– Tal vez si me dijeran de qué se trata…
Kohl reflexionó otra vez en lo diferente que era la vida en Estados Unidos: ningún alemán se habría atrevido a preguntar a un policía para qué quería saber algo.
– Es un asunto de seguridad de Estado.
– Seguridad de Estado. Ajá. Bien, me gustaría colaborar, claro que sí. Pero si no pueden darme más datos…
El inspector miró alrededor.
– Tal vez alguna persona aquí pueda estar conociendo a este hombre.
El entrenador alzó la voz.
– Oíd, muchachos, ¿alguno de vosotros sabe a quién pertenecen estas cosas?
Hubo meneos de cabeza y murmullos negativos.
– Tal vez entonces yo tengo la esperanza de que usted tiene un… sí, sí, una lista de personas que vinieron con usted aquí. Y direcciones. Para ver quién viviría en Nueva York.
– La tenemos, pero sólo de los miembros del equipo y sus entrenadores. No sugerirá usted que…
– No, no. -Kohl no creía que el asesino estuviera en el equipo. Los atletas eran demasiado visibles; era improbable que alguno de ellos se hubiera escabullido sin ser visto el primer día para ir a Berlín, asesinar a un hombre, visitar diversos lugares de la ciudad como si cumpliera una misión y luego regresar sin despertar sospechas-. Estoy dudando que este hombre sea un atleta.
– Pues en ese caso temo que no puedo serle de mucha ayuda. -El entrenador se cruzó de brazos-. Escuche, oficial: supongo que el Departamento de Inmigración ha de tener información sobre las direcciones de los visitantes. ¿Verdad que llevan un registro de todas las llegadas y salidas del país? Se dice que los alemanes son expertos en eso.
– Sí, sí, lo he pensaba. Pero desgraciadamente la información no presenta la dirección de una persona en su patria. Sólo su nacionalidad.
– Vaya, qué lástima.
Kohl insistió.
– Lo que también estoy esperando: ¿tal vez un manifiesto del barco, la lista de pasajeros del Manhattan? A menudo está dando direcciones.
– Pues sí, eso lo tenemos, sin duda. Pero comprenderá usted que a bordo veníamos cerca de mil personas.
– Por favor, comprendo. Pero aun estaría muy esperanzado de verla.
– Sin duda. Sólo que… Vea, oficial, me sabe mal ponerle dificultades, pero creo que la residencia… creo que tenemos privilegios diplomáticos, ¿sabe? Soberanía territorial. Me parece que necesitará una orden.
Kohl recordaba los tiempos en que se requería la aprobación de un juez para inspeccionar la casa de un sospechoso o exigir la entrega de pruebas. La Constitución de Weimar, que después de la guerra había creado la República de Alemania, tenía muchas garantías de esa clase, en su mayoría copiadas de la norteamericana. (Sin embargo contenía un solo punto débil, bastante significativo, que Hitler aprovechó inmediatamente: el privilegio presidencial de suspender indefinidamente todos los derechos civiles.)
– Oh, sólo estoy mirando unos pocos asuntos aquí. No estoy teniendo orden.
– En verdad me sentiría más tranquilo si trajera una.
– Este asunto tiene cierta urgencia.
– No lo dudo, pero ¡hombre!, tal vez sea mejor para usted también. No conviene agitar las aguas. En el sentido diplomático. Agitar las aguas; ¿comprende lo que quiero decir?
– Comprendo las palabras.
– ¿Por qué no hace que su jefe llame a la Embajada o a la Comisión Olímpica? Si ellos me dan el visto bueno, le daré lo que me pida en bandeja de plata.
– El visto bueno. Sí, sí. -Era probable que la Embajada de Estados Unidos accediera, reflexionó Kohl, si presentaba bien la solicitud. Los norteamericanos no querrían que circularan rumores sobre un asesino que había entrado en Alemania con su equipo olímpico-. Muy bien, señor. Estaré contactando la Embajada y la Comisión, como usted sugiere.
– Bien. A sus órdenes. Ah, y buena suerte en los Juegos. Sus muchachos nos lo pondrán bien difícil.
