– Yo montaré guardia -ofreció Paul.
– Bien.
Se alejó unos pasos. De inmediato regresó y apoyó la Luger contra la nuca del hombre.
– No te muevas.
El hombre se quedó de piedra.
– ¿Qué haces?
– Dame tu pasaporte -ordenó Paul en inglés.
Cogió el documento; confirmaba que el hombre era Reginald Morgan. Aun así, no retiró la pistola al devolvérselo.
– Descríbeme al senador. En inglés.
– Vale, pero ten cuidado con el gatillo, por favor -dijo el hombre; su voz situaba sus raíces en alguna zona de Nueva Inglaterra-. ¿El senador, dices? Tiene sesenta y dos años, pelo blanco, la nariz más cargada de venas de las que debería, gracias al whisky. Y es flaco como un palo de escoba, aunque devora un buen bistec en Delmonico cuando está en Nueva York y en Ernie cuando está en Detroit.
– ¿Qué fuma?
– Nada, la última vez que lo vi, el año pasado. Por su esposa. Pero me dijo que volvería a fumar. Y lo que solía fumar eran unos puros dominicanos que olían a neumático quemado. Venga, hombre. No quiero morir sólo porque el viejo ha vuelto a caer en ese vicio.
Paul apartó el arma.
– Perdona.
Morgan continuó con su examen del cadáver, sin dejarse alterar por la prueba a la que había sido sometido.
– Prefiero trabajar con un hombre cauteloso que me insulte y no con un imprudente que no lo haga. Los dos viviremos más tiempo. -Escarbó en los bolsillos del muerto-. ¿Todavía no tenemos visitas?
Paul recorrió el callejón con la mirada.
– No, ninguna.
Notó que Morgan observaba con fastidio algo que había encontrado en los bolsillos del cadáver. Por fin suspiró.
– Bueno, hermano, tenemos un problema.
– ¿Qué pasa?
El hombre le mostró una tarjeta de aspecto oficial. Arriba se veía un sello con un águila; debajo, dentro de un círculo, la esvástica. En la parte alta, dos letras: SA.
– ¿Qué significa eso?
– Significa, amigo mío, que no has estado ni veinticuatro horas en la ciudad y ya nos hemos cargado a un miembro de las Tropas de Asalto.
– Un qué? -preguntó Paul Schumann.
Morgan suspiró.
– Un Sturmabteilung. Tropa de Asalto. Camisa Parda. SA. El ejército particular del Partido. Vienen a ser los matones de Hitler. -Meneó la cabeza-. Y lo tenemos peor: no viene de uniforme. Eso significa que es de la Elite Parda, de la plana mayor.
– ¿Cómo pudo descubrirme?
– No creo que lo hiciera a propósito. Estaba en una cabina telefónica, observando a todos los que pasaban por la calle.
– No lo he visto -dijo Paul, furioso consigo mismo por no haber detectado la vigilancia. Allí todo estaba descabalado en exceso; no sabía qué buscar y qué pasar por alto.
Morgan continuó:
– Ha ido tras de ti en cuanto entraste en el callejón. Diría que sólo quería saber a qué venías: un extraño en el vecindario. Los Camisas Pardas tienen sus feudos. Probablemente éste era el suyo. -Frunció el entrecejo-. Aun así es raro que estén tan vigilantes. Lo que me pregunto es por qué un superior de la SA estaba observando a ciudadanos comunes. Eso queda para los subordinados. Tal vez han lanzado algún tipo de alerta. -Contempló el cadáver-. De cualquier modo esto es serio. Si los Camisas Pardas se enteran de que han matado a uno de los suyos, no cejarán en la búsqueda hasta haber hallado al asesino. ¡Y cómo buscarán! Son millares y millares los que hay en esta ciudad. Como cucarachas.
Ya pasada la impresión inicial del disparo, Paul iba recobrando el instinto. Salió del callejón cerrado hacia la parte principal del pasaje Dresden. Aún estaba desierto, con las ventanas a oscuras. No se había abierto ninguna puerta. Levantó un dedo hacia Morgan y luego regresó a la boca de la callejuela para mirar desde la esquina hacia la cervecería. De los pocos que estaban en la calle, nadie parecía haber oído el disparo.
