Walter Mosley - Rubia peligrosa

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La serie que protagoniza Easy Rawlins llega a su décima y tal vez última entrega con esta novela, en la que Walter Mosley nos traslada al turbulento Los Angeles de finales de los 60.
Situada en 1967, en la décima entrega de la serie de novelas criminales protagonizada por Easy Rawlins nos encontramos a un Rawlins de mediana edad que empieza a acusar el paso del tiempo y los fantasmas que nunca lo abandonaron. Easy está lidiando con en el hecho de haber abandonado a Bonnie ─a pesar de amarla como a ninguna otra mujer─, con que sus hijos ya se han hecho mayores y con que Los Angeles está sufriendo cambios tan radicales después de los enfrentamientos raciales, que hasta a un superviviente como él le cuesta adaptarse a la ciudad donde siempre ha vivido. Sin embargo, Rawlins siempre parece encontrar nuevos problemas a los que hacer frente.
Dos peligrosos amigos de Easy, Ratón Alexander y Navidad Black, han desaparecido. Al primero lo buscan por el asesinato de Pericles Tarr; Navidad, por su parte, dejó a su hija Pascua en casa de Easy y se esfumó. La aparición de la policía militar en busca de Black, hace que Easy se ponga a trabajar para descubrir qué ha pasado y la relación que existe entre las desapariciones de sus amigos, el asesinato de Tarr y la aparición de una mujer rubia que no es como parece ser.
«Sus compactos diálogos continúan centelleando y el modo en que Mosley compone sus escenas sigue siendo tan sagaz como siempre» The New York Times

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Experimentó con distintas letras y tintas y lápices. Cogí la carpeta y el papel, apagué las luces de la casa y salí de allí.

42

Salí de la casa dando tumbos y me encaminé hacia el mar; el mismo paseo que di con Faith aquella noche que hicimos el amor. Rompí a trocitos la prueba de su enamoramiento adolescente y los arrojé en una papelera a un kilómetro de distancia, y después fui caminando por la arena mientras las olas susurraban y luego callaban.

Faith Laneer fue una heroína en un mundo que no la reconoció. Defendió a los niños y a los débiles, y todo lo que estaba bien. Y yo la lloré.

En parte yo mismo desdeñaba aquella debilidad mía. ¿Qué diferencia podía representar una mujer blanca muerta? Había visto ya miles de cadáveres, almas asesinadas y torturadas. Había visto los campos de concentración en Europa y había luchado codo con codo con chicos que murieron llevando a América en sus hombros por toda África, Italia, Francia y nuestra tierra natal. Yo mismo había estrangulado, apuñalado, golpeado, disparado y ahogado a muchos hombres a lo largo de mi vida. Había visto a negros castrados, linchados, quemados vivos y pateados hasta la muerte, sin ser capaz de hacer otra cosa que mirar… o alejarme. Había visto la gripe arrasar las pequeñas aldeas como la peste, matando a niños a docenas. Había visto accidentes de coche, madres y bebés arrojados en medio de la autopista. Había visto a hombres y mujeres blancos beber hasta matarse, riendo y bailando de camino hacia la tumba.

La muerte de Faith Laneer no era peor, en realidad. Ella había muerto asustada e indefensa, pero la mayoría de nosotros morimos así. Era joven, pero a pesar de ello había conocido el amor. Era hermosa, pero su hermosura habría desaparecido… probablemente.

El problema era que aquello era la gota que colmaba el vaso, para mí. Todo empezó cuando me desperté una mañana y mi padre me dijo que mi madre había muerto aquella noche. Y acababa allí, con Faith Laneer asesinada mientras yo bailaba y besaba y me quedaba sentado en mi coche.

El aire era frío y agradecí su incomodidad. No había luces cerca del agua, de modo que la noche me envolvió.

Yo no pensaba con claridad. Lo sabía, pero no me importaba.

«La vida no tiene sentido, lo complica todo», solía decir Lehman Brown. Vivía en la habitación contigua a la mía en un hotel residencia en Fifth Ward, Houston, antes de que yo me fuera a la guerra.

No había nada bueno ni malo allí junto al agua, sólo mi deseo de venganza.

Mataría a Sammy Sansoam para que pagase todas las muertes que me hacían daño. Destrozaría aquella mueca de comemierda de su cara.

– Eh, compadre -dijo un hombre.

Al principio no le vi. Miré a mi alrededor, pero el origen de la voz se me escapaba. Luego le vi de pie frente a mí, a la derecha. Un hombrecillo blanco, envuelto en una manta de colores claros y oscuros.

– ¿Se ha perdido? -me preguntó.

– Pues sí.

– Venga a mi cobertizo y hablaremos -me dijo.

Yo llevaba un rato tambaleándome y tropezando, moviéndome por la arena y haciendo gestos como un príncipe trágico que pronuncia su soliloquio al final de una tragedia shakesperiana. Aquel hombre se había sentido atraído hacia mí como una polilla a un budista suicida en llamas en las calles de Saigón.