– Estaré presente -dijo el inspector-. Tengo mis entradas desde más de todo un año.
Salió con el candidato a inspector.
– Llamaremos a Horcher por la radio del coche, Janssen. Sin duda él podrá ponerse en contacto con la Embajada estadounidense. Esto podría ser… -Kohl se interrumpió. Había detectado un olor penetrante. Aunque familiar, allí estaba fuera de lugar-. Esto no me gusta.
– ¿Qué pa…?
– Por aquí. ¡Pronto! -Echó a andar deprisa, rodeando la parte trasera del edificio principal entre los que ocupaban los americanos. Olía a humo, pero no era el de las barbacoas que se percibe a menudo en verano, sino humo de leña, algo raro en julio-. ¿Qué palabra es ésa, Janssen? ¿La que pone en el letrero? No entiendo.
– Pone «Duchas/sala de vapor».
– ¡No!
– ¿Qué pasa, señor?
Kohl cruzó precipitadamente la puerta hacia una amplia zona alicatada. A la izquierda estaban los lavabos; las duchas, a la derecha; una puerta aparte conducía a la sala de vapor. Hacia allí corrió Kohl y la abrió de par en par. Dentro había una estufa sobre la cual se veía una bandeja grande, llena de piedras. A un costado, cubos de agua que se podían verter sobre las piedras calientes, a fin de producir vapor. Junto a la estufa, que tenía el fuego encendido, había dos negros jóvenes, de chándal azul marino. El que estaba inclinado hacia la portezuela tenía cara redonda, facciones atractivas y frente alta; el otro era más delgado, de pelo espeso, que le nacía más abajo, sobre la frente. El carirredondo cerró la portezuela metálica y giró hacia el inspector, enarcando una ceja con una sonrisa simpática.
– Buenas tardes, señores -dijo Kohl, nuevamente en su temible inglés-. Estoy…
– Sí, ya sabemos. ¿Cómo está, inspector? Estupendo el lugar que nos han hecho ustedes aquí. Me refiero a la Villa.
– He olido humo y tenía preocupación.
– Sólo estamos encendiendo el fuego.
– Para los músculos doloridos no hay como el vapor -añadió su amigo.
Kohl echó un vistazo a la portezuela traslúcida de la estufa. Tenía el regulador bien abierto y las llamas eran muy altas. Dentro se rizaban algunas hojas de papel blanco.
– Señor -comenzó Janssen ásperamente en alemán-, ¿qué están…?
Pero su jefe lo interrumpió con una sacudida de cabeza. Luego miró al primero que había hablado.
– ¿Usted es…? -Entornó los ojos; luego los abrió de par en par-. Sí, sí, usted es Jesse Owens, el gran corredor. -Con su fuerte acento alemán, el nombre sonó «Yessa Ovens».
El deportista, sorprendido, extendió la mano sudorosa. Mientras la estrechaba con firmeza, el inspector miró al otro.
– Ralph Metcalfte -se presentó el atleta. Un segundo apretón de manos.
– Él también está en el equipo -explicó Owens.
– Sí, sí, he oído de usted también. Usted ganó en Los Ángeles en el Estado de California en los últimos Juegos. Bienvenido usted también. -Kohl bajó la vista al fuego-. ¿Ustedes toman el baño de vapor antes del ejercicio?
– A veces antes, a veces después -dijo Owens.
– ¿Le gusta el vapor, inspector? -preguntó Metcalfe.
– Sí, sí, de vez en cuando. Pero ahora mayormente hago baños de pies.
– ¡Si sabré lo que es el dolor de pies! -comentó el corredor, haciendo una mueca-. Oiga, inspector, ¿por qué no salimos? Fuera se está mucho más fresco.
Y sostuvo la puerta para que salieran Kohl y Janssen. Después de una breve vacilación, los hombres de la Kripo siguieron a Metcalfe al prado que se extendía detrás de la residencia.
– Su país es muy bello, inspector -elogió Metcalfe.
– Sí, sí, es verdad. -El detective observaba el humo que surgía del conducto metálico, sobre la sala de vapor.
– Ojalá que encuentre al tío que está buscando -añadió Owens.
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