– ¿Huevo? -repitió Morgan.
A Paul le tocó servir de intérprete:
– Dinero.
«Si de su pan como, su canción canto».
– Dáselo de los mil dólares.
– Quiero señalar que no tengo esos mil dólares.
Morgan, meneando la cabeza, hundió la mano en el bolsillo y contó cien.
– Con eso basta. Ya veis que no soy codicioso.
El norteamericano miró a Paul de reojo.
– ¿No? ¡Pero si es como Göring!
– Ach, lo considero un cumplido, señor. Nuestro ministro del Aire es un empresario muy hábil. -Webber se volvió hacia Paul-. Ahora bien: aunque sea domingo, habrá algunos funcionarios en el edificio. Pero mi contacto me dice que serán de alto rango; en su mayoría estarán en la parte del edificio que ocupa el Führer , a la izquierda, donde no se te permitirá el paso. A la derecha se encuentran las oficinas de los funcionarios de segundo rango; allí está Ernst. Es muy probable que no estén ni ellos ni sus secretarios y ayudantes. Tendrás tiempo para revisar su despacho; con suerte hallarás su agenda, un memorándum, una anotación sobre sus compromisos de los próximos días.
– No está mal -reconoció Morgan.
– Tardaré una hora en prepararlo todo. Recogeré el mono, los papeles y un camión. Os esperaré a las diez junto a esa estatua, la de la mujer de pechos grandes. Y traeré unos pantalones para usted -añadió, dirigiéndose a Morgan-. Veinte marcos. Es muy buen precio. -Luego sonrió a Paul-. Este amigo tuyo me mira de una manera muy especial, señor John Dillinger. Me parece que no confía en mí.
Reggie Morgan se encogió de hombros.
– Pues escucha, Otto Wilhelm Friedrich Georg Webber. – Un vistazo a Paul-. Mi colega, aquí presente, ya te ha explicado qué precauciones tomamos para asegurarnos de que no nos traiciones. No, amigo mío, aquí no se trata de confianza. Te miro así porque me gustaría saber qué demonios les ves a mis pantalones.
En la cara del niño veía la cara de Mark.
Era natural, desde luego, ver al padre en el hijo. Pero aun así le ponía nervioso.
– Ven, Rudy -dijo Reinhard Ernst a su nieto.
– Sí, Opa.
Era domingo, temprano todavía; el ama de llaves retiraba los platos del desayuno; el sol caía sobre la mesa, amarillo como el polen. Gertrud, en la cocina, examinaba un ganso desplumado que constituiría la cena del día. Su nuera estaba en la iglesia, encendiendo velas a la memoria de Mark Albrecht Ernst, el mismo joven que el coronel veía ahora repetido en su nieto.
Le ató los cordones de los zapatos. Echó otra mirada a la cara del niño y vio nuevamente a Mark, aunque esta vez detectó una expresión diferente: curiosa, perspicaz.
Era verdaderamente escalofriante.
Oh, cómo echaba de menos a su hijo.
Dieciocho meses atrás, Mark, a los veintisiete años, se había despedido de sus padres, su esposa y Rudy, que quedaron tras la barandilla de la estación Lehrter. Ernst le hizo el saludo militar, el de verdad, no el fascista. Su hijo subía el tren de Hamburgo para asumir el mando de su buque.
El joven oficial conocía muy bien los peligros de ese navío maltrecho, pero los aceptaba de todo corazón.
Para eso están los soldados y los marinos.
Ernst lo recordaba todos los días, pero nunca hasta entonces había sentido su espíritu tan cerca como en ese momento, al ver sus mismas expresiones, tan familiares para él, en la cara del nieto, tan directa, tan confiada, tan curiosa. ¿Eran la evidencia de que el niño tenía el carácter de su padre? Dentro de una década Rudy tendría que enrolarse. ¿Dónde estaría Alemania por entonces? ¿En guerra? ¿En paz? ¿De nuevo en posesión de las tierras que le habían robado con el Tratado de Versalles? ¿Habría desaparecido Hitler, ese motor tan poderoso que se encendía y se quemaba deprisa? ¿O estaría aún en el poder, puliendo su visión de la Nueva Alemania? A Ernst le decía el corazón que esas cuestiones tenían tremenda importancia. Pero no podía preocuparse por ellas. Concentraba toda la atención en su deber.
