Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Ya lo tengo, jefe.

Stavros se dirigió hacia la consola de Hernández. Miró el destello del radar. El avión estaba siguiendo inequívocamente la ruta de aterrizaje mediante instrumentos en una de las pistas del nordeste del Kennedy.

Stavros recordaba los tiempos en que estar en la torre de control de un aeropuerto significaba que uno estaba todo el tiempo mirando por la ventana; ahora, la gente de la torre de control miraba las mismas pantallas electrónicas que veían los controladores de tráfico aéreo en la oscura sala de radar situada inmediatamente debajo. Pero, al menos, ellos podían echar un vistazo al exterior si querían.

Stavros cogió los potentes prismáticos de Hernández y se dirigió a la cristalera orientada al sur. Había cuatro consolas altas de comunicaciones instaladas a noventa grados unas de otras frente al curvo cristal, a fin de que el personal de la torre dispusiera de múltiples comunicaciones a su alcance mientras permanecía en pie viendo lo que sucedía en las pistas, calzadas de rodaje, puertas y accesos de vuelo. De ordinario, no hacía ninguna falta, pero Stavros sentía la necesidad de estar al mando, por así decirlo, cuando apareciese el avión.

– ¿Velocidad? -le preguntó a Hernández.

– Doscientos nudos -respondió Hernández-. Descendiendo a mil ochocientos metros.

– Bien.

Stavros cogió de nuevo el teléfono rojo. Conectó también el altavoz de emergencia de la torre de control y transmitió:

– Servicio de Emergencia, aquí torre, cambio.

En la torre de control sonó una voz por el sistema de megafonía.

– Torre, aquí Servicio de Emergencia.

Stavros reconoció la voz de Tintle, que preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

– El problema es la situación. Ahora es una alerta 3-3.

– ¿Por qué?

Stavros pensó que Tintle parecía menos insolente ahora.

– Porque ha estado a punto de producirse una colisión con otro avión -respondió.

– Diablos. -Silencio, y luego-: ¿Cuál cree que es el problema?

– Ni idea.

– ¿Secuestro?

– Un secuestro no hace que un piloto vuele con el culo.

– Sí… bueno…

– No tenemos tiempo para conjeturas. El avión está en aproximación final de veintidós kilómetros a pista Cuatro-Derecha. ¿Me copia?

– Veintidós kilómetros a pista Cuatro-Derecha.

– Confirmado -dijo Stavros.

– Convocaré al resto de la unidad para una 3-3.

– De acuerdo.

– Confirme tipo de avión -dijo Tintle.

– Por lo que sé, un 747, serie 700. Lo llamaré cuando establezcamos contacto visual.

– Recibido.

Stavros cortó la comunicación y levantó los prismáticos. Los enfocó sobre el final de la pista y empezó a escudriñar metódicamente desde allí, pero su mente estaba en la conversación que acababa de tener por radio. Recordaba a Tintle de haber coincidido con él en varias reuniones de enlace del Comité de Emergencia. No le agradaba especialmente el estilo de Tintle pero tenía la impresión de que era un hombre competente. En cuanto a los tipejos que se llamaban a sí mismos Pistolas y Mangueras, se pasaban casi todo el tiempo en el cuartelillo de bomberos jugando a cartas, mirando la televisión o hablando de mujeres. También limpiaban mucho sus vehículos; les encantaba tenerlos relucientes.

Pero Stavros los había visto varias veces en acción, y estaba seguro de que podían encargarse de cualquier asunto, desde un avión accidentado hasta un incendio a bordo e incluso un secuestro. De todos modos, no era responsabilidad suya lo que hiciesen ellos ni la situación misma una vez que el avión se hubiera detenido. Encontraba una cierta satisfacción en el hecho de que la resolución de aquella 3-3 sería con cargo al presupuesto de la Autoridad Portuaria y no al de la Administración Federal de Aviación.

Bajó los prismáticos, se frotó los ojos y luego dirigió los prismáticos a la pista Cuatro-Derecha.

