James Ellroy - El gran desierto

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Los Ángeles, años cincuenta. Tres hombres se ven atrapados en una tupida red de ambiciones, perversión y mentiras: Danny Upshaw, ayudante del sheriff y punto de mira de intereses ajenos: Mal Considine, fiscal del distrito que intenta promocionarse profesionalmente y poner orden a su vida privada; Meeks, ex narco y hombre fiel a un único dios: el dinero. Por motivos distintos, los tres se verán vinculados a un grupo de comunistas entre los que un sádico asesino ha sembrado el pánico. Por motivos distintos, los tres habrán sacado billete para una pesadilla.

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Al día siguiente, Coleman entró en el apartamento de Upshaw y lo saboreó. No había recuerdos de mujeres, nada salvo un sitio pulcro e impersonal. Entonces Coleman lo supo, y empezó a sentir una identificación total con Upshaw, una simbiosis. Esa noche Lesnick se fue del apartamento para coger unos medicamentos en el Hospital General del Condado, pensando que la fijación de Coleman con Upshaw le revelaría su homosexualidad, lo frustraría y aplacaría. Se equivocaba. Coleman recogió a Augie Duarte en un bar, lo drogó y lo llevó a un garaje abandonado de Lincoln Heights. Lo estranguló, lo mutiló, mordió y emasculó, como papá y todos los demás habían querido hacer con él. Dejó el cuerpo a orillas del río Los Ángeles, regresó a Compton y le dijo a Lesnick que al fin tenía a Upshaw a tiro. Competiría con ese hombre, asesino contra detective. Saul Lesnick se fue del apartamento y volvió en taxi a su residencia, consciente de que Coleman Healy no dejaría de matar hasta que muriera. Y desde entonces el frágil y viejo psiquiatra trataba de armarse de valor para darle una muerte piadosa.

Lesnick terminó su historia con un elocuente gesto al sacar un revólver de los pliegues de la bata. Dijo:

– Vi a Coleman una vez más. Había leído que Upshaw murió accidentalmente y eso lo perturbaba. Acababa de comprar estupefacientes a Navarette e iba a matar a otro hombre, un hombre que había trabajado como extra en una de las películas de Reynolds, un opiómano. El hombre había tenido una breve aventura con Reynolds, y Coleman iba a matarlo. Me lo dijo como si pensara que yo no podía detenerlo. Compré el revólver en una casa de empeños de Watts. Iba a matar a Coleman esa noche, pero usted y el capitán Considine se me adelantaron.

Buzz observó el arma. Estaba vieja y oxidada y seguramente funcionaría mal, de igual modo que el psiquiatra cuando había considerado que Sleepy Lagoon era una fantasía de ese chiflado. Coleman se le había arrancado de la mano huesuda antes de que Lesnick pudiera apretar el gatillo.

– ¿Está complacido con el resultado final, doctor?

– No. Lo lamento por Reynolds.

Buzz recordó a Mal disparando directamente a papá: quería a Coleman vivo para afianzar su carrera, y quizá por algo relacionado con su propio hijo.

– Tengo una pregunta de policía, doctor.

– Adelante.

– Bien, yo pensaba que Terry Lux había revelado a Gordean todo el material con que él chantajeó a Loftis. Su historia me hace pensar que Minear confesó a Felix algunos detalles, detalles que él ordenó cuando chantajeó a Loftis por segunda vez hace poco tiempo. Unos indicios que le hicieron pensar que Coleman estaba matando gente.

Lesnick sonrió.

– Sí. Chaz le contó a Felix Gordean muchas cosas sobre la estancia de Coleman en la clínica que se podían interpretar como claves si se comparaban con los datos periodísticos. Leí que Gordean fue asesinado. ¿Fue Chaz?

– Sí. ¿Eso le complace?

– Es un pequeño final feliz, sí.

– ¿Algún pensamiento sobre Claire?

– Sí, ella sobrevivirá al gran jurado como una tigresa. Encontrará a otro hombre débil que proteger y otras causas que defender. Hará bien a las gentes que merecen el bien, y no comentaré nada sobre su carácter.

– Antes de que todo se desbordara -continuó Buzz-, parecía que la UAES tenía pensando un plan de extorsión contra los estudios. ¿Usted actuó para ambos bandos? ¿Retuvo información que había conseguido como psiquiatra para ayudar al sindicato?

Lesnick tosió y dijo:

– ¿Quién quiere saberlo?

– Dos hombres muertos y yo.

– ¿Y quién más lo oirá?

– Sólo yo.

– Le creo. No sé por qué.

