3. Las cosas empiezan a ir mal
11 de febrero de 2008 . Hay una hora, un minuto -lo recuerdas para siempre- cuando sabes, por instinto, basándote en la prueba más insignificante, que algo va mal .
No sabes -no puedes saber- que es el primero de una serie de sucesos «malos» que van a culminar en la destrucción absoluta de la vida que has tenido hasta ahora. Porque, al fin y al cabo, puede no ser el primero de una serie, sino nada más que un hecho aislado, y tu vida no tiene por qué destruirse todavía, sino sólo alterarse, rehacerse.
Así que quieres pensar. Deseas desesperadamente pensar.
Lo primero que va mal en esta mañana corriente de un lunes de febrero es que Ray se ha levantado en plena oscuridad invernal, antes del amanecer.
Cuando le descubro en un remoto rincón de la casa, no son más que las seis y cuarto de la mañana, y lleva en pie, según dice, desde las cinco.
Se ha duchado, se ha vestido y ha dado de comer a los gatos a una hora intempestiva; ha metido en casa el New York Times en su bolsa de plástico azul transparente; se ha hecho un frugal desayuno de fruta y requesón y está comiendo -intentando comer- en nuestra larga mesa Parsons de color blanco; puedo verle a través de nuestra galería acristalada al otro lado del jardín, una figura solitaria envuelta en luz, con la habitación en penumbra detrás. Si levantase la vista, cosa que no ha hecho, me vería observarlo y vería el cornejo que se alza en el jardín, transformado de noche, con montones de nieve húmeda sobre las ramas, como si fueran flores.
Es un cornejo de flores blancas que Ray plantó personalmente hace varios años.
Ray siente un orgullo y una ternura especiales por este arbolito, porque al principio le costó crecer, necesitó más cuidados que otros, así que su supervivencia es una parte importante de lo que significa para nosotros, y su belleza.
Si, como buena esposa, quiero alabar a mi marido, o animarle cuando lo precisa, no necesito más que hablar del cornejo; le provoca una sonrisa. ¡Normalmente!
Porque Ray es el jardinero en nuestra familia, no yo. Igual que Ray es un editor de textos literarios al que adoran los autores cuyos libros ha editado y publicado, es también un editor de las cosas vivas. No las crea ni les da la vida, pero las mima, las cuida y les permite crecer, florecer, dar fruto. La jardinería, como la edición, requiere una paciencia infinita; requiere una generosidad esencial, y optimismo. Aunque a mí me encantan los jardines -en especial, me encanta el jardín de Ray en verano y cuando comienza el otoño-, es como observadora, y no como experta en unas cosas que crecen y que, en mi opinión, emiten señales crueles y paradójicas: la exquisita orquídea en todo su esplendor que, al llevarla a casa, pierde enseguida sus pétalos y nunca vuelve a recuperarlos; las matas de calabaza que están espléndidas y de forma misteriosa, como devoradas por dentro, se marchitan y mueren de la noche a la mañana. Ray tiene edad suficiente para recordar los «jardines de la victoria» en los primeros años cuarenta en Milwaukee, Wisconsin; existe un eco de romanticismo infantil cuando habla de aquellos jardines, en los que todo el mundo cultivaba plantas como contribución de la comunidad civil al esfuerzo de guerra. El jardín de Ray es una manera de evocar esos recuerdos idílicos. ¡Qué feliz ha sido siempre al aire libre! ¡Yendo al vivero a comprar plantas! Y qué deseoso de que acabe el invierno, para roturar el huerto y atreverse a plantar las primeras cosas, como la lechuga y la rúcula, aunque todavía haya peligro de una dura helada.
El jardinero es el optimista por antonomasia: no sólo cree que el futuro va a mostrar los frutos de su trabajo, es que cree en el futuro.
