Sin embargo a Willi Kohl se le decía que no era así. Que en ese país las leyes del universo eran algo diferentes. La muerte de esas familias, de esos trabajadores, quedaba borrada. Porque, si hubieran sido reales, la gente honrada no podría descansar sin haber comprendido esa pérdida, sin haberla llorado y (eso incumbía a Kohl) sin haberla vengado.
El inspector colgó su sombrero en la percha y se sentó pesadamente en la silla desvencijada. Echó un vistazo a las cartas y telegramas recibidos. Nada que se relacionara con Schumann. Con su monóculo de aumento, comparó personalmente las huellas que Janssen había tomado a Taggert con las fotos de las que había encontrado en los adoquines del pasaje Dresden. Eran iguales. Eso lo alivió un poco; significaba que Taggert era, en verdad, el asesino de Reginald Morgan; el inspector no había dejado en libertad a un homicida.
Era una suerte poder compararlas por sí mismo. Un mensaje del Departamento de Identificación le informaba de que todos los examinadores y analistas habían recibido órdenes de abandonar cualquier investigación de la Kripo para ponerse a disposición de la Gestapo y la SS, a la luz de «novedades referidas a la alerta de seguridad».
Se acercó al escritorio de Janssen, quien le informó de que los hombres del forense aún no habían retirado el cadáver de Taggert de la pensión. Kohl meneó la cabeza, suspirando.
– Haremos aquí lo que podamos. Que los técnicos de balística analicen la pistola y comprueben si en verdad es el arma homicida.
– Sí, señor.
– Algo más, Janssen. Si los expertos en armas de fuego también han sido reclutados para la búsqueda de ese ruso, haga usted mismo las pruebas. Sabe hacerlas, ¿verdad?
– Sí, señor.
Cuando el joven se hubo retirado, Kohl volvió a sentarse para apuntar unas cuantas preguntas sobre Morgan y el misterioso Taggert; debía hacerlas traducir para enviarlas a las autoridades norteamericanas.
En el vano de la puerta apareció una sombra.
– Un telegrama, señor -dijo el mensajero del piso, un joven de americana gris. Y ofreció el documento a Kohl.
– Sí, sí, gracias. -El inspector desgarró el sobre, pensando que sería la respuesta de United States Lines sobre el listado o la de Manny’s Men’s Wear acerca del sombrero, pero que en cualquier caso le comunicarían que no podían brindarle ninguna ayuda.
Pero se equivocaba. Era del Departamento de Policía de Nueva York. Aunque estaba en inglés, el significado se comprendía con facilidad.
AL DETECTIVE INSPECTOR W. KOHL.
KRIMINALPOLIZEI ALEXANDERPLATZ BERLÍN.
EN RESPUESTA A SU SOLICITUD DE AYER, DEBEMOS INFORMAR QUE EL EXPEDIENTE DE P. SCHUMANN HA SIDO ELIMINADO Y NUESTRA INVESTIGACIÓN SOBRE DICHA PERSONA SUSPENDIDA POR TIEMPO INDEFINIDO STOP NO HAY MÁS INFORMACIÓN DISPONIBLE STOP SALUDOS CAP G O’MALLEY DPNY
Kohl arrugó el entrecejo. En el diccionario inglés-alemán del departamento comprobó que «eliminar» significaba «borrar». Releyó varias veces el telegrama. En cada lectura la piel le ardía más y más.
Conque la Policía Criminal tenía a Schumann bajo el punto de mira. ¿Por qué motivos? ¿Y por qué se habían eliminado sus antecedentes, por qué se había detenido la investigación?
¿Cuáles eran las implicaciones de todo eso? La más inmediata: aunque aquel hombre no hubiera matado a Reginald Morgan, era más que posible que hubiera venido a la ciudad con algún propósito criminal.
Y la otra era que Kohl, personalmente, había dejado suelto a un hombre potencialmente peligroso.
Debía hallar a Schumann o, cuanto menos, conseguir más información sobre él lo antes posible. Sin aguardar el regreso de Janssen, Willi Kohl recogió su sombrero y salió por el pasillo en penumbras hacia la escalera. Tan distraído estaba que bajó hacia el sector prohibido de la planta baja. Aun así abrió la puerta. De inmediato le salió al paso un soldado de la SS. Entre el palmoteo de las tarjetas clasificadas por la DeHoMag, el hombre dijo:
– Señor, ésta es una zona restring…
– Déjeme pasar -bramó el inspector, con una fiereza que sobresaltó al joven guardia.
