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John Gardner: Muerte En Hong Kong

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John Gardner Muerte En Hong Kong

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– Muy bien, pues, vamos allá.

Bond regresó junto a los oficiales de la Flotilla Especial de Lanchas, el capitán Dave Andrews y el alférez de navío Joe Preedy, ambos pertenecientes al cuerpo de la Armada. Juntos repasaron rápidamente las instrucciones, repitiendo cada uno de ellos su papel en el plan de contingencia en el caso de que algo fallara. Arrastraron la lancha inflable, las hélices y el pequeño y ligero motor hasta la escala metálica que conducía a la escotilla de proa y, desde allí, a la cubierta y al frío del Báltico. Dos marineros vestidos con trajes impermeables los aguardaban al pie de la escala, uno de ellos preparado para subir en cuanto recibiera la orden.

En la sala de control, el capitán de corbeta Stewart, volvió a echar un rápido vistazo a través del periscopio y, mientras éste bajaba, ordenó emerger hasta la cubierta, y «luz negra». En cuanto se cumplió la segunda orden, el interior del barco quedó completamente a oscuras, exceptuando el resplandor de los instrumentos de la sala de control y el ocasional destello de alguna linterna roja protegida por una pantalla. Una de ellas la llevaba el marinero que aguardaba al pie de la escala. Éste subió a toda prisa en cuanto oyó anunciar en voz baja a través de los altavoces:

– ¡Cubierta en superficie!

El marinero abrió la escotilla de proa. Un aire glacial penetró a través del pequeño círculo de arriba. Joe Preedy subió el primero por la escala, ayudado por el débil resplandor rojizo de la linterna del marinero. A medio subir, Dave Andrews tomó un extremo de la lancha inflable, se lo pasó Bond, la izó hasta Preedy y, junto con éste, levantó la pesada lancha hasta la cubierta. Bond les siguió y el marinero le pasó las hélices y el ligero motor, el cual formaba parte del equipo secreto de la Flotilla Especial de Lanchas. Fácil de manejar y provisto de unas pequeñas palas de hélice, el motor IPI puede funcionar con gran eficacia y en un silencio casi absoluto, utilizando el combustible de un depósito de cierre automático acoplado a la parte trasera de la lancha.

Por último, Bond le pasó el tubo del aire a Preedy y, cuando alcanzó la resbaladiza cubierta metálica, la lancha inflable ya se había convertido en una alargada embarcación, provista de asientos bajos como los de los vehículos deportivos y unos asideros para las manos.

Bond comprobó que el transceptor estuviera firmemente sujeto a su traje impermeable y permaneció de pie en cubierta, mientras los dos hombres de la FEL lanzaban la embarcación al agua. El marinero Sostuvo un cabo desde la redondeada proa hasta que las hélices y el IPI fueron trasladados a la lancha. Después, Bond se deslizó desde la cubierta del submarino a la popa de la lancha. El marinero soltó el cabo y la lancha se alejó del submarino.

Bond efectuó una rápida lectura de la brújula luminosa que llevaba colgada del cuello, les indicó los datos a los hombres de la FEL, dejó la brújula en una cavidad de plástico de la lancha y, utilizando su paleta a modo de timón, dio la orden de avanzar. Remaron con anchas paladas regulares y consiguieron alcanzar una considerable velocidad en medio de las negras aguas. Al cabo de dos minutos, Bond comprobó el rumbo y, en aquel momento, oyó el silbido del agua provocado por la inmersión del submarino. A su alrededor, la noche se mezclaba con el mar y tardaron casi media hora en distinguir la costa de la Alemania del Este, tras remar sin descanso y controlar constantemente el rumbo. Tardarían un buen rato en llegar a la orilla. En caso de que todo fuera bien, podrían utilizar el motor para regresar a toda prisa al submarino.

Pasada más de una hora, alcanzaron la costa y se dirigieron a la pequeña ensenada, cuya blanca arena destacaba en medio de la oscuridad circundante. Penetraron en ella ojo avizor porque su situación era sumamente vulnerable. En la popa, Andrews levantó la linterna sin la pantalla y efectuó dos rápidas señales de Morse hacia la estrecha franja de arena. Inmediatamente recibieron una respuesta consistente en cuatro largas señales luminosas.

