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James Ellroy: El Asesino de la Carretera

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James Ellroy El Asesino de la Carretera

El Asesino de la Carretera: краткое содержание, описание и аннотация

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado. Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

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Una tarde de junio, al volver a casa, me encontré al tío Walt limpiando el garaje de la parte trasera del edificio. El sol del atardecer se reflejaba en una serie de utensilios de acero mate que envolvía en un hule. Las herramientas tenían un aspecto malvado, a la Sombra Sigilosa le habría gustado tener algo así.

– ¿Qué es eso?-le pregunté.

– Herramientas de ratero -respondió Borchard alzando un instrumento que parecía un bisturí-. Este pequeñín es una ganzúa y éste, un cincel: con el lado plano haces saltar el cerrojo y con el afilado destrozas el dintel de la puerta. Estos otros pequeños son un reventador de ventanas, un taladro de empuje y una palanca. Ese papá grande de allí es un cortacristales con ventosa. ¿Qué pasa, Marty? Te veo nervioso.

Respiré hondo y fingí indiferencia encogiéndome de hombros.

– Me duele un poco la cabeza. ¿Y por qué los mangos tienen esas marcas de haberlos rascado con un cepillo metálico? ¿Para agarrarlos mejor?

– En parte -respondió Borchard, alzando la palanca-, pero las estrías son, sobre todo, para evitar las huellas dactilares. Mira, la posesión de herramientas para robo con escalo es un delito; si al ladrón lo pillan con ellas, lo detienen. Y si lo sorprenden con ellas dentro de una casa, implica que está robando y se suman las penas. Pero con estas marcas no quedan huellas, por lo que, si está dentro de una casa y lo descubrimos, siempre puede decir que las herramientas no son suyas, por más evidente que sea lo contrario. Las muescas también son útiles para rascarse la espalda.

El tío Walt se rascó la espalda con el mango de la palanca y yo pregunté:

– Si son ilegales, ¿cómo es que las tienes?

– Marty, pequeño, eres un chico listo, pero algo ingenuo. -Borchard me pasó el brazo por los hombros con un gesto paternal-. Antes de entrar en la oficina de Relaciones Públicas del DPLA, fui detective de robos con escalo durante tres años y podríamos decir que me las apañé para hacerme con unas cuantas piezas, ¿entiendes? Está bien tener herramientas, además uso la ganzúa para jugar a los dardos. Pego una foto de Lyndon B. Johnson o de cualquier otro de esos malditos liberales a la pared y hago volar la herramienta. Tac, tac, tac. Vamos, subamos al apartamento. Tengo un par de pizzas congeladas que están pidiendo cómeme.

Aquella noche, mantuve el monólogo de Borchard centrado en un solo tema: el robo con escalo. No tuve que fingir atención: en esta ocasión, vino por sí sola, como si el operador de cabina que utilizaba para las películas mentales estuviera en huelga y yo hubiese encontrado un entretenimiento mejor. Aprendí la utilización práctica de las hermosas herramientas de acero mate; me enteré de las técnicas rudimentarias para neutralizar alarmas. Aprendí que la adicción a las drogas y la propensión a alardear de las propias hazañas solían conducir a la ruina del ladrón y que si éste no era demasiado codicioso y cambiaba a menudo de zona de actuación, podía eludir la captura indefinidamente. Los tipos criminales quedaron grabados en aquella parte de mi mente donde sólo moraba la lógica: rateros que robaban dinero y joyas sueltas que podían tragarse si se presentaba la pasma; ladrones de tarjetas de crédito que hacían una retahíla de compras y vendían el material a los peristas. Envenenadores de perros guardianes, asaltantes que penetraban en una casa y violaban a la dueña, y atrevidos ladrones que pegaban palizas y robaban se unieron a la Sombra Sigilosa en mi séquito mental.

Hacia medianoche, Borchard, grogui de pizza y cerveza, bostezó y me acompañó a la puerta. Cuando ya me iba, me tendió la palanca cincel.

– Diviértete, chico. Dale a L. B. J. unas cuantas veces de parte del tío Walt, pero procura no estropear la pared. Ese contrachapado es caro.

Noté en la mano las estrías del acero, que parecían arder. Regresé a mi habitación sabiendo que tenía coraje para hacerlo.

6

La noche siguiente, di el golpe.

