– Cuánto me alegra volver a verte, amigo.
Después de estrecharle la mano se sentó al otro lado de la mesa. Se enjugó con un pañuelo la cara húmeda; sus ojos tenían una expresión atribulada.
– Por un pelo. La Schupo ha llegado justo cuando me alejaba.
– ¿Te ha visto alguien?
– No, no creo. Salí por el otro extremo del callejón.
– ¿Estamos seguros aquí? -preguntó Paul, mirando a ambos lados-. ¿No sería mejor salir?
– No. A esta hora sería más sospechoso llegar a un restaurante y retirarse de inmediato, sin haber comido. Esto no es como Nueva York: cuando se trata de la comida los berlineses no se dejan meter prisa. Las oficinas cierran durante dos horas para que la gente pueda almorzar como Dios manda. Y también desayunan dos veces. -Morgan se dio unas palmaditas en el vientre-. Ya comprenderás por qué me alegró que me destinaran aquí.
Echó una ojeada rápida alrededor y agregó:
– Toma. -Empujó un grueso libro hacia su compañero-. Ya ves que no me he olvidado de devolvértelo.
En la cubierta se leían las palabras alemanas Mein Kampf, que Paul tradujo como «mi lucha», y el nombre de Hitler. ¿El tío había escrito un libro?
– Gracias. No había prisa, hombre.
Aplastó su cigarrillo en el cenicero, pero en cuanto estuvo frío se lo guardó en el bolsillo, para no dejar rastros que pudieran delatar su paradero.
Morgan se inclinó hacia delante, sonriente, como si le estuviera contando un chascarrillo soez:
– Dentro del libro hay cien marcos. Y la dirección de la casa donde te alojarás. Es una pensión. Está cerca de la plaza Lützow, al sur del Tiergarten. Te he apuntado también cómo llegar.
– ¿Está en la planta baja?
– ¿El apartamento? No sé. No he preguntado. ¿Estás pensando en las posibles vías de escape?
De hecho, estaba pensando en la madriguera del borracho Malone, con sus puertas y ventanas clausuradas y el grupo de marines armados que lo esperaban para darle la bienvenida.
– En efecto.
– Mira, échale un vistazo. Si no te convence tal vez puedas cambiar de sitio. La encargada parece bien dispuesta. Se llama Käthe Richter.
– ¿Es nazi?
Morgan respondió, en voz baja:
– No uses esa palabra. Te delatarás. «Nazi», en la jerga de los bávaros, significa «inocentón», El apócope correcto es «nazo», pero tampoco se usa mucho por aquí. Debes decir «nacionalsocialista». Algunos usan las siglas: NSDAP. También puedes decir «el Partido». Y dilo en tono de reverencia. En cuanto a la señorita Richter, no parece estar a favor ni en contra. -Morgan señaló la cerveza con un gesto. ¿No te gusta?
– Agua con meados.
Morgan se echó a reír.
– Es cerveza de trigo. La beben los niños. ¿Por qué la has pedido?
– Había mil tipos diferentes. Nunca los había oído nombrar.
– Pediré yo por ti. -Cuando llegó el camarero dijo-: Por favor, tráiganos dos cervezas Pschorr. Salchichas y pan. Con coles y pepinillos en vinagre. Y mantequilla, si es que hoy tienen.
– Sí, señor. -El hombre se llevó la copa de Paul.
Morgan continuó:
– Dentro del libro hay también un pasaporte ruso con tu foto y rublos por valor de cien dólares. En caso de emergencia, ve a la frontera con Suiza. Los alemanes te dejarán pasar, felices de librarse de otro ruso. No te quitarán los rublos, pues no se les permite gastarlos. A los suizos no les importará que seas bolchevique; te recibirán encantados de que gastes tu dinero allí. Ve a Zürich y haz llegar un mensaje a la Embajada de Estados Unidos. Gordon se ocupará de sacarte. Ahora bien: después de lo que ha sucedido en el pasaje Dresden debemos tener muchísimo cuidado. Como te he dicho, es obvio que en la ciudad está sucediendo algo. En la calle hay muchas más patrullas que de costumbre. Tropas de Asalto, lo cual no es tan extraño, puesto que no tienen otra cosa en qué pasar el tiempo que desfilar y patrullar. Pero también hay gente de la SS y de la Gestapo.
