Walter Mosley - El Caso Brown

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John, un viejo amigo de Easy Rawlins, solicita la ayuda de éste. Brawly Brown, hijastro de John, ha desaparecido y todo hace pensar que el chico se ha visto atrapado en una situación más peligrosa de lo que supone. A Easy no le costará demasiado encontrar a Brawly y enterarse de que John tiene razón… Pero conseguir que Brawly vea las cosas de esa forma resultará mucho más complicado.

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– El hombre que viaja con malas compañías debe esperar desdicha y sufrimiento.

– Creo que hoy he llamado a la puerta equivocada.

– Te diré una cosa, Easy -dijo Liselle-. Te demostraré que has venido aquí a causa de algún problema.

– Está bien, demuéstralo.

– Christina Montes -dijo.

Aquello acabó de golpe con mi ingeniosa cháchara. Creo que conseguí mantener la boca cerrada, pero aun así, ella sonreía.

– ¿Tengo razón o no?

– Pues sí señora -dije, con un suspiro que llegó muy hondo, hasta lo que los médicos llaman bronquiolos.

Liselle sonrió y se echó hacia atrás en su silla de madera. Estiró la mano hacia atrás y cogió una botella de licor que estaba en el borde de una estantería. Había un vasito pequeño en el suelo junto a su silla. Lo llenó hasta la mitad con el líquido ambarino. Sabía que yo había dejado la bebida, de modo que no me ofreció nada.

– ¿Qué problema tiene Tina? -le pregunté.

– El mismo que todas las mujeres.

Levanté las cejas esperando que acabase el chiste.

– Hombres -afirmó Liselle. Su tono era más lascivo que irritado-. Los hombres, mañana, tarde y noche, son la pesadilla de las mujeres y la alegría de sus vidas.

– ¿Se veía con muchos hombres?

– Basta con una manzana podrida, Easy. Ya lo sabes.

– ¿Y esa manzana podrida tiene nombre?

– Yo le llamo el hombre «X» -dijo Liselle-. Pero ella le llama Xavier.

– ¿Y por qué es un problema ese Xavier?

– Ah, no me interpretes mal. Es un buen chico. Si yo fuera su madre, babearía de orgullo cada vez que entrase en una habitación o abriera la boca. Es flacucho como un espárrago, pero valiente y orgulloso como un león. Es el tipo de hombre al que le gusta tener a su lado a una buena mujer.

– ¿Así que Tina es una buena mujer?

– Muy buena. Tiene modales y encanto. Lo tiene todo. Sabe doblar bien una servilleta y ponérsela en el regazo y lo deja todo bien limpio sin que haya que pedírselo.

– No me parece que tengan problemas, pues -dije, inocentemente.

– Ya. Tú lo ves todo muy bonito, cariño. Pero los polis me estuvieron preguntando por ella y difamando su nombre -yo no lo sabía, pero lo sospechaba, la verdad-, y sabes que los Primeros Hombres vinieron con panfletos de esos comunistas y hablando de cosas feas, de matar y de quemar cosas por la calle. Les pregunté si iban a quemar mi casa y dijeron que no, pero ¿cómo vas a encender un fuego y luego pretender que se salte las casas que quieres salvar? Una vez empiezan las llamas, lo queman todo.

– ¿Y qué dijo la policía?

– Que ella era una revolucionaria, y que si podían registrar su habitación en busca de armas.

– ¿Y les dejaste?

– No, claro que no. Mierda. Yo misma tengo dos pistolas debajo de la cama, y otra en el lavabo del vestíbulo. ¿Por qué demonios va a estar mal tener un arma?

– ¿Y qué sabes de un hombre llamado Henry Strong? -le pregunté.

– Ah, ése. Estuvo aquí. Ella me lo presentó como si fuera una copa de helado en medio del desierto del Sáhara. No me habría sorprendido que ella le hubiese dicho al hombre X que iba al salón de belleza y en cambio hubiese pasado la tarde estudiando la revolución a los pies de Henry Strong… o encima de sus rodillas.

– ¿Y eso es todo? -le pregunté.

– Sí… a veces viene por aquí ese Conrad, pero normalmente está con su tío.

– ¿Tío? ¿Qué tío?

– No creo que realmente sean parientes. Llegó un día aquí, llamó a la puerta y le pregunté quién iba con él, y me contestó que era su tío, pero luego sonrió como si fuese una broma.

– ¿Y qué aspecto tenía?