Cada uno debía cumplir con su deber.
Aunque eso significara comandar un viejo buque de entrenamiento, que no había sido creado para transportar pólvora y granadas; un barco cuyo polvorín, mal construido, estaba demasiado cerca de la cocina, de la sala de máquinas o de algún cable (nadie podía ya saberlo). Como consecuencia, mientras la nave practicaba maniobras de guerra en el frío Báltico, en un segundo se convirtió en una nube de humo acre sobre el agua; el casco destrozado se hundió en la negrura del mar hasta llegar al fondo.
El deber…
Aunque eso significara pasarse la mitad del día batallando en las trincheras de la calle Wilhelm si era necesario, hasta conseguir llegar al Führer , para hacer lo que más beneficiara a Alemania.
Ernst dio un último tirón a los cordones de Rudy, para asegurarse de que no se desataran y lo hicieran tropezar. Luego se incorporó y bajó la vista hacia esa diminuta versión de su hijo. De pronto se dejó llevar por un impulso, algo muy poco habitual en él.
– Rudy, hoy por la mañana debo visitar a alguien. Pero más tarde, ¿te gustaría venir conmigo al Estadio Olímpico? ¿Te apetece?
– ¡Pues claro, Opa! -La cara del niño floreció en una enorme sonrisa-. Podríamos correr por las pistas.
– Eres rápido para correr.
– Gunni y yo, en la escuela, corrimos una carrera desde el roble hasta el porche. Él es dos años mayor, pero gané yo.
– Bien, bien. Entonces disfrutarás de la tarde. Vendrás conmigo y podrás correr por las mismas pistas que usarán nuestros campeones. Así la semana próxima, cuando veamos los Juegos, podrás decir a todos que corriste por allí. ¿Verdad que será divertido?
– Claro que sí, Opa.
– Ahora debo irme. Pero vendré por ti a mediodía.
– Iré a entrenar para la carrera.
– Eso, sí.
Ernst entró en su estudio para recoger varias carpetas sobre el Estudio Waltham; luego fue a la despensa en busca de su esposa y le dijo que más tarde se llevaría a Rudy. ¿Le quedaba algo por hacer? Sí, sí, era domingo por la mañana, pero debía atender algunos asuntos importantes. No, no podían esperar.
De Hermann Göring se podían decir muchas cosas, pero nadie podía negar que era incansable.
Ese día, por ejemplo, llegó a su despacho del Ministerio a las ocho de la mañana. En domingo, nada menos. Y en el trayecto había hecho una parada.
Media hora antes, sudando furiosamente, había entrado en la Cancillería y se había dirigido directamente hacia el despacho de Hitler. Era posible que el Lobo estuviera despierto… todavía. Era insomne y a menudo se quedaba levantado hasta después del amanecer. Pero no: el Führer estaba acostado. El guardia informó de que se había retirado alrededor de las cinco, después de ordenar que no lo molestaran.
Göring reflexionó por un momento. Luego apuntó una nota y se la dejó al guardia:
Mi Führer:
He sabido de un preocupante asunto en el más alto nivel. Podría tratarse de una traición. Están en juego proyectos importantes para el futuro. Le transmitiré personalmente esta información en cuanto me lo permita.
Göring
Bien escogidas, las palabras. «Traición» era siempre un disparador. Al terminar la guerra, los judíos, los comunistas, los socialdemócratas, los republicanos (los traidores, en una palabra) habían vendido el país a los Aliados. Y aún amenazaban con hacer de Pilatos contra el Jesús de Hitler.
¡Cómo se excitaba el Lobo cuando oía esa palabra!
«Planes futuros» era otro acierto. Cualquier cosa que amenazara con estorbar la visión que Hitler tenía del Tercer Imperio recibía su inmediata atención.
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