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James Ellroy: El Asesino de la Carretera

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James Ellroy El Asesino de la Carretera

El Asesino de la Carretera: краткое содержание, описание и аннотация

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado. Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

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I. Los Ángeles

1

El cálculo de Dusenberry se quedaba corto y la metáfora de la piedra del alcaide Warden Wardlow acertaba sólo en parte. Los objetos inanimados pueden sangrar pero, para que se lleve a cabo una transfusión, la efusión debe ser autorizada por la volición más profunda y lógica del objeto. Incluso Milt Alpert, ese decente marchante de literatura básicamente honrado, ha tenido que argumentar el anuncio de nuestra colaboración con eslóganes cargados de justificaciones y con palabras que nunca he pronunciado. No acepta el hecho de que ganará el diez por ciento de un discurso de despedida sangriento. Le resulta incomprensible que no sienta remordimiento ni desee la absolución.

Una persona en mi situación con más visión de futuro aprovecharía esta oportunidad narrativa y la utilizaría para la manipulación de los profesionales de la salud mental y del estamento judicial liberal, gente proclive a una visión barata de redención. Como no albergo la menor esperanza de salir de esta cárcel, no haré tal cosa pues, simplemente, sería una falta de honradez. Tampoco voy a presentar un alegato psicológico, yuxtaponiendo a mis acciones el supuesto carácter absurdo de la vida norteamericana del siglo XX. Me he sometido voluntariamente a la baqueta del silencio y, al crear mi propia realidad envasada al vacío, he sido capaz de existir fuera de las influencias ambientales ordinarias hasta un punto excepcional: el afán prosaico de crecer y ser norteamericano no arraigó en mí y muy pronto lo transformé en algo más. Así, me reafirmo en mis acciones. Sólo son innatas para mí.

Aquí, en mi celda, tengo cuanto necesito para que mi discurso de despedida cobre vida: una excelente máquina de escribir, papel en blanco y documentos policiales que me ha procurado mi agente. En la pared del fondo hay un mapa de Estados Unidos Rand-McNally y, junto a mi camastro, una caja de alfileres con la cabeza de plástico. A medida que este manuscrito vaya desarrollándose, marcaré con los alfileres los lugares donde cometí algún asesinato.

Pero, por encima de todo, dispongo de mi mente, mi silencio. En el marketing del horror existe una dinámica: ofrécelo en una hipérbole recargada que distancie a la vez que horrorice; luego, enciende las luces, literales o figuradas, inspirando gratitud por el fin de una pesadilla que, de entrada, era demasiado horrible para ser cierta. No seguiré esa dinámica. No permitiré que me compadezcáis. Charles Manson, parloteando en su celda, inspira compasión; Ted Bundy, proclamando su inocencia a fin de atraer correspondencia de mujeres solitarias, merece desprecio. Yo merezco temor y respeto por seguir íntegro al final del largo camino que estoy a punto de emprender. Y, habida cuenta de que la fuerza de mi pesadilla prohíbe que se acabe, me lo concederéis.

2

Las guías presentan una falsa imagen de Los Ángeles como una amalgama de playas, palmeras y cine, todo ello besado por el sol. El establishment literario intenta en vano traspasar esta fachada y muestra la cuenca de L. A. como un crisol de kitsch desesperado, ilusión violenta y demencia religiosa de todos los pelajes. Las dos descripciones contienen elementos de verdad según la conveniencia de cada cual. Es fácil amar la ciudad a primera vista y aún más fácil odiarla cuando vas descubriendo la gente que vive en ella. Pero, para conocer L. A. a fondo, tienes que proceder de los barrios, de los enclaves de la ciudad interior que las guías no mencionan y que los artistas descartan en su afán por pintarla a trazos gruesos y satíricos.

Estos enclaves requieren ingenio; no revelan sus secretos a los observadores, sino sólo a los residentes inspirados. Yo presté tan implacable atención a mi territorio de juventud que éste me correspondió plenamente. No había nada de aquella tranquila zona en las afueras de Hollywood que yo no conociera.

