Voy a echar de menos a Ray, pero siempre sentiré su presencia. Siempre será uno de los hilos que tejieron mi personalidad…
No he escrito porque no quería obligarme a saber que Ray no volverá a ponerse al teléfono nunca más…
Me he dado cuenta de que nunca te había visto sola, sin Ray; siempre os he visto juntos. No puedo imaginaros separados…
¡Cartas de viudas! Éstas las leo con avidez. Aquí hay un lenguaje especial que estoy empezando a comprender.
Has estado constantemente en mis pensamientos, porque conozco la desolación que produce la pena por la muerte del ser más próximo y amado. Ahora bien, qué privilegio que en esta vida haya un matrimonio como el vuestro, que combinaba en perfecta armonía el amor y el trabajo. Desde el primer momento en que os conocí a Ray y a ti, admiré vuestra colaboración enriquecedora y el afecto con el que os tratabais uno a otro… Aunque es posible que no te ayude a aliviar la tristeza de tu vacío, te transmito algo que [mi difunto marido] me dijo en los días anteriores a su muerte: «Estarás destrozada por la pena el resto de tu vida, pero no pierdas tu vitalidad».
No hay manera fácil de superar lo que estás viviendo. Lo sé muy bien. Nada de lo que diga nadie va a hacer desaparecer el dolor. Siempre echaré de menos la vida que tenía [con mi difunto marido], y, hasta el día de hoy, sigue siendo igual de conmovedora, significativa y monumental.
Después de casi dos años, mis heridas están menos abiertas, pero recuerdo sin cesar [a mi difunto marido] y estoy empezando a encontrar reconfortante que siga viviendo en mi corazón. Quiero mantener viva su memoria… Creo que estuve en estado de shock durante mucho tiempo después de su muerte, casi no podía ni funcionar. Me resulta difícil saber cómo te las arreglas para seguir dando clases, para seguir representando tu personaje público… Por favor, compadécete de ti misma. La herida sanará por su cuenta y a su debido tiempo. Pero lo que sí necesitas es tiempo para ti misma. Cómo me gustaría que estuviéramos más cerca. Llámame en cualquier momento. Te quiero, Joyce, y te mando un abrazo y un beso a través de estos kilómetros.
… una nota para decir cuánto he pensado en ti desde que murió Ray; lo definitiva que es la muerte es la cosa más obvia y, al mismo tiempo, la más asombrosa: me costó mucho tiempo recuperarme del asombro por la muerte [de mi marido], pese a que había sido en realidad muy previsible (lo veo ahora). Espero que estés bien y trabajando; escribir, al principio, otro aspecto difícil más, porque no había nadie que lo leyera. Pero lo hay…
Desde el primer correo electrónico que me enviaste aquella mañana de lunes con la espeluznante noticia, me he dado cuenta de esto: aunque estabas en pleno shock, en un momento en el que vivir sin Ray seguramente te parecía impensable (como supongo que todavía te parece), cuando, si tu experiencia fue como la mía, quizá no querías seguir viviendo, aun con eso, las palabras que escogiste mostraban una capacidad de resistencia y una intención de superarlo y recuperar tu vida. Me di cuenta porque no todo el mundo las tiene; creo que es una cosa involuntaria, pero yo me sentí también así cuando me quedé viuda tan de pronto. Luego, cuando estabas en casa de Jeanne, vi que, a pesar de la pena terrible que estabas sufriendo, no estabas deprimida: estabas alerta, te dabas cuenta de las cosas, participabas en la vida que te rodeaba. Me sentí aliviada y contenta de verlo. No es que nadie «lo supere». Hace poco, una persona dijo que estaba contenta de que yo hubiera «superado» la pena por mi marido y me apresuré a preguntarle: «¿Qué te hace pensar que la he superado?». Y [mi marido murió] hace veinte años.
Querida Joyce, sabes que las palabras se descomponen y te fallan en momentos así…
Sí. Las palabras pueden ser «impotentes», pero las palabras son lo único que tenemos para apuntalarnos contra nuestra ruina, igual que sólo nos tenemos uno a otro.