Le seguí hasta un lugar donde había colocado una enorme caja de cartón con tres lados, sujeta con dos papeleras metálicas del ayuntamiento.

– Siéntese -dijo.

La caja era lo bastante grande para los dos. El interior de aquel hogar temporal dejaba entrar el rugido del mar y lo amplificaba. El frío se agarró a mis hombros y me eché a temblar.

– Aquí tiene -dijo el pequeñajo. Me tendió una botella de litro de vino tinto recién abierta.

Miré a mi benefactor. Su piel estaba desgastada por el sol y el viento. Sus ojos brillaban, pero a la débil luz de la luna no habría podido asegurar de qué color eran. Era mayor que yo, o al menos lo parecía. El vino y el tiempo le habían arrugado bastante y sumado años a sus órganos y sus huesos. Me sonrió y yo cogí la botella y bebí un buen trago.

No dudé. No me preocupaba caerme del tren, después de tantos años de viaje por la sobriedad. Chasqueé los labios y le devolví la botella.

– ¿Cómo se llama? -le pregunté.

– Jones.

– ¿Sólo Jones?

– No. Jones -dijo con una sonrisa.

– Easy.

– ¿Qué le pasa, Easy? -me preguntó Jones. Miré de nuevo a aquel hombre. Había algo abierto y alentador en su cara. Añadido al calor, que se iba extendiendo, y a la buena voluntad del vino, todo aquello casi me hizo flaquear. La muerte de Faith Laneer quería salir de mi boca. Quería rogar por su vida, presentarla ante alguna autoridad más elevada. Quería confesar mi fracaso a la hora de protegerla. Quería a mi madre.

– ¿Cuánto vino de éste se ha bebido, Jones? -Cuatro botellas. Pero ahora tengo que ahorrar. Soy lo que se suele llamar rico en vino, pero pobre en monedas.

Yo estaba echado de espaldas en la fría arena y saqué un billete de veinte dólares de mi bolsillo. Le tendí el billete al hombre y él me dio dos botellas.

Nos bebimos mis dos botellas de litro y luego seguimos con las suyas, y bebimos y bebimos a lo largo de la noche. Pasé todo el tiempo evitando lo que quería decir, lo que necesitaba decir. Hablé de Raymond sin mencionar su nombre, y de Etta y Jackson y Jesus y mi madre.

Jones me contó que él nunca había conseguido vivir como es debido.

– Ah, sí, tenía trabajo, eso sí -explicó-. Iba a trabajar una semana, quizá dos. Pero luego un día me quedaba dormido y llegaba tarde, el jefe me echaba la bronca, me emborrachaba aquella noche y faltaba un día entero o dos. Una vez conocí a una chica y me fui con ella a Portland. Estaba muy enamorado hasta que un día me desperté y me di cuenta de que no sabía cómo era ella. Supongo que perdí la noción del tiempo, porque cuando volví a casa había otra persona viviendo en mi apartamento. Simplemente, no podía mantenerme en el buen camino, hiciera lo que hiciese. Fui a la iglesia. Me enviaron al psiquiatra. Me dieron drogas.

– ¿Y le ayudaron? -le pregunté, sólo para seguir el relato.

– Conservé un trabajo tres meses, pero cada día me despertaba y me miraba al espejo preguntándome quién era ese que estaba ahí.

Jones quería hablar, simplemente.

Cuando llegamos casi al final de la última botella de vino yo casi lo había conseguido. Notaba los dedos y los labios entumecidos, y el sonido de las oías conseguía, al menos parcialmente, cubrir el recuerdo de la máscara mortal de Faith.

Cuando apareció una raya naranja por encima de la ciudad, me eché de lado y cerré los ojos. No recuerdo si Jones seguía hablando todavía. En cuanto empezaba seguía y seguía, contando toda su vida, hacia adelante y hacia atrás. Hablaba de su madre en Dakota del norte, y de su abuela en Miami. Tenía un hijo, creo recordar… Noah. Pero como todo lo demás en la vida de Jones, el chico se perdió en el camino a la historia siguiente.

43

Cuando me desperté, el sol brillaba muy fuerte sobre la caja de cartón donde yo dormía. Recordaba haber tenido frío, pero ahora sudaba bajo la gasa del sol. Me incorporé y el recuerdo se convirtió en un auténtico dolor de cabeza.

Jones había desaparecido. No quedaba nada de él en el escondrijo, ni siquiera las botellas de vino vacías. Por un momento pensé que mi único problema era haberme emborrachado por primera vez en una década. Pero luego me volvió a la mente Faith y su muerte se me agarró al corazón. Me puse de pie con una oleada de náuseas y empecé a andar.

No había coches de policía arremolinados en torno a la casa de Faith Laneer; todavía no. No la encontrarían hasta al cabo de varios días. Por aquel entonces todo habría terminado.

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