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James Ellroy: El Asesino de la Carretera

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James Ellroy El Asesino de la Carretera

El Asesino de la Carretera: краткое содержание, описание и аннотация

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado. Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

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La calma dio paso a la aprensión mientras aparcaba en Cahuenga y Franklin, a media manzana del Omnibus, el infame O.B.'s, el local que Walt Borchard había llamado «un saco de pus incluso para lo que se lleva en Hollywood, un verdadero carnaval de los bajos fondos: peristas, moteros, putas, camellos, yonquis y maricones». Antes siquiera de llegar a la puerta, vi confirmada su apreciación. Delante del edificio, un bloque bajo de cemento, había media docena de motos aparcadas en la acera y un grupo de tipos de aspecto peligroso con chaquetas de cuero que se pasaban una botella de whisky. Cuando empujé las puertas batientes, vi que el interior era un gran muestrario de cosas que no había visto nunca.

Al fondo del gran local cargado de humo, había un escenario. En él, unos negros descamisados tocaban congas y, detrás de ellos, un blanco movía un foco de colores en dirección a la pista de baile, en forma de herradura. Una fila de jóvenes, chicos y chicas, hacía cola en la periferia de la masa giratoria de bailarines y, cada pocos segundos, uno de ellos se dirigía a una puerta que alcancé a distinguir en la parte trasera del escenario.

Mientras me adentraba en aquel torbellino del hampa, acaricié el botín que llevaba en los bolsillos de la cazadora para que me diera valor y suerte. Me sumé a la fila de hippies y observé con más detalle la pista. Hombres bailaban con hombres y mujeres con mujeres. Me llegó un olor intenso, almizclado, y deduje que sería marihuana. Enseguida noté un codazo en el costado y me encontré un porro delante de la cara.

– Fuma -me dijo una pelirroja de melena larga y enredada-. Es Acapulco Gold. Volarás.

Pensé en la Sombra Sigilosa y la invisibilidad psíquica y respondí:

– No, gracias. No me va el rollo.

La chica entrecerró los ojos e hizo una calada.

– ¿Eres un estupa?

– No. He venido por negocios.

– ¿Comprar o vender?

– Vender.

– Estupendo. ¿Hierba? ¿Anfetas? ¿Ácido?

La S. S. me susurraba al oído: «Donde fueres, haz…» Impulsivamente, dije: «Una calada», y cogí el porro. Me lo llevé a los labios y aspiré profundamente. El humo ardía, pero lo retuve hasta que noté como si un atizador al rojo me quemase los pulmones. Por fin, solté el humo y respondí, jadeante:

– Joyas, relojes, tarjetas de crédito.

La chica dio otra calada y se presentó:

– Me llamo Lovechild. ¿Eres un criminal o algo así?

Me devolvió el porro y, cuando aspiré el humo, vi a la Sombra Sigilosa y a Lucretia marcándose un lento en la pista. Los demás bailarines topaban con ellos y Lucretia amagaba con morderles el cuello hasta que se retiraban. Al cabo de unos segundos, los danzantes estaban de rodillas, mientras que la S. S. y Lucretia aparecían desnudos y enredados en un amasijo de brazos y piernas, como serpientes. Di otra calada y oí la música procedente del escenario: «¡Me voy a colocar y al cielo voy a volar! ¡Un poco de polvo blanco en un muslo de bruma púrpura! ¡No me preguntes por qué!»

Lovechild se arrimó a mí y protestó, haciendo pucheros:

– ¡No te apalanques el porro, pásalo! ¡Es costo caro!

Todavía con los ojos puestos en la Sombra Sigilosa y Lucretia, metí la mano en el bolsillo derecho de la cazadora y busqué un Rolex de mujer para tranquilizarla. Mis dedos se cerraron en torno a algo metálico y saqué lo que agarraba. Al momento, alguien gritó:

– ¡Tiene un arma!

La fila de hippies se disgregó y la Sombra Sigilosa y Lucretia se desvanecieron. 01 el cuchicheo repetido, «un pasma, un pasma». La realidad se impuso y obligué a mi cerebro, atontado por la marihuana, a recordar el nombre del «perista principal» que, según Walt Borchard, trabajaba en el O.B.'s. Apunté con mi 38 descargada a Lovechild y susurré:

– Cosmo Veitch. Llévame.

