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Tana French: La Última Noche De Rose Daly

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Tana French La Última Noche De Rose Daly

La Última Noche De Rose Daly: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1985, Frank Mackey tenía diecinueve años, crecía en medio de la pobreza en el centro de Dublín, viviendo con su familia en un pequeño apartamento en Faithful Place. Sin embargo, Frank tenía su punto de mira en algo mucho mejor. Él y su novia Rosie Daly estaban listos para huir juntos a Londres, casarse, conseguir buenos trabajos y romper con el trabajo de la fábrica y la pobreza de sus anteriores vidas. Pero en la noche de invierno, en la que pretendían irse, Rosie no se presentó. Frank esperó durante horas, de madrugada, pero ella no apareció y él decidió irse solo. Ahora Frank es el policía más duro y efectivo de la policía irlandesa, y aquella cita frustrada no es más que un recuerdo de adolescencia. Hasta que recibe una llamada: han descubierto la mochila de Rose detrás de una chimenea en una casa abandonada de Faithful Place. Algo se remueve en el interior de Frank. ¿Y si después de todo ella no faltó a aquella cita… sino que alguien le impidió hacerlo? El viejo barrio y su propia familia reciben a Frank con hostilidad, rencores acumulados durante años… y un espantoso secreto que desvelar.

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Una luz se iluminó en la puerta principal del número tres y las cortinas se abrieron: la figura en sombras de Matt Daly se recortó contra el resplandor de una lámpara de mesa. Apoyó las manos en el alféizar y observó los copos de nieve impactar contra los adoquines durante un largo rato. Luego sus hombros se alzaron y volvieron a relajarse con un profundo suspiro y cerró las cortinas. Al cabo de un momento, la luz se apagó.

Aunque no me viera, me resultó imposible caminar por Faithful Place.

Salté la tapia y entré en el jardín del número dieciséis.

Bajo mis pies crujieron la gravilla y las malas hierbas escarchadas que aún retenían la mugre en el punto en el que Kevin había muerto.

En el número ocho, las ventanas del apartamento de Shay estaban ahora oscuras y vacías. Nadie se había molestado en cerrar las cortinas.

La puerta trasera del número dieciséis abría a la negritud, crujiendo sobre las bisagras sin descanso por efecto del viento. Permanecí en pie en el umbral contemplando la tenue luz azulada de la nieve que se filtraba por el hueco de las escaleras y el vaho de mi respiración vagando en el aire helado. De haber creído en fantasmas, aquella casa habría representado la mayor decepción de mi vida; debería haber estado abarrotada de ellos, impregnando las paredes, infestando el aire, arrodillados en cada rincón, pero jamás había visto un lugar más vacío, tan vacío como para robarle el aliento a uno. Fuera lo que fuese lo que yo hubiera ido a buscar allí (Scorcher, ¡que Dios bendijera su corazoncito predecible!, presumiblemente habría sugerido cerrarla o alguna chorrada por el estilo), no estaba. Unos copos de nieve se arremolinaron sobre mi hombro, pervivieron un segundo sobre las tablas del suelo y luego se desvanecieron.

Pensé en llevarme algo de allí conmigo o en dejar algo de recuerdo, porque sí, sin ningún motivo real, pero no tenía nada que mereciera la pena dejar y no había nada que quisiera llevarme. Encontré una bolsa de patatas fritas vacía entre las malas hierbas, la doblé y la utilicé para atrancar la puerta y dejarla cerrada. Luego volví a saltar la tapia y retomé mi camino.

Tenía dieciséis años cuando toqué por primera vez a Rosie Daly en aquella estancia de la planta superior. Era un viernes por la tarde del verano: nos habíamos reunido allí toda la pandilla con un par de litronas de sidra barata, un paquete de veinte cigarrillos y otro de bombones de fresa. Éramos tan jóvenes… Zippy Hearne, Des Nolan, Ger Brophy y yo habíamos estado trabajando como peones en la construcción durante las vacaciones estivales, de manera que estábamos bronceados y musculosos, y teníamos dinero. Reíamos más alto y con más ganas, vibrábamos con esa virilidad recién descubierta y explicábamos anécdotas del trabajo, exagerándolas un poco para impresionar a las chicas. Las chicas eran Mandy Cullen, Imelda Tierney, la hermana de Des, Julie, y Rosie.

Durante meses, Rosie se había ido transformando lentamente en mi norte magnético secreto. Por las noches permanecía tumbado en la cama y la notaba a través de las paredes de ladrillo y los adoquines, arrastrándome hacia ella con la marea de sus sueños. Aquel día estar tan cerca de ella me sobrecogía tanto que me costaba respirar. Estábamos todos sentados con la espalda apoyada en la pared y yo tenía las piernas estiradas, tan cerca de Rosie que, de haberme movido sólo unos centímetros, mi pantorrilla habría rozado la suya. No me hacía falta mirarla; notaba cada uno de sus movimientos dentro de mi piel: sabía cuándo se remetía el pelo por detrás de la oreja o cuándo se recostaba en la pared para que el sol le bañara la cara. En los momentos en que sí la miraba, se me nublaba el pensamiento.

