Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Bien… Bueno…

– No estoy declarando una emergencia -añadió Esching-. Sólo…

– Sí, entiendo. Pero vamos a seguir las normas establecidas y la definiré como situación tres-dos. Ya sabe, «problemas potenciales». ¿De acuerdo?

– Sí… Quiero decir que podría ser…

– ¿Qué?

– Bueno, no voy a conjeturar, señor Stavros.

– No le pido que lo haga, señor Esching. ¿Debo declarar una tres-tres?

– Eso es competencia suya, no mía -respondió, e instantes más tarde añadió-: Nosotros tenemos una situación de ausencia de radio que ya dura más de dos horas, y no hay ningún otro indicio de problemas. Le aparecerá en pantalla dentro de uno o dos minutos. Vigílelo atentamente.

– Muy bien. ¿Algo más?

– Es todo -respondió Bob Esching.

– Gracias -dijo Ed Stavros, y colgó.

Stavros cogió su teléfono de la línea directa con el centro de comunicaciones de la Autoridad Portuaria, y, a la tercera señal de llamada, una voz dijo:

– Pistolas y Mangueras a su servicio.

A Stavros no le gustaba nada el humor de los agentes de la Autoridad Portuaria, que hacían al mismo tiempo de bomberos y de personal de servicio de emergencia.

– Me va a llegar un aparato en ausencia de radio -dijo-. Vuelo Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental, Boeing 747, serie 700.

– Recibido, torre. ¿Qué pista?

– Estamos usando todavía la Cuatro-Derecha, ¿pero cómo voy a saber cuál utilizará si no podemos hablar con él?

– Muy agudo. ¿Cuál es la hora estimada de llegada?

– Las dieciséis veintitrés.

– Recibido. ¿Quiere una tres-dos o una tres-tres?

– Pues… empecemos con una simple tres-dos, y podemos aumentar o disminuir según evolucione la situación.

– O podemos mantenerla igual.

Decididamente, a Stavros no le agradaba la actitud insolente de aquellos tíos. Quien hubiera tenido la brillante idea de coger tres ocupaciones distintas -servicio de emergencia, bomberos y policías- y fundirlas en una sola debía de estar loco.

– ¿Quién es? ¿Bruce Willis? -dijo Stavros.

– Sargento Tintle, a su servicio. ¿Con quién hablo yo?

– Señor Stavros.

– Bien, señor Stavros, baje al cuartel de bomberos y le pondremos un hermoso traje de material ignífugo y le daremos una hacha, y si el avión hace explosión usted puede ser uno de los primeros en subir a bordo.

– El avión en cuestión está en situación de ausencia de radio, sargento -repuso Stavros-, no tiene problemas mecánicos. No se ponga nervioso.

– Me encanta cuando se enfada.

– Bien, vamos a darle un carácter oficial al asunto. Voy a coger el teléfono rojo -dijo Stavros.

Colgó el aparato, descolgó el teléfono rojo y pulsó un botón que le puso de nuevo en contacto con el sargento Tintle, que esta vez contestó:

– Autoridad Portuaria, Servicio de Emergencia.

Aquella llamada era oficial y estaba siendo grabada, así que Stavros se atuvo al procedimiento establecido y dijo:

– Aquí torre de control. Llamo en una tres-dos de un 747-700 Trans-Continental aterrizando en pista Cuatro-Derecha, hora estimada de llegada veinte minutos aproximadamente. Vientos en cero-tres-cero a diez nudos. Trescientas diez almas a bordo. -Stavros siempre se preguntaba por qué se les llamaba almas a los pasajeros y los tripulantes, pues parecía que estuvieran muertos.

El sargento Tintle repitió el comunicado y añadió:

– Despacharé las unidades.

– Gracias, sargento.

– Gracias a usted por llamar, señor. Nos hacemos cargo.

Stavros colgó y se frotó las sienes.

– Imbéciles.

