Karin Alvtegen - Culpa

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Eva desea que su familia -la que tiene junto a Henrik, su esposo, y Axel, su hijo- se parezca al entorno tradicional y seguro en el que ella creció. Hasta el momento ha visto cumplidas sus expectativas vitales, tanto a nivel sentimental como profesional, pero un día descubre que su marido la está engañando con otra mujer. Henrik, incapaz de confesárselo, le oculta sus sentimientos y miente sin ningún reparo.
Destrozada por la traición, Eva no se atreve a dar una salida franca a sus sentimientos de cólera y, en su lugar, elabora una venganza. La vida continúa igual, pero ambos están atrapados en el miedo, y el engaño mutuo les envuelve en una atmósfera cada vez más asfixiante. En estas circunstancias al límite, el encuentro casual entre Eva y un joven tendrá consecuencias insospechadas.

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Cuando acabó de comer regresó a Stora Nygatan, entró en Correos e hizo unas copias de la lista en la impresora. Las guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

Llegó con tiempo de sobra al lugar de la reunión. El reloj de Tornberg marcaba las dos y veinte.

Ella llegó con cinco minutos de retraso. La vio venir por Nybrogatan; no hizo ningún ademán de apresurarse sino que se detuvo a mirar el escaparate de una tienda de antigüedades enfrente de la entrada del Dramaten.

Peter sostenía la bolsa de Konsum lista para entregársela y hacer así el encuentro tan corto como fuera posible.

– ¿Eso es todo? -preguntó ella y lanzó una mirada a la bolsa.

– Sí -contestó él-. Esto es todo lo que me ha dado Lundberg.

Ella lo estudió en silencio.

El no encontraba nada que decir pero a ella no parecía importarle el embarazoso silencio.

– Bueno, entonces eso es todo -dijo él al final-. Le llamaré si se me ocurre algo.

Ella esbozó una sonrisa oblicua como si no creyera que hubiera muchas probabilidades de que eso ocurriera.

– Y yo, ¿dónde puedo localizarle? -dijo ella al fin.

Peter no tenía el más mínimo deseo de darle su número de teléfono.

– Me puede localizar a través de Lundberg.

Comenzó a dirigirse hacia Karlavägen. Estaba contento de que hubiese acabado. Después de cruzar Strandvägen se dio la vuelta y vio que ella estaba parada y lo seguía con la mirada. Volvió rápidamente la cabeza y apresuró el paso.

Lundberg estaba sentado en la silla detrás de su escritorio.

– ¿Ha visto a nuestra querida inspectora? -preguntó cuando Peter entró por la puerta.

Peter asintió y se sentó en la silla de las visitas. Ahora estaba más tranquilo.

– Es tan manejable como una segadora trilladora -prosiguió Lundberg-. Imagine despertarse cada mañana a su lado.

Se recostó en la silla y colocó las manos detrás de la nuca.

– Pero seguro que todos acaban así en esa profesión. Me imagino que deben de ver un tipo de cosas que no ayudan nada a incrementar su amor por las personas.

– Seguro -asintió Peter educado.

La habitación estaba arreglada y los restos rasgados de las cortinas habían desaparecido. Tras la paredes de cristal tenía lugar una febril actividad. Se imaginó que los que trabajaban ahí fuera echarían de menos las cortinas del jefe.

– ¿Va a dormir en mi casa este fin de semana o tiene otros planes? -preguntó Lundberg.

Peter no había pensado que era viernes.

– No, no tengo planes -dijo él.

No deseaba perder a Lundberg de vista antes de saber con qué efectividad se encargaría del asunto la inspectora Andersson. Además, no se atrevía a dormir en su piso.

– Lotta tiene otra llave en recepción, la puede coger. ¿Se acuerda del código de la alarma?

Peter rebuscó en su chaqueta y sacó un papel arrugado.

– Bien -dijo Lundberg-. Compraré algo de comida de camino a casa. ¿Le apetece algo especial?

Pensó que Lundberg apreciaría que tuviera alguna proposición o de que alguna manera mostrara sus preferencias. Lundberg se mostraba más accesible que él y la pelota estaba en el tejado de Peter.

– ¿Por qué no marisco? -respondió.

15

La cena fue extraordinaria. Hasta Peter con sus escasos conocimientos de gastrónomo pudo darse cuenta de que Lundberg sabía lo que hacía cuando se ponía a cocinar. Le había preparado unos cangrejos de mar con una salsa que sabía a gloria y para acompañar habían bebido una botella de vino blanco de Alsacia. Peter leyó en la etiqueta que el vino era de 1979 y se sorprendió de que tuviera la misma edad que su recuerdo de Susanne.

