Riegle salta al estrado, saca la foto.
«Caballeros, podemos retenerlos legalmente durante setenta y dos horas antes de presentarlos ante el tribunal de Delitos Menores. Tienen derecho a una llamada telefónica por cabeza y, si deciden llamar a sus esposas, pueden decirles que están detenidos en la comisaría de University, acusados de un uno dieciocho barra seis cero: incitación a la prostitución. Supongo que no tienen demasiadas ganas de hacerlo, así que presten atención; sólo lo diré una vez.»
Murmullos; las respiraciones empañaron el espejo.
«El agente Riegle les enseñará unas fotos de la mujer. Si han contratado sus servicios, den dos pasos al frente. Si la han visto hacer la calle pero no han tenido tratos con ella, levanten la mano derecha.»
Un compás de espera.
«Caballeros, una confirmación auténtica les pondrá a todos en la calle en cuestión de horas, sin cargos. Si ninguno del grupo reconoce haber contratado los servicios de la dama, llegaré a la conclusión de que están mintiendo o de que, sencillamente, ninguno de ustedes la ha visto o ha hablado nunca con ella, lo cual significa en ambos casos que los diecinueve serán sometidos a un interrogatorio intensivo, y que los diecinueve serán fichados, retenidos durante setenta y dos horas y presentados ante el juez bajo la acusación de inducción a la prostitución. Durante ese plazo, permanecerán encerrados en la zona que aquí reservamos a los presos homosexuales, es decir, en la jaula de las locas, con esas preciosidades negras que les enseñaban el rabo. Caballeros, si alguno de ustedes reconoce haber tratado con la dama y su declaración nos convence de que dice la verdad, no será acusado formalmente de ningún cargo y sus revelaciones serán estrictamente confidenciales. Una vez convencidos, les dejaremos a todos en libertad y les permitiremos recuperar sus propiedades confiscadas y sus coches intervenidos. Los coches están en un aparcamiento oficial, cerca de aquí, y como recompensa por su colaboración no les cobraremos la tarifa normal por retirada del vehículo. Lo repito: queremos la verdad. No pretendan salir de aquí diciéndonos que jodieron con la chica si no es así; no nos tragaremos sus mentiras. Sid, pasa las fotos.»
Pase: de Riegle a un tipo larguirucho, ya mayor.
Aturdido, abogado por una vez: David Klein, Iuris Doctor.
Bajé la vista, contuve el aliento, alcé el rostro: un masón y un profesional de los salones de baile se habían adelantado. Miré las fotos de los permisos de conducir y leí los nombres.
El masón: Willis Arnold Kaltenborn, Pasadena. El bailarín: Vincent Michael Lo Bruto, East L.A. Un vistazo a los antecedentes, éxito con el italiano: fraude a las ayudas sociales a los niños.
Sid volvió a mi lado del espejo.
– Ya está.
– Sí, ya está. Stemmons espera, ¿verdad?
– Verdad, y tiene la grabadora. Está en la cuarta puerta del pasillo.
– Lleva a Kaltenborn a la sala de sudar número cinco y mete a esa bola de sebo con Junior. Luego, devuelve a los demás a la jaula de los borrachos.
– ¿Les damos de comer?
– Unas barras de dulce. Y nada de llamadas; un abogado rápido podría presentarse agitando un mandamiento. ¿Dónde está Wilhite?
– No lo sé.
– Mantenle lejos de las salas de interrogatorio, Sid.
– ¡Dave! Es un capitán…
– Entonces… ¡mierda, hazlo!
Riegle salió, irritado. Yo también salí, impaciente, en dirección a las saunas: habitaciones estándar, dos metros por tres, espejo falso. En la número cinco: Kaltenborn, el hombre del fez. En la cuatro: Lo Bruto, Junior, una grabadora sobre la mesa.
Lo Bruto movió la silla; Junior se encogió. El comentario de Touch V.: Junior, drogado en Fern Dell. El encuentro con Ainge, un último descubrimiento: ojos de droga. Peor ahora: pupilas como cabezas de alfiler.
Abro la puerta, la cierro con un golpe.
Junior asintió; casi una sacudida. Me senté.
– ¿Cómo te llaman? ¿Vince, Vinnie…?
