– Roland Navarette -dijo Mal-. ¿Está todavía en el 402?
El adicto dijo «No señor, no señor» sin dejar de mover la mano, Buzz dio la vuelta y le sujetó la muñeca justo cuando estaba cogiendo un paquete de droga. Le abrió los dedos. «Sí señor, sí señor», dijo el adicto.
– Un hombre blanco, casi treinta años, tal vez barba -espetó Buzz-. Músico de jazz. ¿Le compra droga a Navarette?
– No señor, no señor, no señor.
– Muchacho, di la verdad o te rompo la mano con que te inyectas y te llevo a meditar a la Siete-Siete.
– Sí señor, sí señor, sí señor.
Buzz lo soltó y puso el paquete sobre el mostrador. El empleado se frotó los dedos.
– Un hombre y una mujer blancos preguntaron lo mismo hace veinte minutos. Les dije lo mismo que a ustedes: Roland se reformó, está limpio, no vende heroína.
Los ojos del empleado volaron hacia un teléfono, Buzz lo arrancó y lo tiró al suelo. Mal corrió hacia la escalera.
Buzz lo siguió resoplando, y lo alcanzó en el rellano del cuarto. Mal estaba en medio de un pasillo nauseabundo, arma en mano, señalando una puerta. Buzz recuperó el aliento, desenfundó el revólver y se acercó.
Mal contó hasta tres y derribaron la puerta. Un negro en ropa interior sucia estaba en el piso clavándose una aguja en el brazo, empujando el émbolo, indiferente al ruido y a los dos blancos que lo encañonaban. Mal le pateó las piernas y le sacó la aguja del brazo. Buzz descubrió un billete de cien bajo una jeringa que había en el tocador y comprendió que Claire y Loftis acababan de comprar una buena pista.
Mal abofeteó al heroinómano, tratando de bajarlo de la novena nube. Buzz sabía que era inútil. Arrastró al hombre al cuarto de baño, le metió la cabeza en el lavabo e hizo correr el agua. Roland Navarette volvió al mundo terrenal en medio de espasmos, temblores y escupitajos; lo primero que vio desde el lavabo fue la 38 que le apuntaba.
– ¿Adónde mandaste a los blancos que preguntaron por Coleman?
– Hombre, sé que no lo harás -dijo Roland Navarette.
– No me obligues -masculló Buzz amartillando el arma.
– Coleman toca en un local de la Ciento Seis y Avalon -murmuró Roland Navarette.
Watts, código tres sin sirena. Buzz acariciaba la porra, Mal zigzagueaba en el tráfico del atardecer. Ciento Seis y Avalon era el corazón del corazón de Watts: todas las chabolas de la manzana tenían cabras y pollos detrás de cercas de alambre de espinos. Buzz pensó en negros chiflados sacrificándolos en ritos vudú, quizá invitando a Coleman para un banquete de glotón y una noche de jazz. Una hilera de luces azules y centelleantes enmarcaba la puerta de un edificio de la esquina.
– Frena, lo he visto -dijo.
Mal viró bruscamente a la derecha y apagó el motor. Buzz señaló hacia delante.
– Ese coche blanco estaba en la casa de Claire de Haven.
Mal asintió, abrió la guantera y sacó un par de esposas.
– Iba a llamar a los periódicos, pero supongo que no hay tiempo.
– Tal vez no esté aquí. Tal vez Loftis y Claire lo estén esperando fuera, o tal vez ya ha acabado el baile. ¿Estás listo?
Mal asintió. Buzz vio que un grupo de negros hacía cola junto a la puerta de luces azules y empezaba a entrar. Indicó a Mal que saliera del coche, avanzaron deprisa por la acera y entraron detrás del último de la hilera.
El portero era un negro gigantesco con camisa azul de bongó. Iba a cerrarles el paso pero retrocedió con una reverencia ante la obvia intervención policial.
