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Ken Follett: La Caída De Los Gigantes

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Ken Follett La Caída De Los Gigantes

La Caída De Los Gigantes: краткое содержание, описание и аннотация

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La caída de los gigantes sumerge al lector en una historia cargada de épica. Ésta primera novela, que forma parte de una trilogía, sigue los destinos de cinco familias diferentes a lo largo y ancho del mundo. Desde América a Alemania, Rusia, Inglaterra y Gales, Follet sigue la evolución de sus personajes a través de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y las primeras luchas por los derechos de la mujer. Como siempre, Follet pone un especial interés por su tierra natal, Gales, al comenzar con la historia de Billy Williams, un sencillo minero; en América encontramos a Gus Dewar, un estudiante de derecho con el corazón partido por un desengaño amoroso. En Rusia, dos hermanos huérfanos, Grigori y Lev se ven en medio de una revolución que trastoca sus vidas y acaba por separar sus caminos. Como nudo entre las historias encontramos a la hermana de Williams, quien trabaja en Inglaterra como ama de llaves de Lady Fitzherbert, enamorada de un espía alemán, Walter von Ulrich. Poco a poco estos personajes irán encontrándose a medida que la inmensa maquinaria creada por Follet avance, tan deprisa y violenta como el principio del siglo XX en el que se ven inmersos. En los siguientes volúmenes de la trilogía, Follet seguirá con las mismas familias, creando un gran texto generacional con el que escribir y retratar uno de los siglos más terribles y maravillosos de la historia de la humanidad.

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– ¿Cómo van las cosas en la casa grande?

– Todo bien, sin novedades – contestó ella -. El conde y la princesa están en Londres, para la coronación. – Consultó el reloj de la repisa de la chimenea -. Se levantarán pronto, tienen que estar en la abadía muy temprano. A ella no le va a hacer ninguna gracia, claro, porque no está acostumbrada a madrugar, pero no puede presentarse tarde ante el mismísimo rey. – La esposa del conde, Bea, era una princesa rusa de ilustre cuna.

– Querrán sentarse delante, para poder ver mejor el espectáculo – dijo el padre.

– No, no… no puedes sentarte donde tú quieras – aclaró Ethel -. Han encargado la fabricación especial de seis mil sillas de madera de caoba con los nombres de los invitados en letras doradas en el respaldo.

– ¡Pues menudo derroche! – exclamó el abuelo -. ¿Y qué piensan hacer con ellas luego, eh?

– No lo sé, a lo mejor se las llevan a casa como recuerdo.

– Diles que nos manden alguna que les sobre – dijo el padre con sequedad -. Aquí solo somos cinco, y tu pobre madre tiene que quedarse de pie.

Cuando el padre de Billy se ponía sarcástico, casi siempre significaba que, en el fondo, estaba realmente enfadado. Ethel se puso en pie de un salto.

– Lo siento, mamá, no me había dado cuenta…

– Quédate dónde estás, estoy demasiado ocupada para sentarme – repuso su madre.

El reloj dio las cinco.

– Billy, hijo mío, más vale estar allí pronto – dijo el padre -. Será mejor que te pongas en marcha.

Billy se levantó de mala gana y recogió su almuerzo.

Ethel lo besó de nuevo y el abuelo le estrechó la mano. Su padre le tendió dos clavos de quince centímetros, oxidados y un poco torcidos.

– Guárdatelos en el bolsillo de los pantalones.

– ¿Para qué son? – quiso saber el muchacho.

– Ya lo verás – le contestó el padre, sonriendo.

La madre le dio a Billy una botella de litro con tapón de rosca, llena de té frío con leche y azúcar, y le dijo:

– Bueno, Billy, no olvides que Jesús está siempre contigo, incluso abajo en la mina.

– Sí, mamá.

Vio una lágrima en los ojos de su madre y se volvió rápidamente, porque a él también le entraban ganas de llorar. Tomó su gorra del colgador.

– Hasta luego, entonces – dijo, como si solo fuera a la escuela, y salió por la puerta principal.

Había sido un verano soleado y caluroso hasta entonces, pero ese día en concreto estaba nublado y parecía incluso a punto de llover. Tommy estaba apoyado en el muro de la casa, esperando.

– Eh, Billy – saludó.

– Hola, Tommy.

Echaron a caminar juntos por la calle.

