Javier Marías - Tu rostro mañana - 1 Fiebre y Lanza

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Tu rostro mañana: 1 Fiebre y Lanza: краткое содержание, описание и аннотация

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«No debería contar nunca nada», empieza por decir el narrador de esta historia, Jaime o Jacobo o Jacques Deza.
Y sin embargo su tarea va a ser la contraria, contarlo todo, hasta lo aún no sucedido, al ser contratado por un grupo sin nombre que durante la Segunda Guerra Mundial creó el M16, el Servicio Secreto británico, y que aún funciona hoy en día de manera tal vez degradada, o acaso ya bajo diferente auspicios.
El protagonista regresa a Inglaterra, en cuya Universidad de Oxford había enseñado muchos años atrás, «por no se seguir cerca de mi mujer mientras ella se me alejaba». Y allí descubre que, según Sir Peter Wheeler, viejo profesor retirado «con demasiados recuerdos», él también pertenece al reducido grupo de personas que posee un «don» o maldición: el de ver lo que la gente hará en el futuro, el de conocer hoy cómo será sus rostros mañana, el de saber quiénes nos traicionarán o nos serán leales.

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Oí el piano desde la casa, música de fondo para el río y los árboles, para el jardín y la voz de Wheeler. Una sonata de Mozart tal vez, o podía ser de un Bach, Johann Christian, maestro suyo y pobre genial hijo del genio, había vivido en Inglaterra muy largo tiempo y allí se lo conoce de hecho como 'el Bach de Londres' y se lo interpreta a menudo y se lo recuerda, un alemán inglés como los del Instituto Warburg y aquel admirable actor vienes que se había llamado primero Adolf Wohlbrück y que también se desprendió del nombre, y como el Comodoro Mountbatten que fue Battenberg en su origen, británicos postizos todos, ni Tolkien se libraba de eso. (Y como mi compañero Réndel, también era él un inglés austriaco.) La señora Berry habría acabado con sus quehaceres todos y se entretenía hasta ver la hora de avisarnos para el almuerzo. Tocaba ella y tocaba Wheeler; ella con energía, a él rara vez lo había visto u oído hacerlo, recordaba una ocasión en que quiso que conociera un himno titulado Lillabullero o Lilliburlero o algo así españolizante, el piano no estaba en el salón sino en el piso de arriba, en un cuarto por lo demás vacío, nada podía hacerse en él excepto sentarse ante el instrumento. Pudo ser la música alegre, por el contraste, o sus lamentosas frases directamente, pero Wheeler pareció muy fatigado de pronto, se llevó una mano a la frente y dejó caer ésta con todo su peso, fiándolo al codo apoyado sobre la mesita cubierta por su lona de faldones sobrantes. 'Así llevamos los siglos', pensé mientras aguardaba a que prosiguiese o bien pusiera fin a la charla, temí que pudiera decidir esto último, había adquirido demasiada conciencia de sus parrafadas, y le vi cerrar los ojos como si le escocieran, aunque sus dedos sobre la frente medio se los ocultaban. 'Así llevamos los siglos y así nada cede ni se acaba nunca, todo se contagia, nada nos suelta. Y ese todo se va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, sólo que es nieve que viaja en el tiempo y más allá de nosotros, y que quizá nunca se para.'

'Andreu Nin la perdió, por ejemplo', dije por fin, todavía flotaban en mi cabeza los improvisados estudios de mi noche tan estirada. 'Andrés Nin', insistí al notar el desconcierto de Wheeler, lo noté pese a que no cambió aún de postura, continuaba inmóvil y como desfallecido. 'El no habló, no contestó, no dio nombres ni dijo nada. Nin, mientras lo torturaban. Le costó la vida, aunque seguramente habrían acabado quitándosela de todas formas.' Pero Wheeler seguía sin comprender, o no quería ya más bifurcaciones:

'¿Eh?', acertó a proferir, y vi que abría los ojos, un brillo de estupefacción, como si me juzgara trastornado, esto a qué viene. Su mente estaba demasiado lejos de Madrid y Barcelona en la primavera del 37, era posible que lo que hubiera vivido en España, lo que quisiera que fuese, se le hubiera quedado en poco tras lo que le vino luego, desde el verano tardío del 39 hasta la primavera del 45, o podía ser que hasta más tarde en su caso. Así que probé entonces a volver al país que pisábamos, a Oxford, a Londres (a veces se me olvidaba que tenía ochenta y muchos años; o más bien lo olvidaba continuamente, y era sólo a veces cuando lo recordaba):

'Entonces fue contraproducente, la campaña', dije.

Se destapó el rostro con gesto lento y se lo vi fresco de nuevo, era admirable cómo se recobraba y recomponía tras sus momentos bajos o de cansancio o de obstrucción del habla, solía ser el interés -su maquinadora cabeza, o el afán de decir u oír algo, todavía algo- lo que lo reavivaba. O el humor también, una ironía, un donaire, una gracia.