Habían entrado en acción las dos unidades de rescate, y Stavros vio a lo largo del perímetro de la pista una impresionante variedad de vehículos del Servicio de Emergencia, con las luces rojas encendidas, girando y lanzando destellos. Estaban estacionados a mucha distancia unos de otros, con el objeto de evitar que un gran avión, como por ejemplo un 747, los destruyera a todos en el caso de que tuviera que realizar un aterrizaje.

Stavros contó dos vehículos de interceptación rápida y cuatro grandes motobombas T2900. Había también un camión pesado de rescate, dos ambulancias y seis coches policiales de la Autoridad Portuaria, además del Puesto de Mando Móvil, que tenía todas las frecuencias de radio de todas las agencias asociadas de Nueva York, así como una central telefónica completa. Divisó también el camión de material peligroso, cuyo personal había sido entrenado por el ejército. Aparcado a lo lejos estaba el camión de escalera móvil y el hospital móvil. Lo único que faltaba era el depósito de cadáveres móvil. No lo llevarían hasta que fuese necesario, y en ese caso ya no habría ninguna prisa.

Ed Stavros contempló la escena, una escena que él había creado con sólo descolgar su teléfono rojo. Una parte de él no quería que hubiese ningún problema con el avión que iba a aterrizar. La otra parte, sin embargo… No había declarado una tres-tres desde hacía dos años y le preocupaba la posibilidad de que se hubiera excedido. Pero excederse era mejor que no llegar.

– Diez kilómetros -dijo Hernández.

– Perfecto.

Stavros volvió a escrutar sistemáticamente el horizonte, donde el océano Atlántico se fundía con la niebla de Nueva York.

– Nueve kilómetros.

– Lo tengo. -Incluso con los potentes prismáticos, el 747 era poco más que un destello en el cielo azul. Pero su tamaño iba aumentando por momentos.

– Ocho kilómetros.

Stavros continuó mirando el avión que se aproximaba. Había visto miles de gigantescos reactores realizar aquella aproximación, y en este caso no había nada especial que le preocupara, salvo el hecho de que las radios del avión continuaban en absoluto silencio.

– Siete.

Stavros decidió hablar con la persona que tenía a su cargo los equipos de rescate. Cogió un radioteléfono que estaba sintonizado con la frecuencia de Control de Tierra y transmitió:

– Rescate Uno, aquí torre.

La respuesta llegó por el altavoz.

– Torre, aquí Rescate Uno. ¿Qué puedo hacer hoy por usted?

Oh, Dios -se dijo Stavros-, otro engreído. Debía de ser un requisito para acceder al puesto.

– Aquí el señor Stavros -dijo-, supervisor de Torre. ¿Con quién hablo?

– Soy el sargento Andy McGill, gran jefe de Pistolas y Mangueras. ¿Qué puedo hacer por usted?

Stavros decidió que no iba a seguirle el juego a aquel imbécil.

– Quiero establecer contacto directo con usted.

– Establecido.

– Muy bien… el avión está a la vista, McGill.

– Sí. Nosotros también lo vemos.

– Se dispone a aterrizar.

– Bueno. Lo que no me gusta es que aterricen encima de nosotros.

– Pero estén preparados.

– ¿Sigue sin radio?

– Sí.

– Tres kilómetros -dijo Hernández, y añadió-: Continúa en rumbo. Altitud, doscientos cincuenta metros.

Stavros transmitió el dato a McGill, que acusó recibo.

– Un kilómetro -dijo Hernández-, en rumbo, ciento cincuenta metros.

Stavros distinguía ahora claramente el enorme reactor.

– Confirmado un 747-700 -le comunicó a McGill-. Tren de aterrizaje desplegado, alerones normales, al parecer.

– Recibido. Tengo su posición -respondió McGill.

– Perfecto. Queda a su cargo. -Stavros cortó la transmisión y dejó el radioteléfono.

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