Walter Mosley - El Caso Brown
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No eran todavía ni las cinco de la mañana, de modo que el cielo aún estaba oscuro. Aparcamos frente a una casa que casi estaba acabada. Cuando Strong apagó el motor, mi corazón ya iba a mil por hora. Estaba emocionado por llegar al final de mi búsqueda, pero también receloso.
– Vamos -dijo Strong.
– ¿Adónde?
– A la casa.
– Perdóneme por dudar de usted, señor Strong, pero no es eso exactamente lo que yo tengo pensado. Quiero decir que, ¿por qué está tan oscura la casa?
– Está oscura porque nadie nos espera -dijo con un tono prudente y con gran naturalidad.
– ¿Quiénes son ellos? -pregunté, también sensatamente, aunque un poco más tenso.
Entonces fue cuando Strong sacó una pistola.
– Tenemos un par de preguntas que hacerle, señor Rawlins.
Me contuve para no atacar al Primer Hombre. Era un tipo robusto, como ya he dicho. Ni siquiera sabía si hubiese podido vencerle en caso de que fuera desarmado.
– Salga -ordenó.
Abrí mi portezuela y él salió muy pegado a mí, sin darme oportunidad de cerrársela en las narices o salir huyendo.
Anduvimos por lo que un día sería un caminito de cemento hacia la puerta principal de la casa.
– No se preocupe, señor Rawlins -dijo Strong, mientras andábamos-. Sólo queremos asegurarnos de que usted es quien dice ser.
Yo quería creerle, pero el hecho de que no hubiese ninguna luz encendida en la casa me hacía dudar de sus intenciones.
Cuando estábamos a mitad de camino de la puerta principal, ésta se abrió hacia dentro. No veía la casa, pero sí que oí un ruido: un golpecito y un chasquido. Entonces el que se denominaba a sí mismo «hombre de raza» gritó:
– ¡No!
Los seis meses de lucha en primera línea con Omar Bradley y Patton me salvaron la vida. Me eché al suelo, rodé sobre mí mismo dos veces, me puse de pie y eché a correr en zigzag a lo largo de la casa de al lado, que estaba en construcción. Strong iba justo detrás de mí y desperdició sus fuerzas al chillar suplicando por su vida. Todo esto mientras iban sonando disparos. Las balas silbaron al pasar junto a mi cabeza. El grito de Strong quedó cortado de pronto en mitad de una nota alta. Yo me dirigí hacia la derecha, a cubierto de una casa. Miré al lugar donde se encontraba antes Strong. Su cuerpo estaba tirado en el suelo, inerte. Un hombre se encontraba de pie a su lado, disparándole a quemarropa en la cabeza. Capté esa imagen en una fracción de segundo. Y luego corrí junto a la casa, salté por encima de un rollo de tela asfáltica y seguí corriendo con toda mi alma. Oí las voces de al menos dos hombres que chillaban, y sonaron tres disparos en mi dirección. Pero yo seguí corriendo.
Al cabo de dos manzanas empecé a respirar con dificultad. Quizá diez metros después noté un terrible dolor en el pecho. Giré hacia la derecha y caí en el suelo junto a un porche inacabado. Me quedé echado en las sombras que arrojaba un farol de seguridad, y mi respiración jadeante sonaba como dos discos de vinilo que se frotasen el uno contra el otro vigorosamente.
Casi perdí el sentido.
Al cabo de unos minutos pasó un coche, despacio. No vi ningún relámpago rojo, de modo que era bastante probable que no fuese la policía. Tardaron casi quince segundos en pasar junto a mí.
En cuanto se fueron y yo hube recuperado el aliento, caminé seis manzanas hasta la calle principal. Por entonces, eran un poco más de las cinco y los autobuses iniciaban ya su itinerario. El autobús en el que subí no había recorrido más de cuatro manzanas cuando seis coches de policía del condado, con las sirenas a toda marcha y las luces rojas encendidas, pasaron a toda velocidad en la dirección opuesta, hacia el lugar donde yo casi pierdo la vida.
20
Saqué mi coche del aparcamiento del Mariah y fui al Sojourner Truth. Después de aparcar en el espacio inferior, me llevé las manos a la altura de los ojos. No temblaban.
