externo; encañonas, apuntas y listo, a menos que el punto de mira no esté calibrado o de que sople mucho viento. Una vez has amartillado la escopeta dispones de todo el poder en espera de ser liberado con solo apretar suavemente el dedo. Un tirachinas vive el momento contigo hasta el último instante; permanece tenso entre tus manos, respirando contigo, moviéndose contigo, listo para saltar, listo para silbar y contorsionarse, dejándote en esa pose tan espectacular, con los brazos y las manos extendidas mientras esperas que la parábola que la bola describe en el aire encuentre su blanco con ese maravilloso ruido seco.

Pero para cazar conejos, especialmente esos pequeños bribones astutos que andan sueltos por los Territorios, necesitas todos los medios que tengas a tu alcance. Un bolazo con el tirachinas y ya están escabullándose en sus madrigueras. La escopeta es suficientemente ruidosa como para asustarlos; pero con esa serena precisión quirúrgica que poseen, mejoran tus posibilidades de matar a la primera.

Que yo sepa, nadie en mi aciaga parentela ha acabado jamás muriendo de un disparo de escopeta. Tanto los Cauldhame como sus allegados por matrimonio han abandonado este mundo de maneras mucho más originales y, hasta donde yo sé, nunca se ha cruzado una escopeta en su camino.

Llegué al final del puente, en donde, técnicamente, termina mi territorio, y me quedé inmóvil un momento, pensando, sintiendo, escuchando, observando y oliendo. Todo parecía estar en orden.

Dejando aparte a los que yo he matado (y todos tenían más o menos mi edad cuando los maté) se me ocurren tres miembros de mi familia que abandonaron este mundo para reunirse con quién imaginaran que era su Hacedor, de maneras poco convencionales. Leviticus Cauldhame, el hermano mayor de mi padre, emigró a Sudáfrica y se compró allí una granja en 1954. Leviticus, una persona cuya estupidez era de tal calibre que sus facultades mentales seguramente habrían mejorado con los primeros síntomas de la demencia senil, se marchó de Escocia porque los Conservadores no derogaron las reformas Socialistas del gobierno Laborista anterior: los ferrocarriles seguían nacionalizados; la clase obrera procreando como conejos ahora que existía la sanidad pública que evitaba la selección natural por enfermedad; las minas en manos del estado… A Leviticus le gustó aquella tierra, a pesar de que había muchos negros sueltos. En sus primeras cartas se refería a la política de separación racial como «apart-hate», hasta que seguramente alguien le debió insinuar cómo se deletreaba correctamente la palabra. Estoy seguro de que no fue mi padre.

Leviticus pasaba un día frente al cuartel general de la policía en Johannesburgo, caminando tranquilamente por la acera tras una sesión de compras, cuando un enloquecido negro homicida se lanzó en estado inconsciente desde el último piso, al parecer arrancándose las uñas de cuajo mientras caía. Golpeó, hiriéndolo fatalmente, a mi inocente y desafortunado tío, cuyas últimas palabras balbucientes en el hospital, antes de que su coma se convirtiera en un punto y final, fueron: «Dios mío, estos cabrones han aprendido a volar…».

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