La gente empezaba a ponerse nerviosa. Notaba que me estaban midiendo. Tenía a favor mi estatura y mi indumentaria formal pero, aparte de eso, estaba en los huesos y apenas tenía veinte años. Si alguien decidía encender las luces normales del local, quedaría en evidencia que era un impostor, un falso pasma.

Vinieron en mi ayuda viejos recuerdos y películas mentales, y noté que las facciones se me congelaban en esa expresión mía de «no te metas conmigo, soy un pirado». La Sombra Sigilosa me susurraba palabras de estímulo y se señalaba el diafragma; entendí que quería que hablara con una voz grave y áspera, de hombre ya hecho.

– Cálmense, ciudadanos -dije-. Esto no es una redada; es sólo entre Cosmo y yo.

El comentario tuvo el efecto de apaciguar a la masa. Observé que los rostros tensos se relajaban con alivio y los bailarines que tenía directamente delante volvían a la pista y reanudaban sus evoluciones. Reparé en que todavía empuñaba mi 38 a la altura de la cadera y la fila de hippies se había dispersado definitivamente. Estaba concentrándome en mantener mi rostro en las sombras cuando oí una voz masculina a mi espalda.

– ¿Sí, agente?

Lentamente di media vuelta y sonreí. La voz pertenecía a un hombre joven de mirada dura, cuerpo firme y rollizo, gafas de cristales ovalados y cola de caballo.

– Vamos a un sitio tranquilo -dije y apunté con el arma hacia la parte trasera del escenario. Cosmo abrió la marcha y me condujo hasta un cuartito lleno de taburetes y gramolas fuera de uso. La luz era brillante y áspera y mantuve todo mi ser concentrado en dar la impresión de ser mayor de mi verdadera edad y en expresarme como tal.

– Soy el Sigiloso -añadí-. Trabajo en la brigada de Robos en el Valle, y he recibido buenos informes de ti. -Con la pistola apuntando al suelo, vacié el contenido de los bolsillos de la cazadora sobre uno de los taburetes. Cosmo soltó un silbido ante la acumulación de joyas, relojes y tarjetas de crédito. La S. S. hacía gestos de «sé audaz» y, con un suspiro, me limité a decir-: Propón una cantidad, no tengo toda la noche.

Cosmo acarició los dos Rolex, hurgó entre las joyas y levantó varias piedras rojas para observarlas a la luz.

– Quinientos dólares -dijo.

Sentí otro subidón de la marihuana.

– Billetes, no hierba. -Los gestos de la Sombra Sigilosa para que me mostrara atrevido se hicieron más enfáticos y añadí-: Seiscientos.

Cosmo sacó un fajo de billetes del bolsillo, contó seis de cien dólares y me los entregó. Después, señaló una puerta trasera. Me guardé la pistola en el bolsillo, hice una reverencia y me marché como un gran actor que abandonara el escenario después de salir a saludar tras una actuación memorable. Había conquistado el sexo y había conseguido la invisibilidad psíquica en un mismo día. Era inexpugnable; era de oro.

9

Mirar.

Robar.

Mirar y robar.

Pasé veinticuatro horas febriles tratando de reconciliar la logística dual. ¿Casas de parejas recién casadas? No, demasiado arriesgado.

¿Vigilancia a mujeres jóvenes y atractivas con amigos que se quedaban a dormir? No. Demasiado azaroso. Por fin, se me ocurrió una idea. Crucé el vestíbulo y llamé a la puerta del tío Walt Borchard.

– ¿Amigo o enemigo?-gritó el tío Walt.

– ¡Enemigo! -respondí.

– ¡Entra, enemigo!

Abrí la puerta. El tío Walt estaba sentado en el sofá de la sala, engullendo su habitual cena a base de pizza y cerveza, con un papel de periódico en el suelo para recoger el queso fundido.

– Necesito… Necesito hablar -anuncié con fingida sumisión.

– Parece algo serio. Siéntate y coge un trozo.

Me acomodé en una silla delante de él y rechacé la pizza que me ofrecía.

– ¿Has trabajado alguna vez en la brigada Antivicio?-inquirí.

Borchard masticaba y se reía a la vez, la hazaña más compleja que era capaz de hacer.

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