Otro de los guardias, armado con una ametralladora Erina, se volvió hacia ellos.
– Voy a salir de mi edificio por la puerta que está al final de ese pasillo. No tengo tiempo para ir hacia la otra salida.
El joven guardia de la SS miró en derredor, intranquilo. Ninguno de los presentes dijo una palabra. Por fin asintió.
Kohl se alejó a grandes pasos, sin prestar atención a sus pies doloridos, y salió a la intensa luz de la calurosa tarde. Mientras se orientaba apoyó el pie derecho en un banco para acomodar la lana de cordero. Luego partió hacia el norte, en dirección al hotel Metropol.
* * *
– ¡ Ach , señor John Dillinger!
Otto Webber, con el ceño fruncido, señaló una silla en un rincón oscuro de la Cafetería Aria, en tanto aferraba a Paul por un brazo, susurrando:
– Estaba preocupado por ti. ¡No había noticias! ¿Ha servido de algo mi llamada al estadio? La radio no ha dicho nada. Pero es evidente que ese roedor de nuestro Goebbels no usaría la radio estatal para anunciar un magnicidio. -La sonrisa del bandido desapareció de pronto-. ¿Qué pasa, amigo mío? No se te ve precisamente contento.
Pero antes de que Paul pudiera decir nada Liesl, la camarera, reparó en él y acudió deprisa.
– Hola, amor mío. -Hizo un mohín-. Debería darte vergüenza. La última vez te fuiste sin darme un beso de despedida. ¿Qué te sirvo?
– Una Pschorr.
– Sí, sí, será un placer. Te he echado de menos.
Webber, completamente ignorado por ella, dijo enfurruñado:
– Disculpa, ach, disculpa. Para mí una Lager.
Liesl se inclinó para besar a Paul en la mejilla. Él percibió un perfume muy fuerte, que permaneció flotando a su alrededor aun después de que la mujer se hubiese ido. Pensó en lilas, pensó en Käthe. Luego apartó esos pensamientos con brusquedad para explicar a su compañero lo que había sucedido en el estadio y posteriormente.
– ¡No! ¿Nuestro amigo Morgan? -Webber estaba horrorizado.
– Un hombre que se hacía pasar por Morgan. Los de la Kripo tienen mi nombre y mi pasaporte, pero creen que yo no lo maté. Tampoco me han relacionado con Ernst y el estadio.
Liesl les trajo las cervezas. Antes de alejarse rozó a Paul, coqueta, y le apretó el hombro, dejando otra nube de fuerte perfume sobre la mesa. Paul apartó la cara para huir de él. Liesl se alejó, meciéndose con una sonrisa lasciva.
– ¿No puede entender que no me interesa? -murmuró él, más enfadado aún porque no podía quitarse a Käthe de la cabeza.
– ¿Quién? -preguntó Webber entre varios tragos grandes.
– Ella. Liesl.
El alemán arrugó la frente.
– No, no, no, señor John Dillinger. No es ella. Él.
– ¿QUÉ?
– ¿Creías que Liesl era mujer?
Paul parpadeó.
– ¿Es…?
– Por supuesto. -Webber bebió otro poco de cerveza y se limpió el bigote con el dorso de la mano-. Supuse que lo sabías. Es obvio.
– Joder! -Paul se frotó con fuerza la mejilla donde había recibido el beso y se volvió a mirarla-. Obvio para ti, quizá.
– Pese a tu profesión, hermano, eres un niño de pecho.
– Cuando me preguntaste a qué sala podíamos ir te dije que me gustaban las mujeres.
– Ach, las del espectáculo son mujeres, sí. Pero la mitad de las camareras son hombres. Yo no tengo la culpa de que seas atractivo para ambos sexos. Además es culpa tuya, por haberle dado una propina digna de un príncipe etíope.
Paul encendió un cigarrillo para cubrir el olor a perfume, que ahora le daba asco.
– Veamos, señor John Dillinger: parece que estás en problemas. ¿La gente que está detrás de esta traición es la misma que debe sacarte de Berlín?
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