– Era un hombre grandote. De unos treinta y cinco, a lo mejor cuarenta. Tenía buen aspecto, pero no dijo ni una sola palabra en mi presencia, ni habló nunca con nadie.

– ¿Tenía nombre?

Liselle arrugó la cara intentando recordar. Y lo único que consiguió fue recordar el whisky que tenía en la mano. Dio un sorbito y dijo:

– Pues no, no me acuerdo de su nombre. Era un hombre muy robusto. Grandote, y oscuro.

– ¿Podía llamarse Aldridge? -pregunté.

Liselle meneó la cabeza.

– No me acuerdo -aseguró.

Entonces me eché atrás. Las ansias de una bocanada de humo me golpeaban con dureza, pero contuve las ganas de pedirle un cigarrillo a Liselle.

– ¿Conoces bien a Tina? -le pregunté.

– Ajá.

– ¿Confías en mí?

Liselle se atragantó y luego dijo:

– Ya sé que no eres mala persona, Easy. Pero como suelo decir, siempre estás metido en cosas muy raras.

– Ya ha habido dos crímenes -dije-. Los polis que vinieron aquí son más vigilantes que representantes de la ley.

– ¿Y qué quieres de ella?

– ¿Conoces a John, el camarero, verdad?

– Sí.

– Su novia, Alva, tiene un chico llamado Brawly. Está mezclado con los Primeros Hombres. Estoy intentando sacarle de este lío. Pero si puedo ayudar a Tina, lo haré también.

– ¿Y cómo se ha metido Christina en todo esto?

– Ella conoce a Conrad, que es una mala pieza…

Liselle gruñó afirmativamente.

– El padre de Brawly fue asesinado, y al otro hombre, Henry Strong, le han matado esta misma mañana…

– ¿Cómo? -exclamó Liselle.

– De modo que he pensado que cualquiera que pueda ayudar a Tina sería bienvenido.

– ¿Y qué quieres que haga yo, Easy?

– Quiero que hables con ella, que le digas quién soy y lo que piensas de mí. Si te escucha y quiere ayuda, que me llame a casa.

– No ha venido por aquí desde hace un par de días -dijo Liselle-. Pero aparecerá tarde o temprano. Tiene toda la ropa aquí en su habitación.

Anoté mi número en un envoltorio de huevos que había tirado Liselle.

Cuando ya abría la puerta para irme, Liselle me puso la mano en el brazo y dijo, con tono conspirativo:

– Ya te he hablado de lo tuyo con los problemas, ¿verdad, Easy?

– Sí, señora.

25

Feather corrió hacia mí en cuanto aparecí en la puerta.

– ¡Papi, he sacado un notable por mi trabajo sobre Juana de Arco! -gritó.

Se me echó encima y me cogió por la cintura.

– ¿Tienes que saltarme encima? -me quejé.

– He sacado un notable, papi -dijo de nuevo, ignorando mis objeciones.

– Anda, suéltame -dije yo.

Feather retrocedió, con los ojos llenos de dolor.

El perrito amarillo venía tras ella, enseñando los dientes.

– He sacado un notable -dijo, y apareció la primera lágrima.

– Lo siento, cariño, pero he tenido un día muy difícil. Me alegro mucho de tu notable. Es estupendo.

– Es un notable.

– Hola, cariño -dijo Bonnie desde la cocina.

Me sorprendió entonces notar el olor a comida en el aire.

Ella llevaba un vestido amarillo cruzado y un pañuelo de seda rojo y azul atado en el pelo. Llevaba también los pies descalzos.

– Se me había olvidado que venías a casa hoy -dije.

– Lo dices como si quisieras que me fuera…

– No, no, cariño.

Feather fue hacia Bonnie y se apretó a su lado, frunciendo el ceño y mirándome a los zapatos.

– ¿Te ha dicho Feather que ha sacado un notable? -me preguntó Bonnie.

– Sí -dije yo-. Es estupendo. A lo mejor deberíamos tomar un helado especial de postre para celebrar una nota como ésa.

El ceño de Feather se suavizó un poco y me miró ya a la altura de los hombros.

Oí el débil sonido de la sierra que procedía del patio de atrás.

– ¿Qué es eso?

– Jesus, que trabaja en su barco. -Y entonces le tocó a Bonnie el turno de fruncir el ceño.

– Hemos estado hablando -dije.

– Un niño no tiene derecho a decidir si va o no va al colegio -dijo ella.

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