Phillip Margolin - Jamás Me Olvidarán

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En Portland, Oregón, las esposas de varios destacados hombres de negocios han desaparecido sin dejar más rastro que una rosa negra con un simple mensaje: "Jamás me olvidaran".
Diez años antes, en Nueva York, se habían producido otras desapariciones similares, pero el asesino fue atrapado y el caso quedó cerrado.
Nancy Gordon, detective de homicidios del departamento de Policía de Nueva York y miembro original del grupo de investigación del "asesino de la rosa", lleva diez años acosada por pesadillas con un sádico asesino que, asegura, aún anda suelto…
Alan Page, abogado del distrito de Oregón, está tratando de encontrar sentido a la misteriosa serie de desapariciones. Una noche llama a su puerta Nancy Gordon con la intencion de contarle una terrrible historia…

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Darius tenía en el rostro una mirada de arrobamiento. Los ojos estaban fijos en una escena que ninguna persona en su sano juicio podía imaginar. Betsy sintió que se desarmaría si se movía.

– Yo las cambié de vacas pedigüeñas que eran a cachorritos obedientes. Ellas me pertenecían por completo. Las bañaba. Les daba de comer como a los perros, de un plato para canes. Tenían prohibido hablar a menos que se los dijera y la única vez que las dejaba era para que me rogaran que las castigara y que me agradecieran por el dolor. Al final hacían cualquier cosa por escapar al dolor. Suplicaban beber mi orina y me besaban los pies cuando las dejaba.

El rostro de Darius estaba tan tenso que Betsy pensó que se quebraría su piel. Una ola de náuseas le hizo revolver el estómago.

– Algunas de las mujeres se resistieron, pero pronto aprendieron que no podía haber negociaciones con Dios. Otras obedecieron de inmediato. Cross, por ejemplo. Ella no era ningún desafío. Una vaca perfecta. Tan dócil y falta de imaginación como un terrón de arcilla. Esa es la razón por la que la escogí para mi sacrificio.

Antes de que Darius comenzara a hablar, Betsy supuso que no había nada que él pudiera decir que ella no pudiera soportar, pero no deseaba oír más.

– ¿Le trajo paz su experimento? -le preguntó Betsy a Darius para que dejara de hablar de las mujeres. Tenía la respiración irregular y ella sentía la cabeza muy liviana. Darius se arrancó del trance en el que se encontraba.

– El experimento me provocó el más exquisito de los placeres, Tannenbaum. Los momentos compartidos con aquellas mujeres fueron los mejores momentos de mi vida. Pero Sandy encontró la nota y debió terminar. Había mucho peligro de s er descubierto. Luego me atraparon y después me liberaron. Aquella libertad fue exultante.

– ¿Cuándo fue la próxima vez que usted repitió el experimento, Martin? -preguntó fríamente Betsy.

– Nunca. Lo deseaba, pero aprendí de la experiencia. Tuve suerte una vez y no arriesgaría mi vida a la prisión o la pena de muerte.

Betsy miró fijo a Darius, con desprecio.

– Quiero que salga de mi oficina. No quiero volver a verlo más.

– No puede dejarme, Tannenbaum. La necesito.

– Contrate a Oscar Montoya o a Matthew Reynolds.

– Oscar Montoya y Matthew Reynolds son buenos abogados, pero no son mujeres. Apuesto a que ningún jurado creerá que una ardiente feminista representaría a un hombre que trató a una mujer de la manera en que el asesino trató a Reiser, Farrar o Miller. En un caso cerrado, usted es mi estímulo.

– Entonces, acaba de perder su estímulo, Darius. Es la persona más vil que jamás haya conocido. No deseo volver a verlo y menos aún defenderlo.

– Está renegando de nuestro trato. Le dije que no asesiné a Farrar, Reiser ni a Vicky Miller. Alguien me está tendiendo una trampa. Si me condenan, este caso se cerrará y usted será la responsable de la próxima víctima del asesino y de la que siga.

– ¿Piensa usted que le creeré después de lo que me contó, después de sus mentiras?

– Escuche, Tannenbaum -dijo Darius, que se inclinó sobre el escritorio y miró a Betsy con los ojos clavados en ella-, no asesiné a esas mujeres. Fui acorralado por alguien y estoy muy seguro de saber quién es ella.

– ¿Ella?

