Joseph Finder - Paranoia

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Adam Cassidy tiene veintiséis años y odia su empleo miserable en una compañía tecnológica, pero su vida cambia por completo cuando le ofrecen convertirse en espía infiltrado en la Trion Systems, el principal competidor de su empresa. Sus superiores le preparan, le proporcionan información sobre su nueva empresa y, en cuanto empieza a trabajar en ella, se convierte en empleado estrella ascendiendo rápidamente a puestos de gran responsabilidad. Ahora su vida es perfecta: adora su trabajo, conduce un Porsche y tiene una novia que quita el sueño; lo único que tiene que hacer para mantener las cosas como están es traicionar a todos los que le rodean.
«Ha llegado el nuevo Grisham… Paranoia es un thriller magistralmente narrado y tremendamente absorbente» People Magazine

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Salí de la página y volví a entrar usando la identificación y lo contraseña de Nora. Eran las dos de la madrugada, y supuse que no estaría conectada. Era un buen momento para tratar de entrar en sus correos archivados, revisarlos y bajar cualquier cosa relacionada con el Aurora, si es que había algo.

Pero me salía contraseña inválida, por favor reintente.

Volví a escribir su contraseña, con más cuidado esta vez, pero volvió a salirme contraseña inválida. Esta vez estaba seguro de no haberme equivocado.

Había cambiado su contraseña.

¿Por qué?

Cuando por fin me fui a la cama, mientras repasaba las posibles razones por las que Nora hubiera cambiado su contraseña, la cabeza me iba a mil por hora. Tal vez el vigilante, Luther, había pasado una noche por su despacho; esperaba encontrarse conmigo para hablar de Mustangs, y en cambio se había encontrado con Nora, que se había quedado a trabajar hasta tarde. Se habría preguntado qué hacía ella en ese despacho, e incluso -no era del todo improbable- la habría interrogado. Y luego le habría dado una descripción y ella lo habría comprendido todo; no habría tardado ni dos segundos.

Pero si era eso lo ocurrido, Nora no se habría limitado a cambiar su contraseña, ¿o sí? Habría hecho mucho más. Habría querido saber qué hacía yo en su despacho sin su permiso. No quise imaginar adónde podía llevar todo aquello.

O tal vez no hubiera malicia alguna en ello. Tal vez ella cambiaba su contraseña rutinariamente, como debían hacerlo cada sesenta días todos los empleados de Trion.

Tal vez no fuera más que eso.

No dormí bien, y tras un par de horas de dar vueltas en la cama, decidí levantarme, darme una ducha e irme al trabajo. El asunto Goddard estaba terminado; era el asunto Wyatt, el espionaje, lo que iba muy, pero muy atrasado. Si llegaba al trabajo suficientemente temprano, tal vez podría averiguar algo acerca del Aurora.

Me miré al espejo al salir. Estaba hecho polvo.

– ¿Levantado ya? -dijo Carlos, el conserje, mientras mi Porsche se detenía frente a la acera-. No puede seguir con este horario, señor Cassidy. Va a ponerse malo.

– Qué va -dije-. Me mantiene en forma.

Capítulo 49

Poco después de las cinco, el parking de Trion estaba prácticamente vacío. Era raro estar allí a esas horas en que el lugar estaba poco menos que desierto. Las luces fluorescentes zumbaban y lo bañaban todo con una especie de niebla verdosa, y olía a gasolina y a aceite de motor y a las demás cosas que gotean de los coches: líquido de frenos, anticongelante, acaso un poco de soda, una Mountain Dew derramada. Mis pasos hacían eco.

Cogí el ascensor del fondo para subir a la séptima planta, que también estaba desierta, y caminé hacia mi despacho por la oscuridad del corredor ejecutivo, pasando frente al despacho de Colvin, el de Camilletti, los de otra gente a la que aún no había conocido, hasta llegar al mío. Todos los despachos estaban cerrados, las luces apagadas. No había nadie todavía.

Mi despacho era un mero futurible: por ahora no tenía más que un escritorio desnudo, sillas y un ordenador, una alfombrilla para el ratón con el logo de Trion, un archivador sin nada archivado, una cómoda de oficina con un par de libros. Parecía el despacho de un itinerante, un nómada, alguien que podría levantarse e irse en mitad de la noche. Necesitaba con urgencia un toque de personalidad, fotos enmarcadas, artículos deportivos coleccionables, algo jocoso o gracioso, algo inspirador y serio. Necesitaba una impronta. Tal vez cuando hubiera recuperado un poco de sueño haría algo al respecto.