Se levantó y paseó la vista por la amplia sala de la torre de control. Varios hombres y mujeres miraban atentamente sus pantallas o hablaban con intensa concentración por los micrófonos de sus cascos o miraban de vez en cuando por las ventanas. La torre de control no era un trabajo tan fatigoso como el de los verdaderos controladores de tráfico aéreo que ocupaban la sala de radar -carente de ventanas- del piso inmediatamente inferior, pero no le faltaba mucho. Recordó la vez en que dos de sus hombres provocaron la colisión de dos aviones de pasajeros en la pista. Había ocurrido en uno de sus días libres, y por eso todavía conservaba su puesto.

Se dirigió hacia el amplio ventanal. Desde aquella altura de cien metros -el equivalente a un edificio de treinta pisos- la vista panorámica de todo el aeropuerto, la bahía y el océano Atlántico resultaba espectacular, especialmente con cielo despejado y el sol poniente a su espalda. Miró el reloj y vio que eran casi las cuatro en punto de la tarde. Habría estado fuera de allí al cabo de unos minutos pero no iba a ser así.

Tenía que estar en casa a las siete para cenar con su mujer y un matrimonio amigo. Confiaba en poder llegar a tiempo o, al menos, con un razonable retraso. Incluso podría quedar bien llegar con una buena historia sobre el motivo de su tardanza. La gente pensaba que tenía un trabajo fascinante, y él se aprovechaba de ello cuando había tomado unos cuantos cócteles.

Tomó nota mentalmente para acordarse de llamar a casa una vez que hubiese aterrizado el Trans-Continental. Luego tendría que hablar por teléfono con el capitán del aparato y a continuación redactar un informe preliminar del incidente. Suponiendo que se tratara sólo de un fallo de comunicaciones, para las seis ya estaría en la carretera y tendría dos horas extraordinarias por cobrar. Perfecto.

Repasó mentalmente la conversación con Esching. Desearía tener un modo de acceder a la cinta que registraba todas sus palabras pero la Administración Federal de Aviación no era lo bastante estúpida como para permitirlo.

Volvió a pensar en la llamada telefónica de Esching, pero no en las palabras, sino en el tono. Era evidente que Esching estaba preocupado y no podía ocultarlo. Sin embargo, la interrupción de comunicaciones por radio durante dos horas no era una situación necesariamente peligrosa, sino tan sólo poco habitual. Stavros consideró unos momentos la posibilidad de que se hubiera declarado un incendio a bordo del vuelo 175 de Transcontinental. Eso era razón más que suficiente para cambiar la alerta de un simple grado 3-2 a un grado 3-3. Un 3-4 era un accidente aéreo real o inminente, y en ese caso no había dificultades. Pero la incertidumbre de aquella situación resultaba un tanto peliaguda.

Y, naturalmente, existía la remota posibilidad de que se tratara de un secuestro. Pero Esching había dicho que el localizador de posición no estaba emitiendo la señal en clave para casos de secuestro.

Stavros barajó sus dos opciones, ¿3-2 o 3-3? Una 3-3 exigiría un mayor esfuerzo creativo en la redacción del informe si la cosa acababa quedando en nada. Decidió dejarlo en una 3-2 y se dirigió hacia el bar.

– Jefe.

Stavros volvió la vista hacia uno de sus controladores de torre, Roberto Hernández.

– ¿Qué?

Hernández se quitó el auricular y le dijo:

– Jefe, acabo de recibir una llamada del controlador de radar sobre un avión de Trans-Continental en silencio de radio.

Stavros dejó el café.

– ¿Y?

– Bueno, el avión inició el descenso antes de lo esperado y ha estado a punto de colisionar con un vuelo de US Airways con destino a Philly.

– Dios santo… -Stavros volvió nuevamente la vista hacia la ventana. No entendía cómo el piloto de Trans-Continental podía no haber visto a otro avión en un día completamente despejado, sin nubes. Incluso el propio equipo de alarma de conexión habría sonado antes de que se estableciera contacto visual. ¿Era aquello el primer indicio de que algo podría estar marchando realmente mal? ¿Qué diablos está pasando aquí?

Hernández miró su pantalla de radar y dijo:

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