– Aquí están -murmuró Bond.

– Así lo espero -masculló Preedy.

Cuando la embarcación ya estaba a punto de alcanzar la orilla, Andrews saltó al agua y tomó el cabo de proa para guiar la lancha. Dos figuras se acercaron corriendo a la orilla.

Meine Ruh' ist hin -Bond se sintió un poco ridículo, citando a Goethe, un poeta del que apenas sabía nada, en mitad de la noche y en una desierta playa de la Alemania del Este-. He perdido la paz.

Mein Herz ist schwer -contestó una de las figuras de la orilla, completando la rima-. Mi corazón está triste.

Los tres hombres ayudaron a la pareja a subir a bordo y la acomodaron rápidamente en el centro de la lancha. Andrews haló el cabo de proa para invertir la lancha, mientras Bond marcaba el rumbo en el compás. Al cabo de unos segundos, se alejaron remando. Treinta minutos más tarde, pondrían en marcha el motor y emitirían la primera señal para el submarino que aguardaba.

En la sala de control, el operador del sonar había seguido su avance por medio de un dispositivo de señales de corta distancia instalado en la lancha. Al mismo tiempo, controlaba la zona circundante mientras su compañero hacía lo propio a una escala más vasta.

– Parece que ya vuelven, señor -dijo el operador de sonar de mayor antigüedad.

– Cuando pongan el motor en marcha, hágamelo saber.

Stewart parecía nervioso. No tenía ni idea de lo que se llevaban entre manos los tipejos y la verdad es que tampoco deseaba saberlo. Sólo esperaba la vuelta de sus pasajeros sanos y salvos en compañía de quienquiera que llevaran consigo, y un regreso a la base sin el menor contratiempo.

– Sí, señor. Creo que… Oh, Dios mío… -el operador del Sonar se detuvo en seco en cuanto oyó la señal a través de los auriculares y vio la señal visual en la pantalla-. Tienen compañía. Marcación cero siete cuatro. Viene desde detrás del promontorio situado a estribor. Una embarcación rápida y ligera. Me parece que es un Pchela.

Stewart soltó una maldición, cosa que hacía muy de tarde en tarde en presencia de la tripulación. Un Pchela era un aerodeslizador de fabricación rusa. Aunque ya eran muy anticuadas y llevaban dos ametralladoras de 13 milímetros y un viejo radar de reconocimiento tipo Pot Drum, aquellas embarcaciones eran extraordinariamente rápidas tanto en los bajíos como en mar picada.

– Es un Pchela, señor, y se está acercando a ellos rápidamente -dijo el operador del sonar.

En la lancha inflable, oyeron el rugido de los motores de la patrullera en cuanto abandonaron la orilla y se alejaron remando.

– ¿Utilizamos el motor y vamos por él? -le preguntó Dave Andrews a Bond.

– No lo conseguiremos.

Bond sabía lo que hubieran tenido que hacer y no le gustaban las consecuencias que de ello hubieran podido derivarse.

– Deja que se sitúe al lado y prepárate para el choque -dijo Andrews, ahorrándole la molestia de tomar una decisión-. No me esperes. ¡Regresaré por mi cuenta a tierra siempre y cuando no me alcance la mina magnética!

Andrews saltó rápidamente y desapareció en el agua.

Bond sabía que Andrews llevaba dos pequeñas cargas magnéticas que, convenientemente colocadas, abrirían unos boquetes en los depósitos de combustible del aerodeslizador. También sabía que, probablemente, harían saltar en pedazos al hombre de la FEL.

En aquel instante, la luz de un reflector les alcanzó de lleno mientras la patrullera aminoraba la velocidad, hundiéndose en el agua desde las hojas acopladas a la parte inferior del casco para posar la proa sobre la superficie. Se escuchó una orden en alemán a través del megáfono.

– ¡Alto! ¡Alto! Vamos a subir a bordo para que nos indiquen el asunto que les trae. Es una orden militar. Si no se detienen, abriremos fuego. ¡Arriba las manos!

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