Javier Marías - Tu rostro mañana - 2 Baile y sueño

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Tu rostro mañana: 2 Baile y sueño: краткое содержание, описание и аннотация

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«Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera… Ojalá nadie se nos acercara a decirnos "Por favor", u "Oye, ¿tú sabes?", "Oye, ¿tú podrías decirme?", "Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves".»
Así comienza Baile y sueño, el segundo y penúltimo volumen de Tu rostro mañana, probablemente la obra cumbre novelística de Javier Marías. En él se nos sigue contando la historia, iniciada en Fiebre y lanza, de Jaime o Jacobo o Jacques Deza, español al servicio de un grupo sin nombre, dependiente del MI6 o Servicio Secreto británico, cuya tarea y «don» es ver lo que la gente hará en el futuro, o conocer hoy cómo serán sus rostros mañana.
Baile y sueño nos abisma una vez más en la embrujadora prosa de su autor y nos lleva a meditar sobre tantas cosas que creemos hacer «sin querer», incluidas las más violentas, y que por eso acabamos por convencernos de que «apenas si cuentan» y aun de que nunca se hicieran.

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‘Qué puede esperar casi nadie, a la hora de hacer relevos o de tener recambios', pensé mientras salíamos los dos del Aston Martin y Tupra le daba al portero las llaves junto con instrucciones largas y minuciosas o más bien maniáticas. 'Los admirados como los no admirados o los despreciados, los maestros como los secuaces, Tupra o yo o esa alegre señora, qué aspiraciones nos caben', me dije sin prestarle atención a él ahora, no hablaba para mis oídos. 'Uno se conforma con lo que le va llegando y hasta bendice que le llegue aún algo o sobre todo alguien, por rebajadas versiones que sean de lo suprimido o interrumpido o de los añorados; es difícil, cuesta mucho suplir a las figuras perdidas de nuestra vida, y se va eligiendo poco o nada, se precisa un esfuerzo de convencimiento para cubrir las vacantes, y qué mal nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual no nos soportamos ni apenas nos sostenemos, y aun así se reduce siempre si no morimos o si no muy rápido, no hace falta llegar a viejo ni tan siquiera a maduro, basta con tener a la espalda algún muerto querido o algún querido que dejó de serlo para convertirse en odiado u omitido nuestro, en nuestro aborrecido o borrado máximo, o con serlo nosotros de alguien que nos puso la proa o nos expulsó de su tiempo, nos apartó de su lado y de pronto negó conocernos, un encogimiento de hombros al vernos mañana el rostro o al oír nuestro nombre que susurraban anteayer muy suavemente sus labios. Sin decírnoslo, sin formulárnoslo, percibimos esa dificultad enorme del reemplazamiento, así que a la vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que otros van asignándonos, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo de la resignación y la mengua, o del capricho a veces, y que al ser de todos es el nuestro; y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos. Quién sabe quién nos sustituye y a quién sustituimos nosotros, sólo sabemos que sustituimos y se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño y en todas partes, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también mañana se cansará de nosotros, o pasado mañana o al otro o al otro. Sólo sois y sólo somos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. No sois ni somos como la gota o mancha de sangre, con su cerco que se resiste a desaparecer y se aferra a la loza o al suelo tan furiosamente para hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido; es su manera insuficiente, ingenua, de decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido". No, no sois ni somos como la sangre ninguno, y además ella también acaba por perder su batalla o su pulso o su desafío, y al final no deja rastro. Es sólo que costó más tiempo eliminarlo, y que la voluntad de aniquilación hubo de empeñarse en ello.'

Así que en la discoteca, cuando la señora Manoia había bebido moderadamente durante la cena y moderadamente mientras contemplaba con tentación y un pie rítmico los alocados y masivos bailes -pero dos moderaciones pueden sumar un exceso-, y ya me llamaba Jacopo o Giacomo es-drújulamente en su lengua y por supuesto me daba del tú y exigía que se lo diera yo a ella, según dice el italiano para tutearse, aprovechó una tregua o cambio de registro en la música de una de las dos pistas para empeñarse en bailar unos lentos, o tal vez sólo semilentos, primero con su marido, que se quitó las gafas para echarles vaho y pasarles gamuza y le devolvió una mirada miope declinatoria, luego con Tupra, que se disculpó con una mano abierta mediante la cual le indicaba sus inconclusos deberes de hospitalidad y negocio hacia el cónyuge remiso a la danza (demasiado ruido para que nadie se hablara más que al oído y a voces, o si no sólo por señas), y por último conmigo, a quien no cupo sino satisfacerla. Me llamó la atención que, pese al previsible resultado de sus tanteos y a haberla atendido yo sobre todo a lo largo de la velada, y profesarme para entonces ella tanta simpatía como le iba tomando yo afecto -ambas cosas tan transitorias que a la mañana siguiente podríamos ni recordarlas, uno y otro sin mala conciencia-, observara las jerarquías al solicitar pareja, eso denotaba un sentido del respeto arraigado y fuerte.

