– ¿Es ésta la casa? -preguntó Chastain.
– Eso parece. El Camaro debe de ser el coche de su hijo. Pero no da la impresión de que esta noche estén esperando a Elias.
Bosch abrió su puerta y se apeó; Chastain también descendió del automóvil. Al acercarse a la puerta, Bosch vio el tenue resplandor del timbre. Al pulsarlo oyó el sonido de una campanilla en el interior de la casa.
Bosch y Chastain tuvieron que pulsar el timbre otras dos veces antes de que la luz del pórtico se encendiera. Poco después oyeron una voz de mujer entre somnolienta y alarmada.
– ¿Quién es? -preguntó.
– ¿Es usted la señora Elias? -inquirió Bosch a su vez-. Somos policías. Queremos hablar con usted.
– ¿La policía? ¿Por qué quieren hablar conmigo?
– Se trata de su marido, señora. ¿Podemos pasar?
– Antes de que les abra la puerta tienen que identificarse.
Bosch sacó su placa y la sostuvo en alto, pero se dio cuenta de que la puerta no tenía mirilla.
– Vuélvase -dijo la mujer-. Está en la columna.
Al volverse, Bosch y Chastain vieron la cámara instalada en una de las columnas. Bosch se acercó a ella y mostró su placa.
– ¿Puede verla? -preguntó alzando la voz.
La puerta se abrió. Al volverse, Bosch vio a una mujer vestida con una bata blanca y la cabeza envuelta en un pañuelo de gasa.
– No es preciso que grite -dijo la mujer.
– Lo siento.
La mujer abrió la puerta un palmo, pero no les invitó a pasar.
– Howard no se encuentra en casa. ¿Qué quieren?
– ¿Nos permite entrar, señora Elias? Queremos…
– No, no pueden entrar. Ésta es mi casa. Ningún policía ha puesto jamás los pies aquí. Howard no lo consentiría. Ni yo tampoco. ¿Qué quieren? ¿Le ha ocurrido algo a Howard?
– Me temo que sí, señora. Sería preferible que…
– ¡Dios mío! -gritó la mujer-. ¡Lo habéis matado! ¡La policía lo ha matado!
– Señora Elias -empezó a decir Bosch, lamentando no haber acudido mejor preparado para responder a la reacción de la mujer-. Permítanos entrar para explicarle…
La mujer volvió a interrumpirle, esta vez profiriendo un grito que parecía el rugido de una fiera salvaje. Era un grito de angustia. La mujer agachó la cabeza y se apoyó en el quicio de la puerta. Bosch temió que fuera a desmayarse y la sujetó por los hombros. La mujer se apartó de él, como si fuera un monstruo.
– ¡No me toque! ¡Asesinos! ¡Han matado a mi Howard! ¡Howard!
La última palabra fue un grito que resonó en todo el barrio. Bosch se volvió, imaginando que la calle estaría ya atestada de curiosos. Era preciso aplacar a la mujer, hacerla entrar en casa y evitar que gritara. La esposa de Elias no cesaba de gemir y chillar como una posesa. Chastain permanecía inmóvil, como paralizado por la escena que se desarrollaba ante él.
Cuando Bosch se disponía a sujetar de nuevo a la mujer para tranquilizarla percibió un movimiento detrás de ésta, y un joven se abalanzó hacia él.
– ¿Qué pasa, mamá? ¿Qué ocurre?
La mujer se volvió y cayó en brazos del joven.
– ¡Martin! ¡Martin! ¡Han matado a tu padre!
Martin Elias alzó la vista sobre la cabeza de su madre y la clavó en Bosch. Su boca formó la angustiosa mueca de dolor y desesperación que tantas veces había visto Bosch en su vida. De pronto se dio cuenta de su error. Debería haberse presentado en casa de Elias con Edgar o Rider. Mejor con Rider. Ella habría logrado calmar a la mujer. Su dulzura y el color de su piel habrían conseguido más que Bosch y Chastain juntos.
– Hijo -dijo Chastain abandonando su inercia-, debemos entrar y hablar con ustedes.
– ¡No me llame hijo! ¡No soy su maldito hijo!