Luego, me dirigí hacia el edificio de mantenimiento. Era un conjunto de casitas muy modestas, apenas bungalows, pero que en realidad mantenían en funcionamiento el instituto. No eran ni las seis de la mañana. Nadie me molestaría durante más de una hora y media.
La casita del encargado se usaba como almacén de materiales de limpieza, cerraduras y llaves, artículos de escritorio y herramientas. Eran precisos un total de doce conserjes diurnos y cinco nocturnos para mantener las ciento treinta y dos aulas, dos salas de taquillas y duchas, el gimnasio, el jardín, el auditorio y las diecisiete oficinas que constituían el instituto. Teníamos catorce edificios, dos patios de recreo asfaltados, el superior y el inferior, y dieciocho puertas que se tenían que abrir y cerrar cada día para mantener dentro a los estudiantes y para dejarles salir.
Mi rincón de despacho lo formaban un baqueteado escritorio de fresno, una silla giratoria acolchada verde, dos archivadores y cinco llaveros grandes, con algo menos de trescientas llaves, que colgaban de una alcayata en la pared.
Hice café en la cafetera eléctrica de doce tazas y encendí un Chesterfield, que enseguida tiré, porque cuando corría perseguido por los pistoleros me di cuenta de que el humo podía matarme sin necesidad de provocarme las enfermedades cardíacas y el cáncer del que hablaban los periódicos. Un hombre al que le falta el aliento enseguida, como yo, muere con toda seguridad si no puede mantener la ventaja en una carrera mortal.
El café estaba bueno. No era demasiado fuerte, pero sí que poseía todo el sabor de la vida. Tenía el sabor de la supervivencia. Allí estaba yo, vivo y a salvo, escondido en el seno del Sojourner Truth.
Me preguntaba quién habría matado a Strong y por qué. ¿Eran acaso los cómplices que esperaba que me interrogasen? ¿Le habían tendido sus amigos una trampa a él también? ¿O serían nuestros atacantes de otro grupo, que estaba enemistado con Strong y sus Primeros Hombres?
Cuando oí la bala amartillada en la recámara del arma, todos mis sentidos volaron y obligaron a mi cuerpo a seguirlos. No vi al hombre que había disparado a Strong el tiempo suficiente para hacer siquiera la más somera de las descripciones. Su altura, su peso, incluso su color me eran totalmente desconocidos. Lo que vi, sobre todo, fue el relámpago de su arma.
De una cosa sí que estaba seguro, y era de que Strong estaba muerto. No me sentía culpable por no haber mirado atrás. No podía salvarle. Y aunque hubiese podido ayudarle, la verdad es que él me llevaba a punta de pistola. Mi única preocupación era que alguien me hubiese puesto en su lista negra; no sé cómo, había asustado a alguien lo suficiente para que quisiera matarme.
Los hombres que nos dispararon, ciertamente, querían matarnos a los dos. Era casi seguro que se trataba de aquellos que circularon después con el coche buscándome. Quizá pensaran que Strong me había contado algo.
Un hombre normal, trabajador, se habría quedado petrificado, de estar en mi lugar. Pero yo había pasado por cosas peores.
Mi niñez había sido muy dura. Muchas veces estuve seguro de que alguien iba a matarme. Pero la amenaza del mañana no era nunca tan urgente como el hecho de salir adelante hoy. De modo que fui capaz de apartar de mi mente temporalmente a los asesinos y empezar la ronda del instituto.
Todas las puertas que se debían cerrar se habían cerrado. Todas las papeleras se habían vaciado. No había papeles que ensuciasen los patios, ni luces encendidas en las aulas. Mi personal era un grupo muy trabajador. Estábamos a principios de los sesenta, una época en la cual los hombres y las mujeres todavía sabían que debían trabajar duro si querían pagar el alquiler y alimentar a su hambrienta progenie.
Lo único en desorden era el taller de metalistería, en el complejo de edificios de los talleres. Habían sacado todas las sillas e incluso las largas mesas de metal al vestíbulo, y las habían apilado como si fuese verano y estuviéramos preparándonos para pulir y encerar los suelos.
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