Y tal vez fue eso, habernos dado la oportunidad a los tres varones en el adecuado orden, lo que la hizo considerarse con venia para enlazarse con su partenaire obligado de cualquier manera tempestuosa y aun puede que poco púdica, quiero decir que se apretó contra mí con furia, casi con daño. No es que estuviera en su ánimo hacérmelo, sino que no controlaba su verdadero volumen enteramente, pienso (del mismo modo que los mochileros no son conscientes de lo que abultan, pues por mucho que lo procuren no logran sentir como parte del cuerpo su idolatrado fardo o lapa a la espalda), ni podía hacerse idea del impacto que sufrió mi pecho por culpa de los dos suyos, durísimos como leños y puntiagudos como estacas -su busto era madera por fuerza, o acaso granito compacto-. Aquella mujer había exagerado, había olvidado todo límite en su fervor por fortificarlos y apuntalarlos, seguramente en tantas etapas que su memoria se engañaba respecto a cuándo la última y en total cuántas. A la vista eran gustosos, sin duda los beneficiaba el escote en canoa o en góndola, pero bien mirado era imposible que la zona sobresaliente transmitiese sensación na-vigatoria alguna. Qué se habría metido, incrustado, puesto, propulsado a chorro, inyectado o edificado mi jovial señora Manoia, mármol, una ciudadela, hierro, panteones, antracita, acero, era como si me hubiera clavado dos estalactitas gruesas, o dos planchas picudas aunque sin parte plana, proas de quilla punzante como la de ese utensilio doméstico pero todas redondeadas. Me pareció la degeneración de un desvarío contemporáneo, y también un cierto abuso; comprendí que su marido evitara la acometida contra tales baluartes, y Tupra, supuse, con su ojo más raudo y mejor que el mío, habría calibrado de un vistazo los riesgos de esa colisión de frentes (me refiero al del varón con aquellas pirámides horizontales o quizá carbunclos gigantes, pues la blusa o camiseta de barco era de color vino tinto un poco aguado, y las neuróticas luces de la discoteca la hacían desprender fulgores, y aun irisaciones). Era sin embargo difícil indignarse con Flavia Manoia, o desairarla con conciencia de poder incurrir en ello: demasiado cariñosa, festiva y desamparada, a la vez las tres cosas y una sola habría bastado para impedirme un rechazo brusco, o incluso un alejamiento disimulado. Así que aguanté la presión de aquellos conos como astas, confiando en que fuera ella quien pusiera pronto distancia, aire, aunque el verbo confiar es inadecuado, pues lo cierto es que desesperaba. Reresby habría tenido razón, como casi siempre, al encomendar sus piernas, si hubiera llegado a hacerlo; y a la señora había que reconocerle que sabía elegir el corto o largo de falda perfecto para su complexión y estatura, tres dedos sobre la rodilla; si uno la veía de lejos, con su ágil sensualidad danzante, su robusto busto rígido, sus pantorrillas y demimuslos bien formados y algo rocosos, así como su culo que valdría un meneo según un hombre al que impacientara el buen gusto, podía dar la impresión que cada noche ella buscaba, y obligar a su marido -vi con leve inquietud en seguida- a volverse a colocar las gafas, ya limpias, para vigilar de reojo sus pasos y sus abrazos. El diablo no siempre exige exageraciones o no a todos se las admite, y pacta sin duda con gradación infinita en lo relativo a las apariencias, quizá afine mucho con las distancias: a veces salva un cuerpo o una cara de lejos y en la penumbra, para condenarlos y hundirlos alumbrados y de cerca (no suele consentir en lo inverso). No era este el caso exactamente -los rasgos de la señora Manoia me habían parecido en el Vong muy gratos, aunque no tentadores, tampoco eso-, pero su imagen en movimiento exaltado y con individuo en los brazos resultaba más atrayente que en reposo y engullendo, o bien chupando cangrejos: lo bastante, en todo caso, paraque alguien acodado a una barra, a unos cuantos metros o yardas, se irguiera para otear y olfatear la pista, y más aún, empezara a agitar ambas manos en señal de saludo histriónico al reconocer al individuo que ella estrujaba con fanatismo práctico, conocido comúnmente como pareja de baile.

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