Billy había aprendido en la escuela que, antiguamente, Aberowen había sido una población pequeña con un mercado que servía a los granjeros de los alrededores. Desde lo alto de Wellington Row se veía el viejo núcleo comercial, con los corrales abiertos para las transacciones ganaderas, el edificio de la lonja de la lana y la iglesia anglicana, todo en la misma ribera del río Owen, que era poco más que un arroyo. Ahora, una línea ferroviaria atravesaba la ciudad como una cicatriz, e iba a morir a la entrada de la mina. Las viviendas de los mineros habían ido extendiéndose por las laderas del valle, centenares de casas de piedra gris con tejados de pizarra galesa de un gris más oscuro. Estaban construidas a lo largo de hileras serpenteantes que seguían el contorno de las pendientes, y las hileras estaban atravesadas por unas callejuelas más cortas que se precipitaban en vertical hacia el fondo del valle.

– ¿Con quién crees que vas a trabajar? – le preguntó Tommy.

Billy se encogió de hombros. Los muchachos nuevos se asignaban a uno de los ayudantes del capataz de la mina.

– Ni idea.

– Yo espero que me pongan en los establos. – A Tommy le gustaban los caballos. En la mina vivían unos cincuenta ponis que tiraban de las vagonetas que llenaban los mineros, arrastrándolas por los raíles del ferrocarril -. ¿Qué trabajo te gustaría hacer?

Billy esperaba que no le diesen una tarea demasiado pesada para su físico de niño, pero no estaba dispuesto a admitirlo en voz alta.

– Engrasar las vagonetas – contestó.

– ¿Por qué?

– Parece fácil.

Pasaron por delante de la escuela de la que, hasta el día anterior, habían sido alumnos. Se trataba de un edificio victoriano con ventanas ojivales como las de una iglesia. Había sido erigido por la familia Fitzherbert, tal como el director se encargaba de recordar de forma incansable a los alumnos. El conde aún contrataba personalmente a los maestros y decidía el contenido del programa académico. Las paredes estaban repletas de cuadros de heroicas victorias militares, y la grandeza de Gran Bretaña era un tema constante. En la clase sobre las Escrituras con la que daba comienzo cada jornada escolar se impartían estrictas doctrinas anglicanas, a pesar de que casi todos los niños provenían de familias pertenecientes a sectores disidentes, escindidos de la Iglesia anglicana, también llamados no conformistas. Había una junta escolar de la que formaba parte el padre de Billy, pero carecía de poder auténtico y sus funciones se limitaban únicamente a aconsejar y asesorar. El padre del chico aseguraba que el conde trataba la escuela como si fuese una propiedad personal.

En su último año de estudios, Billy y Tommy habían aprendido las nociones básicas de la minería, mientras que las chicas aprendían a coser y a guisar. A Billy le había sorprendido descubrir que el suelo que había bajo sus pies estaba formado por capas de distintas clases de tierra, como si hubiera un montón de emparedados apilados unos encima de otros. Una «veta de carbón», una expresión que había oído toda su vida sin entenderla realmente, era una de dichas capas. También le habían explicado que el carbón estaba hecho de hojas muertas y otras clases de materia vegetal, acumuladas durante años y años y comprimidas por el peso de la tierra que tenían encima. Tommy, cuyo padre era ateo, aseguraba que eso demostraba que lo que decía la Biblia era mentira, pero el padre de Billy afirmaba que solo era una interpretación.

La escuela estaba vacía a aquellas horas, y el patio del recreo, también desierto. Billy se sentía orgulloso de haber dejado atrás la escuela, aunque una pequeña parte de su ser deseaba poder volver allí en lugar de tener que bajar al pozo.

A medida que iban aproximándose a la mina, las calles empezaron a llenarse de mineros, todos con su caja de hojalata y una botella de té. Iban vestidos igual, con trajes viejos de los que se despojarían en cuanto llegasen a su lugar de trabajo. Algunas minas eran muy frías, pero en la de Aberowen hacía mucho calor, y los hombres trabajaban en ropa interior y con botas, o con los pantaloncillos de hilo basto a los que llamaban bannickers. Todos llevaban una gorra acolchada siempre, porque los techos de los túneles eran muy bajos y era fácil golpearse la cabeza.

Por encima de las casas, Billy vio el cabrestante, una torre coronada por dos ruedas de grandes dimensiones que rotaban en sentido opuesto, tirando de los cables que subían y bajaban la jaula. En todas las cuencas mineras de Gales del Sur se veían estructuras similares de brocales de mina, del mismo modo en que las agujas de las iglesias dominaban las localidades y aldeas agrícolas.

Había otras construcciones diseminadas alrededor de la boca de la mina, como si hubiesen caído allí por casualidad: la lamparería, las oficinas, la herrería, los almacenes… Las líneas ferroviarias serpenteaban entre los edificios. Por el suelo aparecían desperdigados varios vagones averiados, viejos travesaños resquebrajados, sacos de comida y piezas de maquinaria oxidada y en desuso, todo cubierto por una capa de polvo de carbón. El padre de Billy decía siempre que habría menos accidentes si los mineros tuvieran las cosas más ordenadas.

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