Es evidente que todas las cosas que Ray ha plantado en nuestros ocho mil metros cuadrados de terreno, como el cornejo, las matas de forsitias, peonías, dicentras, tulipanes, laderas de azafrán de primavera, narcisos y junquillos, son bastante corrientes; pero para nosotros son talismanes vivientes cargados de significado. Consideración, ternura. Paciencia. La idea de un futuro (común) .
Me viene un recuerdo: en el dúplex elegante y destartalado que alquilamos en Chelsea, durante la primavera retrasada y fría del año sabático que vivimos en Londres, en 1971-1972, Ray cuida un pequeño y desaliñado macizo de capuchinas de colores brillantes en nuestro balconcito. La tierra de la maceta seguramente es muy pobre, hay insectos rapaces que devoran las hojas, pero Ray está empeñado en sacar adelante las flores y yo le observo a través de una ventana, sin que me vea; siento un mareo repentino, un arrebato de amor, pero también la inutilidad de ese amor; igual que mi joven marido estaba decidido a mantener las pobres capuchinas con vida, nosotros nos empeñamos en mantener vivos a quienes amamos, anhelamos protegerlos, resguardarlos de todo daño. Ser mortal es saber que eso es imposible, pero debemos intentarlo.
Nuestro año sabático en Londres fue una experiencia ambigua para mí. Me sentía nostálgica y desarraigada. No estaba acostumbrada a no trabajar -es decir, a no dar clase-, y tenía la sensación de ser inútil y ociosa; mi único consuelo era la escritura, en la que volqué una tremenda entrega, que me llevó a reproducir con un frenesí que oscilaba entre la euforia y la compulsión el paisaje urbano de Detroit, onírico y evocador, en la novela Do With Me What You Will . Ray, en cambio, disfrutó a fondo de aquel año, igual que disfrutó a fondo de Londres, nuestros larguísimos paseos por los bellos y húmedos parques de Londres, de los que nuestro favorito era Regent's Park, y las zonas del Reino Unido -Cornualles, Wessex- que vimos en nuestros viajes. Mi marido tiene una capacidad de disfrutar de la vida que, por alguna razón, a mí me resulta imposible.
Hay personas -afortunadas ellas- que pueden experimentar la vida sin la menor necesidad de añadir nada a ella, ningún tipo de esfuerzo «creativo»; y hay otras -¿malditas ellas?- para quienes las actividades de su cerebro y su imaginación son lo más importante. Es posible que para estos individuos el mundo sea infinitamente rico, satisfactorio y seductor, pero no es lo más importante. El mundo puede interpretarse como un regalo que sólo se obtiene si uno ha creado algo por encima de ese mundo.
Cuando decía estas cosas, Ray reaccionaba con una sonrisa atónita.
– Qué en serio te tomas a ti misma. ¿Por qué?
Ray ha sido siempre el depositario del sentido común en nuestra familia. El cónyuge que, con un pequeño tirón, sujeta la cometa que pretende alejarse, subir hasta la estratosfera y perderse, hacerse pedazos.
En esta mañana de lunes, a mediados de febrero de 2008, el sol no ha salido todavía. El cielo es de acero, opaco. Al acercarme a mi marido siento un dejo de malestar, aprensión. Sentado ante la mesa, Ray parece encorvado sobre el periódico, con los hombros hundidos, como si estuviera muy cansado; cuando le pregunto si pasa algo, se apresura a decir que no, ¡no!, salvo que se nota «raro», se ha despertado antes de las cinco de la mañana y no ha podido volver a dormirse; le costaba respirar tumbado; ahora está incómodo porque tiene calor, está sudoroso y parece que le falta el aliento…
Me cuenta estos síntomas en tono objetivo. El marido está trasladando a la mujer el enigma de qué explicación dar a esas cosas, si es que la tienen; como pasa con algunas emociones, demasiado descarnadas para definirlas, esa información sólo puede transmitirse al otro cónyuge, precavido, atento e hipervigilante.
La mayoría de las veces, la esposa es la custodia de esas cosas. Creo que así es. La esposa es la elegida para expresar alarma, miedo, preocupación; la esposa es la que llora.
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