Cuánta parte de nuestra conducta -de nuestra «personalidad»- se construye de esa forma. La supervivencia del individuo, al servicio de la especie.
Nuestro gran filósofo estadounidense William James dijo: «Tenemos tantas personalidades como personas nos conocen».
A lo que yo añadiría: «No tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca. Si no hay personas a las que aspiramos a convencer de que merecemos existir».
– ¡Te quiero! Volveré lo antes posible.
¡Pero qué alivio, a mitad de la tarde, salir por fin de Urgencias, escapar del indescriptible pero inconfundible olor a desinfectante del centro médico aunque sea para salir a un frío y triste día de febrero!
Qué pena me da Ray, atrapado dentro. Mi pobre marido, enfermo de neumonía, obligado a pasar la noche en el hospital.
Me aguarda una multitud de tareas: llamadas de teléfono, recados. En casa repaso el correo de Ray para llevárselo por la noche; Ray trata de contestar las cartas a Ontario Review lo antes posible, tiene pavor a que se acumule el correo encima de la mesa; cuando era un escolar católico en Milwaukee le infundieron un exagerado sentido de la responsabilidad hacia lo que podría llamarse vagamente «el mundo». Llamo repetidas veces al centro médico -una y otra vez- hasta primera hora de la noche, para saber si han trasladado ya a Ray al hospital general, y la respuesta siempre es «¡No, no! Todavía no».
Hacia las seis y media de la tarde, cuando estoy a punto de salir para el centro médico, con cosas que le llevo a Ray -la bata, objetos de aseo, libros (en su lado de la mesa del salón están los libros que está leyendo o que quiere leer), además de algunos manuscritos enviados a la revista y la imprenta, bastantes de ellos con sobres con sello y las direcciones a las que hay que devolverlos-, suena el teléfono y me apresuro a contestar suponiendo que es el centro médico para decirme el número de la habitación a la que han llevado a Ray; al principio no alcanzo a comprender cuando me dicen:
– El corazón de su marido se ha acelerado y no podemos estabilizarlo, si se le detiene, ¿quiere que empleemos medidas extraordinarias para mantenerlo con vida?
Me quedo tan anonadada que no puedo responder, y la persona al otro lado del teléfono repite sus increíbles palabras; me oigo a mí misma farfullando:
– ¡Sí! ¡Por supuesto que sí! -atenazada por el asombro y el pánico-. ¡Sí, todo lo que puedan hacer! ¡Sálvenlo! Enseguida estoy ahí -porque ésta es la primera señal inconfundible de horror, de impotencia, de fatalidad inminente, intento colgar el auricular a tientas, sin ver, en el teléfono de pared de la cocina, con una horrible sensación de vértigo, se me va la fuerza de las piernas, se me doblan las rodillas y me caigo de lado, a través de la puerta y hacia el comedor, contra la mesa que está un poco más allá; es una sensación extraña, como si estuviera derramándose líquido de un recipiente, y el borde de la mesa me golpea en las piernas justo encima de las rodillas, porque, al caer, he empujado la mesa y la he dejado torcida, me he caído pesadamente y sin elegancia sobre el suelo de madera, no puedo creer que me esté pasando esto, igual que no puedo creer lo que está pasándole a mi marido; detrás de mí, el auricular de plástico se ha quedado colgado del cable, fuera de mi alcance, mientras me quedo tendida en el suelo, intentando controlar la respiración y el pánico, ordenándome a mí misma: «Vas a ponerte bien. No vas a desmayarte. Vas a ponerte bien. Tienes que irte ya, a ver a Ray. Te está esperando. Un minuto más y vas a ponerte bien».
Y sin embargo, mi cerebro está apagado, como una llama consumida. Las piernas -los muslos- me laten de dolor y ese dolor es el que me despierta; no sé decir cuánto tiempo ha pasado, tal vez unos segundos, vuelvo a poder respirar, estoy demasiado débil para moverme pero enseguida recuperaré las fuerzas, estoy segura, tendida en el suelo del comedor, atontada, como si un caballo me hubiera dado una coz. Y entonces me doy cuenta:
«He debido de desmayarme después de todo. ¡Así que en esto consiste perder el conocimiento!»