Ger estaba despatarrado en el suelo, interpretando magistralmente para las chicas un episodio basado en una historia verídica sobre cómo había atrapado él sólito una viga de hierro que había estado a punto de caer tres pisos e impactar sobre la cabeza de alguien. Todos estábamos un poco achispados, por la sidra, la nicotina y la compañía. Nos conocíamos desde que llevábamos pañales, pero fue aquel verano cuando las cosas empezaron a cambiar, y lo hacían a tal velocidad que nos resultaba imposible seguirles el ritmo. A Julie se le había corrido el colorete de una mejilla, Rosie llevaba un nuevo colgante de plata que resplandecía por efecto del sol, a Zippy por fin había acabado de cambiarle la voz y todos usábamos ya desodorante.

– … Y entonces el hombre me dijo: «Hijo, de no haber sido por ti, hoy habría salido de aquí con los dos pies por delante…».

– ¿Sabéis a qué huelo? -preguntó Imelda sin dirigirse a nadie en concreto-. A testosterona. A testosterona fresca…

– ¡Hummm! ¡Qué bien que la sepas apreciar! -bromeó Zippy con una sonrisa.

– Si un día huelo la tuya de cerca, me corto las venas…

– No es ninguna fantochada -le aclaré yo-. Yo estaba allí y lo he visto todo con mis propios ojos. De verdad, chicas, este tipo de aquí es un héroe en carne y hueso.

– ¿A esto lo llamas tú «héroe»? -preguntó Julie, al tiempo que le daba un codazo a Mandy-. Pero míralo bien, por favor, si no tiene fuerza ni para levantar un balón de fútbol. ¿Cómo va a aguantar una viga?

Ger sacó bola.

– Ven aquí y compruébalo tú misma.

– ¡Fíu, fíu! No está mal -opinó Imelda, arqueando una ceja y sacudiendo la ceniza dentro de una lata vacía-. ¿Por qué no nos enseñas el tórax?

Mandy soltó un chillido.

– ¡No seas guarra!

– ¡Guarra tú! -le dijo Rosie-. El tórax es el pecho. ¿Qué demonios creías que era?

– ¿Dónde aprendéis esas palabrejas? -preguntó Des-. Yo nunca había oído hablar del tórax.

– En las monjas -contestó Rosie-. Incluso nos han enseñado fotografías. En biología, ¿sabes?

Des se quedó patidifuso; cuando se recuperó del golpe, le lanzó un bombón a Rosie. Ella lo cazó con la mano, se lo metió en la boca y se rió de él. Me sobrevinieron unas ganas espantosas de asestarle un puñetazo a Des, pero no se me ocurrió ninguna excusa válida.

Imelda sonrió a Ger como una gata.

– ¿Y entonces qué? ¿Nos lo vas a enseñar o no?

– ¿Me estás desafiando?

– Sí. Venga.

Ger nos guiñó el ojo. Luego se puso en pie, les hizo un gesto a las chicas con las cejas y se remangó la camiseta recatadamente hasta la barriga. Empezamos todos a silbar; las chicas lo aplaudían. Al final se quitó la camiseta del todo, la agitó sobre su cabeza, se la lanzó a las chicas e hizo una pose de culturista.

Las chicas se reían tanto que ni siquiera podían seguir aplaudiendo. Estaban dobladas de la risa en el rincón, con las cabezas apoyadas una contra la otra, agarrándose la barriga. Imelda se enjugaba las lágrimas.

– Madre mía, pero si eres un toro… ¡Qué sexy!

– Ja, ja, ja, ja… Me troncho -dijo Rosie.

– ¡Vaya par de tetas! -exclamó Mandy sin aliento.

– ¡Son músculos! -se defendió Ger indignado, abandonando su pose e inspeccionándose el torso-. No son tetas. ¿A que no, chicos?

– Son dos tetas fantásticas -lo calmé yo-. Ven aquí, que te las voy a medir y te voy a comprar unos bonitos sujetadores.

– Vete a la mierda.

– Si yo tuviera un par de tetas como ésas no volvería a salir de casa.

– Que os den. ¿Qué tienen de malo?

– ¿Son blandas? -quiso saber Julie.

– Devuélveme eso -exigió Ger, tendiéndole la mano a Mandy para que le diera la camiseta-. Si no sabéis apreciar mis pectorales, me los vuelvo a tapar.

Mandy se colgó la camiseta de un dedo y lo miró por debajo de las pestañas.

– Me gustaría quedármela como recuerdo.

– ¡Puaf! ¡Qué asco! -dijo Imelda, apartándosela de la cara de un manotazo-. ¡Cómo huele! Podrías quedarte embarazada con sólo tocarla.

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