– Los muertos no tiene razones para mentir. Vamos, doctor. Cuéntemelo.

Lesnick acarició el revólver que había comprado en una casa de empeños.

– Tengo información comprobada sobre Howard Hughes y su afición por las menores, y muchos datos sobre diversos actores de la RKO y Variety International y las curas de narcóticos a que se someten periódicamente. Tengo información sobre la vinculación de muchos ejecutivos del cine con el hampa, incluido un caballero de la RKO que atropelló a una familia de cuatro personas con el coche y las mató. Se arregló lo del arresto, y el caso nunca llegó a juicio, pero ese solo alegato resultaría embarazoso. Como usted ve, la UAES no carece de armas.

– Jefe, yo le conseguía muchachas a Howard y dispuse la mayoría de esos tratamientos. Yo liberé a ese fulano de la RKO y le entregué el soborno al juez que lo habría condenado. Doctor, los periódicos nunca publicarían lo que usted tiene y la radio nunca lo airearía. Howard Hughes y Herman Gerstein se reirían de esta extorsión. Si alguien sabe arreglar asuntos en esta ciudad, soy yo, y créame, la UAES está acabada.

Saul Lesnick se levantó; se tambaleó, pero permaneció de pie.

– ¿Y cómo arreglará eso?-preguntó.

Buzz se marchó sin responder.

Cuando regresó al motel, encontró una nota del gerente en la puerta: «Llame a Johnny S.» Buzz fue a la cabina y marcó el número de Stompanato.

– Diga.

– Soy Meeks. ¿Qué pasa?

– Tu pellejo está en peligro, aunque espero que mi dinero no. Acabo de recibir una pista a través de un amigo de Mickey. La policía hizo un análisis balístico de rutina de ese tiroteo donde estuviste. El gran forense, Layman, examinó el informe sobre las balas que le extrajeron a ese hombre-rata de quien me hablaste. Le resultó familiar, así que hizo una revisión. Las balas de tu arma coinciden con el plomo que sacaron del cuerpo de Niles. El departamento te acusa de la muerte de Niles y quiere echarte el guante. Dispara a matar. Y, no quisiera mencionarlo, pero me debes mucho dinero.

– Johnny, eres rico -suspiró Buzz.

– ¿Qué?

– Ven a verme aquí mañana al mediodía -indicó Buzz, y colgó. Marcó un número de los Ángeles Este.

– ¿Quién es?-dijo una voz en español.

– Habla en inglés, Chico, soy Meeks.

– ¡Buzz! ¡Patrón!

– He decidido cambiar mi pedido, Chico. No treinta-treinta, sino recortada.

– ¿Calibre doce, patrón?

– Más grande, Chico. Lo más grande que tengas.

42

La escopeta era un calibre 10 con cañón de treinta centímetros. Los cartuchos tenían perdigones de triple grado. Las cinco cargas de la recámara bastaban para transformar la tienda de Mickey Cohen y a los guardaespaldas de la cumbre de la droga en comida para perros. Buzz llevaba el arma en la caja de una persiana, envuelva en papel de regalo.

Su coche de alquiler estaba aparcado a media manzana al sur de Sunset. Los alrededores de la tienda estaban atestados de artillería judía y cañoneras italianas; había un centinela apostado junto a la puerta del frente, ahuyentando clientes; el hombre de la puerta trasera parecía medio dormido, sentado en una silla al sol de la mañana. Dos pistoleros neutrales estaban allí. Dudley y el cuarto hombre tenían que estar dentro.

Buzz hizo una seña al sujeto de la esquina: un cómplice reclutado en un bar, a quien ya le había pagado. El sujeto entró en el aparcamiento con aire furtivo, tanteando picaportes de Cadillacs y Lincolns, bordeando las últimas hileras de coches. Buzz se preparó, esperando a que el centinela reparara en él y actuara.

El que tomaba el sol tardó casi medio minuto en reaccionar y acercarse, una mano dentro de la chaqueta. Buzz corrió a toda velocidad, un relámpago gordo con zapatillas.

El centinela se volvió en el último momento, Buzz le pegó con la caja envuelta en papel de regalo y lo arrojó contra el capó de un Continental 49. El hombre sacó su arma, Buzz le sacudió un rodillazo en los testículos, le pegó en la nariz con la palma y vio cómo la automática 45 caía al asfalto. Con otro rodillazo lo dejó gimiendo en el suelo, apartó la pistola a un lado de una patada, abrió la caja y usó la culata de la recortada para dejarlo fuera de combate de un golpe.

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