Seis de la tarde del 11 de febrero de 2008. El asedio -todavía sin identificar, todavía sin nombrar, ni siquiera sospechado- ha comenzado.
Lo curioso es que la futura viuda olvidará esta llamada de teléfono. O, mejor dicho, olvidará su contenido concreto. Recordará -con vergüenza, disgusto, un poco de preocupación- que «se desmayó»; para ser exactos, que «cayó pesadamente sobre la mesa del comedor y el suelo», «pero sólo un minuto. Menos de un minuto». Un feo cardenal del color de una berenjena podrida y una forma como la del estado de Florida le cubrirá la parte superior de Las piernas, los muslos y parte del vientre, se estremecerá de dolor -punzadas de dolor-, por haberse golpeado contra el suelo de madera sin amortiguar la caída con las manos, pero olvidará la terrible llamada, o casi. Porque pronto tendrá muchas más cosas que recordar. Pronto tendrá muchas más cosas que recordar, de las que no podrá escapar con un simple desmayo sobre un suelo de madera .
Ahora ha llegado a mi vida -como a mi vocabulario- un término nuevo y angustioso: telemetría .
Porque a Ray no lo han trasladado al hospital general sino a un ala al lado de Cuidados Intensivos.
¡Telemetría! Mi primera visita a la quinta planta del centro médico, a este corredor que llegaré a conocer a fondo durante los seis próximos días, y que dejará una huella indeleble en mi cerebro, como una película muda en sesión continua rebobinándose una y otra vez.
Esos lugares por los que pasamos. Esos lugares que nos sobreviven.
Vastos depósitos de la memoria que van acumulándose y de los que no somos conscientes.
Telemetría significa máquinas, máquinas que procesan datos, máquinas que vigilan la situación de un paciente, y me impresiona ver a mi marido en una cama de hospital, con una máscara de oxígeno y una vía intravenosa por la que le meten líquidos en el brazo. Vigilan sus latidos y su respiración mediante un dispositivo que es como una pinza en el dedo índice y una máquina que traduce ingeniosamente el oxígeno que inhala a cifras que fluyen sin cesar: 76, 74, 73, 77, 80, en una escala de 100.
(Cuando, uno o dos días después, pruebo a ponerme el aparato en mi propio dedo, la cifra sube hasta 98, «normal».)
Es inquietante ver a Ray con un aspecto tan pálido y tan cansado. Tan aturdido.
Como si ya hubiera hecho un largo viaje. Como si ya hubiera empezado a perderlo…
A pesar de la máscara de oxígeno y las máquinas, Ray está leyendo, o intentando leer. Al verme sonríe débilmente.
– Hola, cariño.
La máscara de oxígeno da a su rostro delgado un aire jocoso que no viene a cuento, como si estuviera disfrazado. Trato de no llorar, le cojo la mano, le acaricio la frente, que no me parece caliente, pese a que me han dicho que todavía tiene una fiebre peligrosamente alta: 38,4 grados.
– ¿Cómo te encuentras, cariño? Oh, cariño…
Cariño . Éste es el nombre -intercambiable- que nos damos uno a otro. El único por el que llamo a Ray y el único por el que Ray me llama a mí. Cuando nos conocimos en Madison, Wisconsin, en el otoño de 1960, los dos éramos estudiantes de posgrado de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Wisconsin (Ray era «mayor» y estaba completando su tesis doctoral sobre Jonathan Swift; yo acababa de licenciarme en la Universidad de Syracuse y estaba matriculada en el programa del máster) y seguramente nos llamamos al principio por nuestros nombres -por supuesto-, pero enseguida pasamos a cariño .
La lógica era que cualquiera en el mundo podía llamarnos por nuestros nombres pero nadie salvo nosotros -salvo el otro- podía llamarnos con ese apelativo tan íntimo.
Читать дальше