– ¿Qué son?
– La SS… ¿Has visto esos dos que están fuera, en la terraza? Los de uniforme negro.
– Sí.
– Originariamente eran la guardia personal de Hitler. Ahora son otro ejército privado. En general visten de negro, pero algunos van de uniforme gris. La Gestapo es la policía secreta; van de paisano. Son pocos, pero muy peligrosos. Su jurisdicción es, principalmente, el delito político. Pero en la Alemania de hoy cualquier cosa puede ser considerada un delito político. Escupir en la acera es una ofensa contra el honor del Führer , de modo que te envían a la cárcel de Moabit o a un campo de concentración.
Llegaron la comida y la cerveza Pschorr; Paul bebió de inmediato la mitad de su vaso. Era espesa y rica.
– Ésta sí que es buena.
– ¿Te gusta? Una vez aquí caí en la cuenta de que jamás podría volver a beber cerveza norteamericana. Para hacerla bien se requieren años de aprendizaje. Es un oficio tan respetado como un título universitario. Berlín es la capital cervecera de Europa, pero la mejor se hace en Munich, allá en Baviera.
Paul comió con apetito. Pero la cerveza y la comida no eran lo más importante que tenía en la mente.
– Tendremos que actuar deprisa -susurró. En su profesión, cada hora pasada cerca del sitio del trabajo a realizar aumentaba el riesgo de ser atrapado-. Necesito información y un arma.
Morgan asintió.
– Mi contacto vendrá en cualquier momento. Tiene información detallada sobre… el hombre que vas a visitar. Y esta tarde iremos a una casa de empeño. El propietario tiene un buen rifle para ti.
– ¿Un rifle? -Paul frunció el entrecejo.
Morgan inquirió, preocupado:
– ¿No sabes usar un rifle?
– Claro que sé. Fui soldado de infantería. Pero acostumbro operar a corta distancia.
– ¿Sí? ¿Te resulta más fácil?
– No es cuestión de facilidad, sino de eficacia.
– Pues mira, Paul: tal vez sea posible, aunque lo veo muy difícil, que puedas acercarte a tu blanco lo suficiente como para matarlo con una pistola. Pero te atraparían, sin duda, con tantos Camisas Pardas y hombres de la SS y la Gestapo rondando por ahí. Entonces tu muerte sería lenta y desagradable, te lo aseguro. Pero hay otro motivo para que utilices un rifle: tendrás que matarlo en público.
– ¿Por qué? -preguntó Paul.
– El senador ha dicho que, en el Partido y en el Gobierno alemán, todos saben lo crucial que es Ernst para el rearme. Es importante que quien lo reemplace sepa que, si continúa con lo que él estaba haciendo, también estará en peligro. Si Ernst muere «discretamente» Hitler lo ocultará todo y asegurará que falleció por accidente o enfermedad.
– Pues bien, lo haré en público -dijo el sicario-. Con un rifle. Pero tendré que ver esa arma, familiarizarme con ella, buscar un buen lugar para el operativo, examinarlo con anticipación, evaluar la luz y las brisas, ver cómo llegar y cómo salir.
– Por supuesto. Tú eres el experto. Lo que digas.
Paul acabó de comer.
– Después de lo que ha pasado en el callejón tendré que esconderme. Iré a la Villa Olímpica a por mis cosas y me mudaré cuanto antes a la pensión. ¿La habitación ya está lista?
Morgan contestó afirmativamente.
Él bebió un poco más de cerveza; luego se puso el libro de Hitler en el regazo y lo hojeó hasta hallar el pasaporte, el dinero y la dirección. Cogió la tira de papel donde le habían apuntado los datos de la pensión. Después de guardar el libro en el portafolio, memorizó la dirección y las indicaciones para encontrarla, usó tranquilamente el papel para limpiar la cerveza volcada en la mesa y lo amasó entre los dedos hasta reducirlo a pulpa. Luego deslizó la bola en el bolsillo, junto con las colillas de los cigarrillos, para deshacerse de ellos más adelante.
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