Lo Bruto se hurgó la nariz.
– Las mujeres me llaman señor Polla Grande.
– Así es como llaman a mi compañero.
– ¿Sí? El tipo nervioso y silencioso. Debe de irle muy bien.
– Sí, pero no estamos aquí para hablar de su vida sexual.
– Una lástima, porque tengo tiempo. La mujer y los chicos están en Tacoma, así que podría haber cumplido las setenta y dos horas, pero he pensado, ¿por qué fastidiar a los demás? Mire, estuve con esa chica, ¿para qué andarme con rodeos?
– Me caes bien, Vinnie. -Le ofrecí un cigarrillo.
– Sí, me llaman Vincent. Y ahórrese el dinero porque dejé el vicio el 4 de marzo de 1952.
Junior tiró del paquete. Nervios a flor de piel: tres intentos para encender una cerilla. Me eché hacia atrás.
– ¿Cuántas veces fuiste con la chica?
– Una.
– ¿Por qué sólo una?
– Una vez está bien por la novedad. Para las sorpresas que te dan las putas, más de una vez sería lo mismo que hacerlo con la parienta.
– Eres un tipo listo, Vincent.
– ¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué soy guarda de seguridad a un dólar veinte la hora?
Junior fumando; chupadas enormes.
– Dímelo tú -respondí.
– No lo sé. Lo que hago es rascarme la tripa en horas pagadas por la empresa. Es un medio de vida.
Calor. Me quité la chaqueta.
– De modo que abordaste a la chica sólo una vez, ¿no es eso?
– Sí.
– ¿La habías visto antes?
– No.
– ¿La has vuelto a ver después?
– No ha habido ningún después. ¡Coño! Me han dado la paga, he salido a dar una vuelta buscando una chica nueva y un policía novato se me ha echado encima de mala manera. ¡Joder…!
– Vincent, ¿qué te llamó la atención de la chica?
– Era blanca. No me gustan las negras. No es que tenga prejuicios; es sólo que no me atraen. Algunos de mis mejores amigos son negros, pero no me dedico a las negras.
Junior fumando, acalorado. Seguía con la chaqueta puesta. Lo Bruto:
– Su compañero no es muy hablador.
– Está cansado. Ha estado trabajando en secreto con los de Hollywood.
– ¿Sí? Vaya, ahora entiendo por qué es un tipo tan arisco. Un hombre de Manischewitz; dicen que ahí arriba el secuestro se da muy bien.
Me reí.
– Es cierto, pero mi compañero ha estado ocupado con maricas. Di, socio, ¿recuerdas cómo te empleaste con esos tipejos en Fern Dell? ¿Recuerdas que ayudaste a ese tipo amigo tuyo de la Academia?
– Claro… -Con la boca seca y la voz ronca.
– Vaya, socio, eso debió de ponerte enfermo. ¿No te detuviste a tomar algo camino de casa, sólo para librarte del REGUSTO?
Chasquidos de sus nudillos sudorosos. Se le subieron las mangas. MARCAS EN LAS MUÑECAS; rápidamente, tiró de los gemelos para ocultarlas. Lo Bruto:
– ¡Eh! Creía que la estrella de este espectáculo era yo.
– Claro que lo es. Sargento Stemmons, ¿alguna pregunta para Vincent?
– No. -Seco, jugando con los gemelos.
Yo, con una sonrisa:
– Volvamos a la chica.
– ¡Sí, eso! -Lo Bruto.
– ¿Era buena?
– La novedad es la novedad. Era mejor que la parienta, pero no tan buena como las no profesionales que ese tipo guapo de ahí debe ligar.
– A él le gustan los ligues rubios y despampanantes.
– Como a todos, pero yo me conformo con tener caucasianas, sin más.
Junior acarició su arma con manos espasmódicas.
– ¿Y en qué era mejor que tu mujer?
– Se movía más y le gustaba decir guarradas.
– ¿Cómo se hacía llamar?
– No me dijo ningún nombre.
El desnudo de Lucille en la ventana, úsalo.
– Describe a la chica desnuda.
Lo Bruto, enseguida:
– Regordeta, tetas algo caídas. Pezones grandes oscuros, como si quizá tuviera algo de sangre paisana.
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