Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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Pero ¿qué otra cosa podía hacer Paul? Debía pensar que el coronel se presentaría. Y estaba convencido de que en verdad sería así. Todo cuanto había descubierto sobre ese hombre revelaba que no faltaba a sus obligaciones. El norteamericano se apeó del camión. Después de quitarse el abultado uniforme azul grisáceo y la gorra, los dobló pulcramente para depositarlos en el asiento delantero, bajo el cual había escondido también otro atuendo, por si necesitaba cambiar nuevamente de identidad para escapar. Luego se vistió deprisa con las ropas de trabajo que había robado del almacén.

Finalmente recogió el fusil y las municiones y se adentró en la parte más densa del bosque; avanzaba tan en silencio como le era posible. Atravesó poco a poco aquella arboleda tranquila y fragante: con cautela al principio, pues esperaba encontrarse con más guardias o soldados, sobre todo después del atentado de esa tarde contra la vida de Ernst. Le sorprendió no ver nada de eso. Ya más cerca de los edificios, aún entre la maleza, vio gente y vehículos cerca de una de las construcciones, que un letrero identificaba como la número 5, la que buscaba. A unos treinta metros de la entrada se veía un sedán Mercedes negro. Junto al coche, un hombre que vestía el uniforme de la SS miraba en derredor, vigilante, con una ametralladora al hombro. ¿Sería el coche de Ernst? El reflejo de las ventanillas no permitía ver el interior.

Paul advirtió también un pequeño camión cerrado y un autobús, cerca del cual diez o doce muchachos vestidos de paisano jugaban al fútbol con un soldado de uniforme gris. Otro soldado, apoyado contra el autobús, observaba el partido y animaba a uno y otro equipo.

¿Qué motivo podía tener alguien tan importante como Ernst para reunirse con unos cuantos estudiantes? Tal vez eran un grupo escogido de futuros oficiales; en verdad parecían modelos de nacionalsocialistas: blancos, rubios y en muy buena forma física. Quienesquiera que fuesen, cabía suponer que Ernst los vería en el aula; para eso debería recorrer a pie la distancia que separaba el Mercedes del edificio 5. Paul tendría tiempo de sobra para despacharlo. Sin embargo, desde donde se encontraba en esos momentos no disponía de un buen ángulo para disparar. Los árboles y la maleza ondeaban en el viento caliente; no sólo le dificultaban la visión de su presa, sino que podían desviar la bala.

Se abrió la portezuela del Mercedes y de él bajó un hombre calvo, de americana marrón. Paul miró hacia el asiento trasero, detrás de él. ¡Sí! Allí dentro estaba Ernst. Luego la portezuela se cerró, ocultándole al coronel, que seguía dentro del coche. El hombre de marrón, cargado con una gran carpeta, marchó hacia un segundo vehículo, un Opel aparcado cerca de Paul, al pie de la colina boscosa. Después de poner la carpeta en el asiento trasero, regresó al otro lado del campo.

El sicario desvió su atención hacia el Opel; estaba desocupado. El vehículo le proporcionaría una buena posición para disparar; allí estaría a cubierto del fuego de los soldados y, cuando iniciara el regreso hacia su camión para escapar, llevaría una ventaja considerable.

Sí, ese coche sería su escondite de caza. Con el máuser bajo el brazo, Paul avanzó con lentitud, entre el suave zumbido de los insectos, el crujir de la polvorienta vegetación de verano y las risas de los muchachos, que disfrutaban de su partido de fútbol.

Las resistentes ruedas del Auto Union traqueteaban a lo largo de la carretera, a unos míseros sesenta kilómetros por hora; el vehículo se sacudía furiosamente, aunque el pavimento era liso como un espejo. Se oyó una descarga del tubo de escape y el motor jadeó pidiendo aire. Willi Kohl graduó el estárter v volvió a acelerar. El coche se estremeció, pero al fin cogió un poco de velocidad.

Tras salir del edificio de la Kripo a través de la puerta prohibida (en un desafío estúpido, sí), el inspector había ido caminando al hotel Metropol. Al aproximarse oyó música: en el magnífico vestíbulo, las notas compuestas por Mozart hacía tantos años danzaban en las cuerdas de un cuarteto de cámara.