El día se había reducido a furiosas películas mentales y temblores externos, y el bibliotecario jefe me preguntó un par de veces si había pillado un resfriado; pero cuando cayó la oscuridad, se adueñó de mí una profesionalidad largo tiempo enterrada y mi mente se concentró en las exigencias del trabajo que se avecinaba.

Ya había decidido que mi «chicha» serían las viviendas de mujeres solitarias y que sólo robaría lo que, razonablemente, pudiera llevar encima. Sabía, por anteriores monólogos de Walt Borchard, que la zona que quedaba justo al sur de East Griffith Park Road estaba relativamente libre de pasma; era un barrio de clase media con baja criminalidad que sólo requería una vigilancia superficial. Con esta información privilegiada en la cabeza, me encaminé hacia allí cuando salí del trabajo.

Las calles de la zona de Los Feliz y Hillhurst eran una combinación de casas de estuco de cuatro vecinos y casitas unifamiliares, de jardines delanteros estrechos y anchos. Trazando un ocho, rodeé los bloques de viviendas desde Franklin hacia el norte, comprobando si había o no coches en los garajes particulares y buscando puertas débiles que se vieran fáciles de forzar. La palanca cincel descansaba en mi bolsillo trasero, envuelta en un par de guantes de goma que había comprado durante la hora del almuerzo. Estaba preparado.

El sol empezó a ponerse a las siete y media y tuve la sensación de que los garajes que todavía estaban vacíos seguirían estándolo. Entre las seis y las siete había habido una gran marea de gente que volvía a casa del trabajo, pero el tráfico ya estaba disminuyendo y empezaba a ver más y más viviendas a oscuras y sin coches en las calzadas privadas de acceso. Decidí esperar a que anocheciese del todo para ponerme en marcha.

Veinticinco minutos después, me encontraba en New Hampshire Avenue, acercándome a Los Feliz. Llegué a una zona de oscuras casas de una planta y empecé a pasar junto a los patios delanteros, deteniéndome a buscar nombres de mujeres solteras en los buzones. Los cuatro primeros identificaban a los inquilinos como «Sr. y Sra.», pero la quinta era chicha: «Srta. Francis Gillis.» Anduve hasta la puerta y llamé al timbre antes de que el miedo pudiera atenazarme.

Silencio.

Un timbrazo. Dos. Tres. Detrás de la ventana de la fachada, la oscuridad parecía intensificarse con el eco de cada llamada. Me puse los guantes, saqué la herramienta y la encajé en el estrecho espacio entre la puerta y el dintel. Me temblaban las manos y me dispuse a empujar, forzar y astillar. Sin embargo, justo entonces, los temblores se aceleraron y el filo plano de la ganzúa corrió limpiamente el pasador de la cerradura. La puerta se abrió con un clic por pura chiripa.

Me colé dentro y cerré la puerta; luego, me quedé absolutamente inmóvil en la oscuridad del interior, esperando a que se revelara la forma y distribución de la estancia. Notaba una comezón desde la pelvis a las rodillas y, mientras estaba allí plantado pensando en la Sombra Sigilosa, la sensación se fue concentrando en mi entrepierna.

Entonces se produjo un ruido de rascar de uñas y una poderosa fuerza bruta me golpeó la espalda. Unos dientes se cerraron sobre mi rostro y noté que me desgarraban una parte de la mejilla. Dos ojos amarillentos brillaron de inmediato ante mí, enormes y extrañamente traslúcidos. Supe que se trataba de un perro y que la Sombra Sigilosa quería que lo matara.

Los dientes se cerraron de nuevo; esta vez, me rozaron la oreja izquierda. Noté las uñas escarbando en mi estómago y lancé un golpe con la punta afilada de mi herramienta, adelante y arriba, donde calculaba que estarían los intestinos del animal. Fue una imitación perfecta del movimiento de la S. S. y, cuando el filo desgarró la piel y asomaron las entrañas, calientes y húmedas, llegué al borde del orgasmo. Me quité el perro de encima, mientras el animal iniciaba una serie de agónicos mordiscos por puro reflejo, y permanecí tumbado, aplastado contra el suelo. Mis ojos ya se habían adaptado a la oscuridad, así que distinguí un sofá repleto de cojines a unos palmos de donde me encontraba. Me arrastré hasta allí, agarré un almohadón de buen tamaño, adornado con borlas, y lo presioné sobre la cabeza del perro hasta asfixiarlo.

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