'No exactamente', me contestó con los ojos un poco guiñados, como si el escozor le perdurara. 'Sería mucho simplificar, además de injusto, afirmar eso. Porque lo que no hubo apenas fue malicia en la gente, no fue eso, ni siquiera en los más indiscretos y jactanciosos, en los más botarates.' Y esta última palabra le salió en español, a veces se le notaba que llevaba tiempo sin pisar mi país, ese es un término que aquí ya no se oye, como otros del mismo estilo, por razones obvias: cuando en una sociedad predominan los mentecatos, los majaderos, los botarates y los mamarrachos, pierde sentido que nadie llame así a nadie. 'Y también los hubo que se convirtieron en tumbas. Andantes, ahora no me refiero a los muertos: personas escrupulosas, voluntariosas, con un sentido fuerte del deber, muy tenaces, que se sellaron los labios sin vacilar, aunque nadie fuera a enterarse de su actitud obediente ni a felicitarlas por ello. Fueron muchísimos pero quizá no tantísimos, era una consigna muy difícil de cumplir, casi descabellada, "No habléis, ni un murmullo, un susurro, nada, porque os pueden leer los labios, así que olvidad la lengua".' ('Calla, y entonces sálvate', cruzó eso por mi pensamiento, y también, un segundo, si habría hablado o callado mi tío Alfonso, no lo sabríamos nunca.) 'Si digo que la campaña fracasó en conjunto no es porque la gente no estuviera dispuesta a seguirla, lo estuvo en su mayor parte; y sirvió, sirvió para que se adquiriera una general conciencia de que no estábamos solos sino tan acompañados como los actores en el teatro; y de que fuera de los focos, en penumbra, sombra o tiniebla, teníamos un nutrido, atentísimo y memorioso público, por invisible o irreconocible y disperso que fuera, compuesto por espías, escuchas furtivos' (aquí el vocablo fue de mala traducción de nuevo, 'eavesdroppers'), 'quintacolumnistas, confidentes y descifradores profesionales; de que cada palabra que nos captaran podía ser mortal para nuestra causa, lo mismo que resultaban vitales las que nosotros robáramos al enemigo. Pero a la vez esa campaña -y de ahí su fracaso obligado pese a sus indiscutibles beneficios y logros- incrementó, inevitable e increíblemente, el número de incontinentes verbales, de grandísimos bocazas. Y así como muchos que hasta entonces habían hablado con naturalidad y despreocupación aprendieron a pensárselo dos veces como recomendaba una de las viñetas, también muchos que hasta entonces habían permanecido callados o por lo menos lacónicos, inhibidos o taciturnos, no por gusto ni por prudencia sino en la idea de que cuanto ellos pudieran contar y decir resultaría indiferente, indigno de interesar a nadie y de nula consecuencia, ahora no se vieron capaces de resistir a la tentación de sentirse peligrosos y censurables, una amenaza, merecedores de atención por ello y en cierto modo protagonistas cada uno en su ámbito, aunque las más de las veces ese protagonismo fuera sólo algo loco, irreal, ilusorio, ficticio, desiderativo. Pero se pusieron a hablar como cotorras, eso es lo cierto en todo caso; a darse importancia y a hacerse los enterados, y el que se finge esto último también acaba por procurar estarlo, en la medida de sus posibilidades, un espía más, gratuito y añadido. Y tanto si lo consigue como si no, lo que también es cierto es que todo el mundo sabe algo siempre, incluso cuando no sabe que sabe ni en verdad se imagina que en efecto sepa algo. Pero hasta el hombre más huidizo y solitario que en toda su jornada sólo gruñe a su casera si es que se cruza con ella, y hasta la mujer más atolondrada u obtusa y con menos capacidad intelectiva, y hasta el niño menos curioso o sociable y más ensimismado del reino, todos siempre saben algo, porque las palabras, el voraz contagio, se esparcen sin necesidad de ayuda y venciendo cualquier obstáculo, y se extienden y penetran más, mucho más, indeciblemente más de lo que puede nunca figurarse uno solo, es decir, nadie. Y bastan un oído detectivesco y sagaz y una mente asociativa y dañina para distinguir y aprovechar ese algo, y para exprimirlo. De eso sí que estaban al tanto los responsables de la campaña, de que todos sabemos de algunos efectos y de algunas causas, aunque sean inconexos. ¿Qué información valiosa, insisto, podían tener en principio las dos señoras del metro o ese hombre tan llano y común, con gorra, que dice "Lo que yo sé… para me lo guardo"? Y sin embargo también se dirigieron a ellos, a sus iguales, también trataron de convencerlos de que olvidaran su lengua. Tarea vana la de abarcar a todos, ¿no te parece? Y siempre un esfuerzo más bien baldío, porque ningún resultado parcial va a compensarlo.'

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