A través de las ventanas pudo ver las arañas refulgentes, los murales con escenas de El anillo de los nibelungos, de Wagner, los camareros vestidos con pantalones perfectamente negros y chaquetas perfectamente blancas, que llevaban en equilibrio sus bandejas de plata. Y siguió de largo, sin siquiera detenerse ante el hotel. Sabía desde un principio que Paul Schumann mentía cuando le dijo que se alojaría allí. Su investigación había revelado que ese norteamericano se sentía a gusto, no entre el champán, las limusinas y Mozart, sino con salchichas y cerveza Pschorr. Calzaba zapatos gastados y le gustaba el boxeo. Tenía algunos contactos con los rufianes de la zona que rodeaba la plaza Noviembre de 1923. Un hombre capaz de enfrentarse a puño limpio con cuatro Camisas Pardas no se alojaría en un sitio tan fino como el Metropol. Y tampoco podía pagarlo.

Sin embargo ese lugar había sido el primero que se le había ocurrido cuando Kohl le preguntó cuál sería su nueva dirección; eso indicaba que debía de haberse fijado en él poco antes. Y puesto que la pensión de la señorita Richter estaba a buena distancia, resultaba lógico que lo hubiera visto en su trayecto hacia Berlín Norte, el barrio bajo que se iniciaba cien metros más allá del hotel. Esa zona sí era más acorde con el temperamento y las preferencias de Paul Schumann.

El distrito era grande; en circunstancias normales habrían hecho falta cinco o seis investigadores para recorrer todos los locales y reunir información sobre un sospechoso. Pero Kohl había encontrado ciertas pruebas que, según creía, lo ayudarían a reducir considerablemente la búsqueda. En la pensión había encontrado, en los bolsillos del norteamericano, unas cerillas baratas, metidas en una cajetilla de tabaco alemán. Kohl las conocía. Las veía a menudo entre las pertenencias de otros sospechosos, que las recogían en establecimientos de los barrios bajos de la ciudad, como Berlín Norte.

Tal vez Schumann no tuviera contacto alguno allí, pero era un buen lugar para iniciar la búsqueda. Armado con el pasaporte del norteamericano, Kohl había recorrido la parte sur del vecindario; tras verificar que las cerillas que regalaban eran las mismas, mostraba la foto del hombre a los camareros y los encargados de los bares.

«No, inspector, lo siento… De verdad, no he visto a nadie así, pero estaré alerta. Heil… Heil Heil Heil…».

Probó en un restaurante de la calle Dragoner. Nada. Luego, unas cuantas puertas más allá, en un club de la misma calle. Después de mostrar su credencial al hombre de la entrada pasó al bar. Sí, las cerillas eran las mismas que tenía Schumann. Recorrió varias salas mostrando el pasaporte del norteamericano, por si alguien lo hubiera visto. Los clientes de paisano estaban tan «ciegos» como cabía esperar; los de la SS, típicamente reacios a colaborar. (Uno le ladró: «Quítate, Kripo, que no me dejas ver el espectáculo».)

Pero al fin mostró la foto a una camarera y los ojos de la mujer relampaguearon de ira.

– ¿Lo conoce? -preguntó Kohl.

Ach , ¿que si lo conozco? Sí, sí.

– ¿Su nombre, señorita…?

– Liesl. Él dijo que se llamaba Hermann, pero ya veo que era mentira. -Señalaba el pasaporte con la cabeza-. No me extraña. Ha estado aquí hace apenas una hora, con ese sapo que lo acompaña, Otto Webber.

– ¿Quién es ese Webber?

– ¿No se lo he dicho? Un sapo.

– ¿Qué hacían aquí?

– Lo que todo el mundo. Beber, conversar… ach , y coquetear. El tío coquetea con una y luego la rechaza fríamente. Qué crueldad. -A Liesl se le sacudió la nuez; Kohl dedujo la triste historia-. ¿Lo arrestará usted?

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