– Señor Elias -dijo Bosch con tono firme. Todos, inclusive Chastain, se volvieron hacia él. Bosch prosiguió con voz más suave-: Es preciso que atienda a su madre, Martin. Tenemos que explicarles lo ocurrido y hacerles unas preguntas. Es inútil que nos quedemos aquí afuera discutiendo y gritando.
Bosch aguardó unos momentos. La mujer sepultó el rostro en el pecho de su hijo y rompió a llorar. Martin retrocedió, llevándose a su madre con él, para dejar pasar a Bosch y a Chastain.
Durante los quince minutos siguientes, Bosch y Chastain permanecieron sentados en el elegante salón con la esposa y el hijo de Elias, relatándoles lo que sabían sobre el crimen y la forma en que iban a llevar a cabo la investigación.
Bosch sabía que para ambos, Chastain y él representaban a un par de nazis anunciando que iban a investigar los crímenes de guerra, pero también sabía que era un trámite imprescindible, que debían asegurar a la familia de la víctima que la investigación sería exhaustiva y enérgica.
– Señora Elias, sé que piensan que a su marido lo ha matado la policía -dijo Bosch-. En estos momentos no sabemos quién es el culpable. No hemos tenido tiempo de investigar el móvil. Nos hallamos en la fase de recabar datos. Pero no tardaremos en ponernos a analizar la información que hayamos reunido y a interrogar a cualquier policía que pudiera tener algún motivo, por remoto que fuera, para hacer daño a su marido. Sé que hay muchos que entran en esta categoría. Le doy mi palabra de que los interrogaremos a fondo, sin pasar nada por alto.
Bosch aguardó. Madre e hijo permanecían sentados muy juntos en un sofá tapizado con un alegre motivo floral. El hijo no cesaba de cerrar los ojos, como un niño que intenta librarse de un castigo. Empezaba a desmoronarse bajo el peso de la tragedia. Había comprendido que no volvería a ver a su padre.
– Sabemos que son momentos terribles para ustedes -dijo Bosch suavemente-. Quisiéramos dejarles en paz, no tener que hacerles unas preguntas justamente ahora. Pero eso no es posible.
Bosch esperó unos momentos. Ni la esposa ni el hijo de Elias protestaron.
– Lo que más nos extraña es el motivo por el que el señor Elias se encontraba en Angels Flight. Debemos averiguar por qué…
– Se dirigía al apartamento -contestó Martin sin abrir los ojos.
– ¿Qué apartamento?
– Tenía un apartamento cerca del despacho. Se alojaba en él cuando estaba ocupado con un caso o preparando un juicio.
– ¿Iba a ir esta noche al apartamento?
– Sí. Había permanecido en él toda la semana.
– A veces citaba a los policías para que fueran a declarar -dijo la esposa-. Se presentaban en su despacho después del trabajo, de modo que mi marido se quedaba a dormir en el apartamento.
Bosch guardó silencio, confiando en que el hijo o la madre aportaran algún otro dato sobre el particular. Pero no dijeron nada.
– ¿Solía llamarle su marido para comunicarle que iba a quedarse en el apartamento? -preguntó Bosch.
– Sí, siempre telefoneaba.
– ¿Cuándo fue la última vez que la llamó?
– Hace unas horas. Dijo que iba a trabajar hasta tarde y que tenía que dedicar el sábado y el domingo a preparar un juicio que iba a celebrarse el lunes. Añadió que procuraría estar de regreso el domingo a la hora de cenar.
– ¿De modo que no le esperaban esta noche?
– No -replicó Millie Elias con tono desafiante, como si considerara ofensiva la pregunta de Bosch.
El detective asintió como para asegurar a la esposa de Elias que no había pretendido insinuar nada. Luego le pidió las señas del apartamento y la mujer le dijo que se hallaba en un condominio llamado The Place, en Grand Street, frente al Museo de Arte Moderno. Bosch anotó las señas y ya no volvió a guardar el bloc.
– Señora Elias -dijo Bosch-, ¿recuerda usted con más exactitud cuándo habló con su marido por última vez?
– Poco antes de las seis. Es la hora en que suele llamarme para decirme que se queda en el apartamento, para que yo sepa cuántos vamos a ser en la cena.
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