Se sentía un poco mareado pero la embriaguez era agradable y le llenó de una tranquilidad poco habitual.

No habían hablado mucho durante la cena. Peter había disfrutado de la comida y no se había sentido en absoluto incómodo durante los largos momentos de silencio que hubo.

Lundberg se inclinó sobre el plato y comenzó a juguetear con el caparazón vacío de un cangrejo. Sin levantar la mirada preguntó:

– ¿Por qué no quería ir a la comisaría?

Peter aún seguía tranquilo. Aquí se sentía seguro. La puerta que Lundberg había abierto al confiar en él le había proporcionado una tímida sensación de confianza.

– Si le soy sincero no lo sé -respondió-. Ahora mismo tengo un asunto pendiente con el S-E-Banken. Creo que eso fue lo que me asustó.

– ¡Por lo menos es una tranquilidad saber que no le buscan por asesinato! Me intranquilizó un poco. Usted no es precisamente de esos que hablan constantemente de sus intimidades.

Lundberg le sonrió.

– ¿Hay algo que deba saber? -continuó, y miró a Peter-. Quiero decir, ¿no estaré protegiendo de la justicia a un estafador?

Aún sonreía, pero Peter vio que deseaba saber cómo estaban las cosas.

El propio Peter se sorprendió de su reacción. Sin escatimar ni un detalle comenzó a hablarle de su negocio, de las deudas y de las irregularidades de Bengtsson con el IVA. Incluso habló de sus problemas de ansiedad, aunque sin especificar su gravedad.

En mitad de su relato notó de repente cómo le caían las lágrimas por las mejillas y rápidamente ocultó el rostro entre sus manos. Cuando acabó de hablar estaba completamente agotado. Su cuerpo apenas podía mantenerse erguido en la silla, pero después de compartir sus problemas sintió el ánimo mucho más ligero.

Lundberg lo observaba. Peter quizá había esperado encontrar desprecio en su mirada pero, en cambio, vio una especie de cariñosa simpatía. Peter intentó adelantársele.

– Comprenderé perfectamente que a partir de ahora prefiera que la policía se encargue del trabajo -dijo-. Quiero decir, ahora que conoce al fracasado con el que ha tropezado.

No había hablado ni con autocompasión ni para pedir ayuda, simplemente había ocupado el lugar que solía escoger: el más bajo, el que permitía que fuera más fácil pisarle.

Lundberg lo miró un buen rato. Peter bajó la vista al suelo. Comenzaba a faltarle la confianza que Lundberg le había hecho sentir. Estaba sentado al borde de un abismo mientras Lundberg tenía ambos pies seguros sobre el suelo.

Las vacaciones se habían terminado.

– Una vez tuve un amigo -comenzó Lundberg-. Se llamaba Janne Ousbäck. Estábamos muy unidos. Nos hicimos amigos el primer día de clase y continuamos siéndolo durante toda la adolescencia, con todo lo que eso significa. Lo sabíamos todo el uno del otro.

Hizo una pausa y rió ligeramente como si acabara de recordar algo divertido.

– En fin. Después del bachillerato nos separamos durante un par de años pues yo me fui a estudiar a Uppsala y él se quedó aquí en la ciudad. Cuando regresé, abrí mi propia empresa que fue cada vez mejor; debo reconocer que entonces la amistad no era lo más importante de mi vida. Janne me llamó un par de veces, manteníamos largas charlas por teléfono y siempre me pedía que nos viéramos. Yo nunca tenía tiempo. O mejor dicho: nunca me lo tomé. Tenía ocupaciones más lucrativas en las que emplear mi tiempo, o personas más importantes con las que estar y ser visto en el bar Opera.

Lundberg cruzó los brazos sobre el pecho.

– Medio año más tarde me llamó su padre y me dijo que lo habían encontrado en el desván. Estuvo colgado ahí arriba una semana antes de que encontraran su nota de suicidio traspapelada en una pila de periódicos. Resultó que tenía graves problemas económicos y al final no aguantó más.

Lundberg bebió un trago de vino.

– Me quedé completamente conmocionado. Fue la primera vez en mi vida que comprendí que todos nos moriremos algún día. Que el tiempo es algo que puede acabarse. Cogí todos los beneficios de ese año y pagué sus deudas; desde entonces he intentado ocuparme más de mis amigos. Uno no puede esperar siempre a la siguiente vez pues quizá nunca llegue. Siempre se puede ganar más dinero.

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