– Sólo Nancy Gordon sabe lo suficiente de este caso como para inculparme. Vicky, Reiser, esas mujeres jamás habrían sospechado de ella. Ella es mujer. Les mostraría su credencial. La dejarían pasar sin reparos. Esa es la razón por la que no hay signos de violencia en los escenarios del crimen. Probablemente fueron con ella deseosas y no supieron lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde.

– Ninguna mujer haría lo que les hicieron a esas mujeres.

– No sea inocente. Ella ha estado obsesionada conmigo desde Hunter's Point. Es probable que esté loca.

Betsy recordó lo que se había enterado de Nancy Gordon. La mujer había tratado de asesinar a Darius en Hunter's Point. Había dedicado su vida a encontrarlo. Pero, ¿acorralarlo de este modo? Por lo que sabía, era más probable que Gordon hubiera ido adonde se hallaba Darius y Ie hubiese disparado.

– No lo creo.

– Usted sabe que Vicky abandonó el hotel Hacienda a las dos treinta. Yo estuve con Russell Miller y otras personas en la agencia de publicidad hasta casi las cinco.

– ¿Quién puede darle una coartada después de que usted se marchó de la agencia?

– Desafortunadamente, nadie.

– No haré esto. Usted representa todo lo que yo encuentro repulsivo en la vida. Aun cuando no matara a las mujeres de Portland, sí cometió aquellos crímenes inhumanos en Hunter's Point.

– Y usted será la responsable de que se asesine a otra víctima en Portland. Piénselo, Tannenbaum. Ahora no existe ningún caso contra mí. Eso significa que otra mujer deberá morir para suministrarle al Estado evidencia que pueda utilizar para condenarme.

Esa noche, Kathy se acurrucó cerca de Betsy, con la atención puesta en un dibujo animado. Betsy le besó la parte superior de la cabeza y se preguntó cómo esta escena llena de paz podía coexistir con una realidad en donde las mujeres, acurrucadas en la oscuridad, esperaban que un torturador les ofreciera un dolor insoportable. ¿Cómo podía ella reunirse con un hombre como Martin Darius y sentarse a mirar Disney con su hija, en su hogar, sin perder la cordura? ¿Cómo pudo Peter Lake pasar la mañana como el dios del horror de una retorcida fantasía y por la noche jugar con su pequeña hija?

Betsy deseó que hubiera una sola realidad: en la que ella y Rick se sentaran a mirar Disney con Kathy acurrucada entre los dos. En la que pensó era la realidad antes de que Rick se marchara y ella conociera a Martin Darius.

Betsy siempre había sido capaz de separar su vida del trabajo. Antes de Darius, sus clientes con causas en la justicia criminal eran más patéticos que aterradores. Ella representaba a ladrones de negocios, conductores borrachos, rateros y a delincuentes juveniles asustados. Todavía mantenía relación amistosa con las dos mujeres que había salvado de cargos de homicidio. Aun cuando traía trabajo a su casa, lo veía como algo que era temporario. Darius estaba en el alma de Betsy. La había cambiado. Ya no creía que estaba segura. Y mucho peor: sabía que tampoco Kathy estaba segura.

Capítulo 22

1

El San Judas tenía más el aspecto de un exclusivo colegio privado que de una clínica psiquiátrica. Una alta pared cubierta de hiedra se adentraba en profundos bosques. El edificio de la administración, que una vez había sido el hogar del millonario Alvin Piercy, era de ladrillos rojos, con ventanas en nichos y arcos góticos. Piercy, un devoto católico, murió soltero en 1916 y dejó su fortuna a la Iglesia. En 1923, la mansión se convirtió en un retiro para sacerdotes que necesitaban de un lugar para meditar. En 1953 se construyó detrás de la casa un moderno y pequeño hospital psiquiátrico, que se transformó en el hogar de la administración de San Judas. Desde el portón de entrada, Reggie Steward vio este edificio a través de las ramas graciosas cubiertas de nieve de unos árboles que estaban diseminados por el terreno. En otoño, el parque debía ser una alfombra verde y las ramas de aquellos árboles estarían cargadas de rojos y dorados.

La oficina de la doctora Margaret Flint se encontraba al final de un pasillo, en el segundo piso. La ventana no daba al hospital sino al bosque. La doctora Flint era una mujer con un anguloso rostro de caballo y cabello gris que le llegaba a los hombros.

– Gracias por recibirme -dijo Steward.

La doctora le respondió con una amistosa sonrisa que suavizaba sus rasgos caseros. Le dio un fuerte apretón de manos, luego lo invitó a sentarse en uno de los dos sillones que estaban junto a una mesa ratona.

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