Ha pasado una hora. El sol se ha movido. Los dos gatos se han ido del jardín y estoy sola, y la soledad me pesa como una cosa cargada de plomo. De lo incorpórea que me siento da fe el hecho de que tengo que pensar, que recordar dónde estoy; por qué estoy aquí, fuera, en el jardín.
¡Cuántas cartas y tarjetas! ¡Cuánta compasión, cuánta bondad!
Quiero empezar a contestar las cartas. He sacado conmigo unas postales, y la libreta de direcciones de Ray, además de la mía; pero de pronto me siento aletargada, como si me estuviera hundiendo. «Esto es un error. No puedo hacerlo. Todavía no.»
En todo este rato -hora y media-, no he abierto más que una fracción de las cartas en la bolsa. La bolsa sigue llena de cartas y tarjetas y lo siento muchísimo, pero no puedo hacerlo.
Por favor, perdóname, si eres uno de los que me escribieron. La persona a la que te dirigías ya no está aquí, y no estoy segura de quién es esta que ocupa su lugar.
De forma impulsiva -e ingenua-, habíamos ido a vivir a Beaumont, Texas.
De todos los lugares poco esperables, esa ciudad industrial de la costa suroriental de Texas, cerca del límite con Louisiana, a finales de verano de 1961.
El primer trabajo de Ray como profesor fue en Lamar College, en Beaumont: un puesto de ayudante de profesor que él se había apresurado demasiado a aceptar nada más casarnos en enero de 1961. Pensaba que debía tener un trabajo, y un trabajo razonablemente seguro, para «mantener» a una esposa. Con su doctorado en literatura inglesa del siglo XVIII por la Universidad de Wisconsin, Ray había llamado la atención del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa de Lamar, igual que se la había llamado a los departamentos correspondientes de otras universidades que le habían hecho también ofertas de puestos similares; recuerdo que una estaba en el norte de Wisconsin, junto a la frontera canadiense.
Por alguna razón, habíamos imaginado que Texas podía ser romántico. Sabíamos que Texas estaba lejos. Por mucho que en retrospectiva parezca una locura, los dos habíamos querido poner cierta distancia entre nuestras familias y nosotros… Queríamos ser «independientes».
En años posteriores, acabé estando tan unida a mis padres, que ahora me parece increíble que alguna vez pensara eso. Ray también se sintió cada vez más unido a su familia de Milwaukee, una vez que murió su padre.
En los primeros años sesenta, se suponía que un hombre debía «mantener» a su mujer. No era nada corriente que una mujer, aunque tuviera un máster en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Wisconsin, quisiera o pudiera trabajar; y, cuando me presenté para ser profesora en Lamar College o, más tarde, con una ingenuidad que no consigo comprender, en varios institutos de Beaumont y sus alrededores, rechazaron mis solicitudes.
En Lamar, aunque el presidente del Departamento de Lengua y Literatura Inglesa había insinuado a Ray durante su entrevista que, si yo terminaba mi máster, quizá podría «utilizar a Joyce» como profesora de primer curso, al final no quiso contratarme; fue una sorpresa y una desilusión. En las escuelas públicas de Lamar, sólo podían dar clase los profesores con títulos en educación, preferiblemente de universidades estatales de Texas.
(El sistema de escuelas públicas estaba rigurosamente segregado, como la ciudad de Beaumont. Ray y yo teníamos poca idea de todo esto cuando nos fuimos a vivir allí, pero pronto nos enteramos de que los «negros» eran muy distintos de los «blancos»; tan distintos que parecían hablar un dialecto extrañísimo que era casi ininteligible para nuestros oídos norteños.)
¡Qué entrevistas tan humillantes! Recuerdo a una «supervisora adjunta» de las escuelas públicas de Beaumont que me miraba con frialdad como si, con mis títulos de la Universidad de Syracuse y la Universidad de Wisconsin en Madison, y alguna publicación que otra que figuraban en mi curriculum, yo fuera una especie de impostora subversiva.
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