– No hay modo de escapar de ella. -Al otro lado de la calle, en la parada del tranvía, había un altavoz, por el cual una voz masculina hablaba y hablaba monótonamente: más información sobre la salud pública-. ¿No se callan nunca?
– No -dijo Morgan-. Cuando se haga memoria, ésa será la contribución del nacionalsocialismo a la cultura: edificios feos, malas esculturas de bronce y discursos interminables. -Señaló con la cabeza la maleta que contenía el máuser-. Ahora volvamos a la plaza, que debo llamar a mi contacto. Veamos si tiene suficiente información para que puedas utilizar esta bonita muestra de maquinaria alemana.
El polvoriento DKW giró hacia la plaza Noviembre de 1923 y, al no hallar sitio para aparcar en esa calle frenética, esquivó por un pelo a un vendedor de fruta dudosa y subió a medias a la acera.
– Bien, ya hemos llegado, Janssen -dijo Willi Kohl, enjugándose la cara-. ¿Tiene la pistola a mano?
– Sí, señor.
– Pues salgamos de caza.
Y se apearon.
La finalidad de haberse desviado al salir de la residencia norteamericana era entrevistar a los conductores de taxis aparcados ante la Villa Olímpica. Con la previsión que caracterizaba a los nacionalsocialistas, sólo podían servir en esa zona los conductores que fueran multilingües; eso significaba que su número era limitado y, además, que cada uno regresaba a la parada tras dejar a un pasajero. Y esto, a su vez, según razonó Kohl, quería decir que alguno de ellos podía haber llevado al sospechoso a alguna parte.
Una vez que se hubieron repartido a los taxis y tras hablar con veinte o veinticinco conductores, Janssen descubrió a uno cuyo relato interesó mucho a Kohl. Poco antes un pasajero había abandonado la Villa Olímpica con una maleta y un viejo portafolio marrón. Era un hombre fornido, que hablaba con leve acento. Su pelo no parecía tan largo ni tenía tinte rojizo, sino oscuro y bien alisado hacia atrás; Kohl se dijo que eso podía deberse a aceites o lociones. El conductor explicó que no iba de traje, sino con ropa informal, de colores claros, que él no pudo describir en detalle.
El hombre se había apeado en la Lützowplatz, tras lo cual desapareció entre la multitud. Ésa era una de las intersecciones más congestionadas de la ciudad; cabían pocas esperanzas de encontrar allí el rastro del sospechoso. Sin embargo, el conductor añadió que su pasajero había pedido indicaciones para llegar a la plaza Noviembre de 1923; también quiso saber si se podía ir andando desde allí.
– ¿Ha preguntado algo más sobre la plaza? ¿Algo específico?¿Para qué iba? ¿Con quién esperaba encontrarse? ¿Algo?
– No, inspector. Nada. Le he dicho que la caminata hasta allí era muy larga. Él me ha dado las gracias y se ha bajado. Eso ha sido todo. Yo no lo he mirado a la cara -explicó-. Estaba atento a la calle.
«Ceguera, por supuesto», pensó Kohl con amargura.
De regreso en la sede central, habían recogido folletos sobre la víctima del pasaje Dresden. Luego fueron deprisa al monumento en honor del fracasado Putsch de 1923 (solamente los nacionalsocialistas podían convertir una derrota bochornosa como ésa en una gran victoria). Si la Lützowplatz era demasiado grande para realizar una búsqueda efectiva, ésta, en cambio, era mucho más pequeña y se la podía cubrir con más facilidad.
Kohl paseó una mirada por la gente: mendigos, vendedores ambulantes, prostitutas, compradores, hombres y mujeres sin empleo, en pequeñas cafeterías. Inhaló el aire penetrante, cargado de olor a basura, y preguntó:
– ¿Percibe, Janssen, la proximidad de nuestra presa?
– Yo… -El ayudante pareció incómodo ante ese comentario.
– Es una sensación -dijo el inspector, mientras observaba la calle desde la sombra de un valeroso y desafiante Hitler de bronce-.Yo mismo no creo en el ocultismo. ¿Y usted?
– A decir verdad, no, señor. No soy religioso, si a eso se refiere.