Escribí mi contraseña, me conecté a la red, abrí el correo por segunda vez. En algún momento de las últimas horas habían enviado un correo general a los empleados de Trion en todo el mundo, pidiéndoles que a las cinco de la tarde, hora Este, se conectaran al sitio web de la empresa, «para ver un anuncio importante del presidente ejecutivo Augustine Goddard». Eso bastaría para poner en marcha la fábrica de rumores. Los correos electrónicos irían de un lado a otro. Me pregunté cuánta de la gente de arriba sabía la verdad (el grupo, curiosamente, me incluía a mí). No mucha, eso seguro.

Goddard había mencionado que Aurora, el proyecto alucinante del que se negaba a hablar, era territorio de Paul Camilletti. Me pregunté si había algo en la biografía oficial de Camilletti que pudiera echar un poco de luz sobre Aurora, así que introduje su hombre en el directorio de la compañía.

Su foto estaba allí, severa y adusta y, sin embargo, era más apuesto que en persona. Una pequeña biografía: nacido en Geneseo, Nueva York, educado en escuelas públicas del norte del estado -traducción: probablemente no era de familia adinerada-, Swathmore, Harvard Business School, carrera meteórica en una empresa de electrónica de consumo que en su momento fue rival importante de Trion pero luego fue adquirida por Trion. Vicepresidente sénior de Trion en menos de un año, antes de ser nombrado jefe de servicios financieros. Todo un hombre en alza. Hice clic en los enlaces para ver quiénes eran sus subordinados y apareció un pequeño arbolito que mostraba todas las divisiones y unidades que estaban debajo de él.

Una de las unidades era la de Investigación de Tecnologías Disruptivas, que dependía directamente de él. Alana Jennings era la directora de marketing.

Paul Camilletti supervisaba directamente el proyecto Aurora. De repente, este hombre se había vuelto muy, muy importante.

Pasé por su despacho con el corazón latiéndome a mil por hora y no había, por supuesto, ni rastro de él. No a las cinco y cuarto de la mañana. También me di cuenta de que el personal de limpieza ya había pasado por allí: había una bolsa de basura nueva en la papelera de su asistente, y sobre la alfombra se veían las líneas del aspirado, y el lugar olía todavía a productos de limpieza.

Y no había nadie en el corredor; probablemente no había nadie en toda la planta.

Estaba a punto de cruzar la línea, de tomar un riesgo mucho más elevado.

No me preocupaba tanto que apareciera un guardia de seguridad. Diría que era el nuevo asistente de Camilletti. ¿Qué iban a saber ellos?

Pero ¿qué pasaría si la asistente de Camilletti llegaba temprano para adelantar trabajo? O, lo que era más probable, ¿qué pasaría si el mismo Camilletti decidía comenzar temprano? Después de un anuncio tan importante, era posible que tuviera que empezar a hacer llamadas, escribir correos electrónicos, mandar faxes a las sedes europeas de Trion, que estaban seis o siete horas por delante. A las cinco y media de la mañana, era mediodía en Europa. Cierto, Camilletti podría escribir sus correos desde casa; pero yo no podía desestimar la posibilidad de que hoy llegara a su despacho más temprano que de costumbre.

Me di cuenta de que introducirme en su despacho, hoy, era asumir un riesgo descabellado.

Pero por alguna razón decidí hacerlo de todas formas.

Capítulo 50

Pero la llave del despacho de Camilletti no aparecía por ninguna parte.

Busqué en los lugares habituales: todos los cajones del escritorio de su asistente, dentro de las plantas y el bote de clips, incluso en los archivadores. Su mesa estaba en el pasillo, totalmente desprotegida, y empecé a ponerme nervioso mientras fisgoneaba en un lugar con el que no tenía nada que ver. Miré detrás del teléfono. Bajo el teclado, bajo el ordenador. ¿Estaba escondida en la parte inferior de los cajones? No. ¿Bajo el escritorio? Nuevamente, no. Había una pequeña sala de espera junto al escritorio: en realidad no era más que un sofá, una mesa baja y un par de sillas. Eché una mirada por allí, pero nada. La llave no aparecía.

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