Beverly Boulevard al sur; Melrose Avenue al norte. Rossmore y el Wilshire Country Club marcaban el límite oeste, una línea de demarcación entre el dinero y el mero sueño de tenerlo. Western Avenue y su profusión de bares y licorerías montan guardia en la frontera oriental y mantienen a raya los indeseables distritos escolares, mexicanos y homosexuales. Seis manzanas de norte a sur; diecisiete de este a oeste. Casitas de madera y casas de estilo español; calles arboladas y sin semáforos. Un edificio de apartamentos que, se rumoreaba, estaba habitado por prostitutas e inmigrantes ilegales; una escuela primaria; la discutible presencia de un picadero al que los jugadores del equipo de fútbol de la U. S. C. iban con chicas para ver viejas películas porno de los cincuenta. Un pequeño universo de secretos.

Yo vivía con mis padres en una miniatura de color salmón de Santa Barbara Mission, dos plantas, una azotea de tela asfáltica y una falsa campana de iglesia. Mi padre era delineante en una empresa aeronáutica y apostaba con prudencia: normalmente, ganaba. Mi madre trabajaba en una empresa de seguros y pasaba las horas libres contemplando el tráfico de Beverly Boulevard.

Ahora me doy cuenta de que mis padres tenían unas vidas mentales furiosas, y furiosamente separadas. Estuvieron juntos durante mis primeros siete años de vida y recuerdo que muy pronto llegué a la conclusión de que eran mis custodios y nada más. Al principio tomé su falta de afecto, hacia mí y entre ellos, como libertad: su aproximación elíptica a la condición de padres se me aparecía nebulosamente como un abandono que podía utilizar a mi favor. Carecían de la pasión necesaria para maltratarme o para amarme. Hoy sé que me armaron con tanta brutalidad infantil como para abastecer un ejército.

A principios de 1953, las sirenas de alarma de ataques aéreos distribuidas por todo el barrio se dispararon de forma accidental y mi padre, convencido de que se avecinaba un ataque ruso con bombas atómicas, nos llevó a mí y a mi madre a la azotea para esperar la llegada de la Gran Explosión. No se olvidó su petaca de bourbon porque quería brindar por el hongo atómico que, según él, se alzaría sobre el centro de L. A. y, cuando la Gran Explosión no se produjo, terminó borracho y decepcionado. Mi madre hizo una de sus contadas intervenciones orales, en esta ocasión para aplacar la depresión de su marido porque el mundo no iba a reventar. Él levantó la mano para pegarle, pero titubeó y terminó de apurar la petaca. Mi madre se marchó abajo y se sentó en su silla de mirar el tráfico, y yo empecé a hojear libros de ciencia en la biblioteca. Quería ver qué aspecto tenían los hongos atómicos.

Esa noche marcó el principio del fin del matrimonio de mis padres. La alarma de ataque aéreo propició un auge de los refugios antiatómicos en el barrio y mi padre, disgustado con tanta obra en los patios traseros, se aficionó a pasar los fines de semana en la azotea, donde bebía y observaba el espectáculo. Lo vi cada vez más enfadado y quise aliviar su dolor, para que no fuese tanto un observador reprimido. No sé cómo, se me ocurrió darle el tirachinas de acero inoxidable Wham-O que había encontrado en el banco de la parada de autobús de Oakwood y Western.

A mi padre le encantó el regalo y se aficionó a lanzar rodamientos de cojinete a la parte que sobresalía de los refugios. Pronto adquirió una puntería excelente y, buscando desafíos más estimulantes, empezó a asesinar a los cuervos que se posaban en los cables de teléfono que discurrían por el callejón de la parte de atrás de la casa. Una vez incluso le dio a una rata escurridiza desde catorce metros y diez centímetros de distancia. Recuerdo la distancia porque mi padre, orgulloso de la hazaña, la midió en metros y, después, calibró lo que quedaba con una regla metálica de delineante.

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