– Bueno, yo no me he alejado por completo de la religión. Heidi no lo aprobaría. Pero me refiero a la ilusión de lo espiritual sobre la base de nuestras precepciones y experiencias. Ésa es la sensación que tengo en este momento: que él está cerca.
– Sí, señor -dijo el candidato a inspector-. ¿Por qué lo dice?
Una pregunta adecuada, pensó Kohl. Él era de la opinión de que los detectives jóvenes siempre debían interrogar a sus mentores. Explicó: porque ese vecindario formaba parte de Berlín Norte. Allí se encontraban en gran número heridos de guerra, pobres, parados, comunistas y socialistas clandestinos, bandas de adversarios del Partido, ladronzuelos y sindicalistas que se ocultaban desde que se habían prohibido los sindicatos. Los alemanes que lo poblaban echaban tristemente de menos los viejos tiempos: no los de Weimar, desde luego (a nadie le gustaba la República), pero sí la gloria de Prusia, de Bismarck, de Guillermo, del Segundo Imperio. Eso significaba que habría pocos miembros o simpatizantes del Partido. Por lo tanto, pocos dispuestos a correr con la denuncia a la Gestapo o al local de las Tropas de Asalto.
– Cualquiera sea su objetivo, es en lugares como éste donde hallará apoyo y camaradas. Retroceda un poco, Janssen. Siempre es más fácil reparar en una persona que busca a un sospechoso, como nosotros, que en el sospechoso mismo.
El joven se puso a la sombra de una pescadería, cuyas hediondas cubetas estaban casi vacías. Lo único que tenía a la venta eran esforzadas anguilas, carpas y enfermizas truchas de canal. Por algunos momentos los oficiales estudiaron las calles en busca de su presa.
– Pensemos un poco, Janssen. Él se ha bajado del taxi con su maleta (y el portafolio incriminatorio) en esta plaza. Si no ha hecho que el conductor lo trajera directamente hasta aquí puede ser porque ha dejado su equipaje en su alojamiento actual y ha venido aquí con alguna otra finalidad. ¿Para qué? ¿Para encontrarse con alguien? Para entregar algo, tal vez el portafolio? ¿O para recoger algo o a alguien? Ha estado en la Villa Olímpica, en el pasaje Dresden, en el Jardín Estival, en la calle Rosenthaler, en la Lützowplatz y ahora aquí. ¿Qué vincula a todos estos sitios? Eso es lo que me pregunto.
– ¿Inspeccionamos todas las tiendas?
– Creo que es necesario. Pero escuche, Janssen: el problema de la privación de comida se está tornando grave. Hasta me siento mareado. Buscaremos primero en las cafeterías y, al mismo tiempo, nos brindaremos algún sustento.
Kohl flexionó los dedos dentro de los zapatos para aliviar el dolor. La lana de cordero se había movido y nuevamente le ardían los pies. Señaló con la cabeza el restaurante más próximo, el mismo frente al cual habían estacionado: la cafetería Edelweiss. Allí entraron.
Era un sitio oscuro. Kohl notó que se desviaban las miradas, cosa que anunciaba típicamente la aparición de un funcionario. Cuando acabaron de observar a los parroquianos, por si acaso el sospechoso de Manny’s Men’s Wear pudiera estar allí, el inspector mostró su credencial a un camarero, quien se cuadró instantáneamente.
– Heil Hitler. ¿En qué puedo serles útil?
Era dudoso que en ese agujero lleno de humo conocieran siquiera la existencia de los jefes de camareros; por lo tanto, Kohl preguntó por el gerente.
– El señor Grolle, sí, señor. Lo traeré de inmediato. Por favor, señores, ocupen esta mesa. Y si desean café y algo para comer, no tienen más que pedírmelo.
– Tomaré un café y strudel de manzana. Doble porción, por favor. ¿Y mi colega? -Miró a Janssen con una ceja enarcada.
– Sólo una Coca-Cola.
– El strudel, ¿con nata montada? -preguntó el camarero.
– Por supuesto -exclamó Willi en tono de sorpresa, como si fuera un sacrilegio servirlo sin ella.
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