A su regreso dijo a Morgan que todo parecía estar en orden. Luego recordó:
– El casquillo.
– ¿Qué?
– El casquillo de la bala. De tu pistola.
Buscaron por el suelo hasta que Paul halló el pequeño tubo amarillo. Lo recogió con el pañuelo y frotó para limpiarlo, por si tuviera las impresiones digitales de Morgan; luego lo dejó caer por una alcantarilla. Se le oyó repiquetear por un momento. Luego, un chapoteo.
Morgan asintió:
– Ya me habían dicho que eras de los buenos.
No tanto como para evitar que lo cogieran, allá en Estados Unidos, gracias a un trocito de bronce como aquél.
Reggie desplegó su navaja de bolsillo, ya bien gastada.
– Le cortaremos las etiquetas de la ropa y le quitaremos todos los efectos personales. Luego nos alejaremos de aquí a toda prisa. Antes de que ellos lo encuentren.
– ¿Quiénes? -preguntó Paul.
Morgan dejó escapar una risa seca.
– En la Alemania actual, «ellos» es todo el mundo.
– Los Sturmabteilung ¿usan tatuajes? ¿Esa esvástica, quizá? ¿O las letras SA?
– Sí, es posible.
– Mira si tiene alguno. En los brazos y en el pecho.
– ¿Y si encuentro uno? -preguntó Morgan, ceñudo-. ¿Qué se puede hacer?
Paul señaló la navaja con la cabeza.
– No bromees.
Pero la expresión del sicario reveló que no bromeaba.
– No puedo hacer algo así -susurró Morgan.
– Pues entonces lo haré yo. Si es importante que no lo identifiquen, habrá que hacerlo.
Paul se arrodilló en los adoquines para abrir la chaqueta y la camisa del hombre. Comprendía los escrúpulos de Morgan, pero el trabajo de sicario era como cualquier otro: uno tenía que aplicarse a fondo o dedicarse a otra cosa. Y un pequeño tatuaje podía representar la diferencia entre vivir y morir.
Pero al final no hizo falta desollar ninguna parte del cadáver, según resultó. El cuerpo de aquel hombre estaba libre de marcas. De pronto, un grito.
Los dos se quedaron petrificados. Morgan miró callejón arriba y se llevó nuevamente la mano hacia la pistola. También Paul aferró el arma que había quitado al cadáver.
Se oyó nuevamente la voz. Luego, silencio, salvo por el ruido del tráfico. Pero un momento después Paul detectó una sirena extraña que subía y bajaba, cada vez más cerca.
– Debes irte -dijo su compañero con urgencia-. Yo acabaré con esto. -Reflexionó un momento-. Nos veremos dentro de cuarenta y cinco minutos en el Jardín Estival; es un restaurante que está en la calle Rosenthaler, al noroeste de la Alexanderplatz. Uno de mis contactos tiene información sobre Ernst. Haré que se reúna con nosotros allí. Vuelve a la calle de la cervecería. Allí podrás conseguir un taxi. En los tranvías y los autobuses suele haber policías. Limítate a los taxis o a ir a pie, cuando sea posible. Mira siempre hacia delante y no mires a nadie a los ojos.
– El jardín Estival -repitió Paul, mientras recogía el portafolio y sacudía el polvo y la cochambre pegados a la piel. Dejó caer dentro de él la pistola del Sturmabteilung-. De ahora en adelante hablemos sólo en alemán. Es menos sospechoso.
– Buena idea -respondió Morgan en el idioma del país-. Lo hablas bien, mejor de lo que yo esperaba. Pero debes suavizar las ges. Así parecerás más berlinés.
Otro grito. La sirena se acercaba.
– Oye, Schumann… si dentro de una hora no he llegado… La radio que te mencionó Bull Gordon, la del edificio que están reformando para la Embajada, ¿recuerdas? -Paul asintió. Ve y diles que necesitas cambio de instrucciones. -Una risa lúgubre-. De paso puedes informarles de que he muerto. Ahora lárgate. Mira siempre hacia delante; pon cara de despreocupación. Y pase lo que pase, no corras.
– ¿Que no corra? ¿Por qué?
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