Buzz entró primero. Salvo por las luces navideñas azules de las paredes y el pequeño reflector que alumbraba la barra, el tugurio estada a oscuras. Había gente sentada frente a mesas que enfrentaban el escenario y un conjunto iluminado por más luces azules: lámparas intermitentes cubiertas con celofán. La música era estridente, más parecida a ruido. Negros con camisas azules de bongó tocaban la trompeta, el bajo, la batería, el piano y el trombón. El saxo alto era Coleman, sin barba. Una lámpara agrietada y azul parpadeaba sobre esos ojos de papá Reynolds.
Mal codeó a Buzz y le habló al oído.
– Claire y Loftis en la barra. En aquel rincón.
Buzz dio media vuelta, los vio, casi gritó para hacerse oír:
– Coleman no puede verlos. Lo agarraremos cuando termine este maldito ruido.
Mal se movió hacia la pared izquierda, agachando la cabeza, avanzando hacia la orquesta; Buzz lo siguió a poca distancia, arrastrando los pies: no soy conspicuo, no soy policía. Cuando estaban casi junto al escenario, miró de nuevo hacia la barra. Claire aún estaba allí, Loftis no. Una puerta se estaba cerrando a la derecha de la sala, dejando una rendija de luz.
Buzz le tocó el hombro a Mal, éste asintió como si ya lo supiera. Buzz se pasó la pistola de la funda al bolsillo derecho del pantalón, Mal tenía el arma apretada contra la pierna. Los músicos dejaron de tocar y Coleman hizo un solo: chillidos, jadeos, ronquidos, ladridos, gruñidos, gritos. Buzz pensó en ratas gigantescas desgarrando carnes a ese ritmo. Un gemido estridente que parecía eterno, Coleman alzando el saxo hacia las estrellas. Las luces azules se apagaron, el gemido se volvió acariciante en la oscuridad y murió. Se encendieron luces generales y el público se lanzó aplaudiendo hacia el escenario.
Buzz se abrió paso entre la muchedumbre, Mal iba junto a él de puntillas. Todos los que los rodeaban eran negros, Buzz buscó una cara blanca y vio a Coleman escapando por la puerta lateral derecha, el saxo por encima de la cabeza.
Mal y Buzz se miraron. Se abrieron paso a empujones, puñetazos, empellones, codazos y rodillazos, y recibieron codazos, golpes y escupitajos en la cara. Buzz salió limpiándose el ardor del burbon de los ojos, oyó un grito y un disparo al otro lado. Mal atravesó la puerta arma en mano.
Otro disparo; Buzz corrió tras la sombra de Mal. Un maloliente pasillo de linóleo. Dos formas luchando en el piso a seis metros; Mal apuntó. Un negro dobló una esquina y trató de interponerse, Mal disparó dos veces. El hombre rodó contra las paredes y cayó de bruces, Buzz echó un vistazo a los que estaban en el suelo. Coleman Healy estrangulaba a Loftis. Llevaba una horrenda dentadura rosada con colmillos, el pecho empapado en sangre; una mancha roja oscura se extendía por las piernas y la ingle de Loftis. Al lado había un revólver.
– ¡Atrás, Coleman! -gritó Mal.
Buzz avanzó junto a la pared, con el 38 en la mano, tratando de encañonar al hombre rata. Coleman soltó un gruñido ahogado y arrancó la nariz del padre. Mal disparó tres veces, hiriendo a Loftis en el flanco y en el pecho, arrancándolo de la criatura que lo atacaba. Coleman abrazó a papá como un animal famélico y le mordió la garganta. Buzz le apuntó a la cabeza erguida, pero Mal le aferró el brazo para disparar él de nuevo. La bala de Mal rebotó desconchando las paredes en zigzag. Buzz se liberó y disparó; Coleman se llevó una mano al hombro, Mal sacó las esposas y corrió.
Buzz se arrojó al suelo e intentó apuntar, pero las piernas y la chaqueta ondeante de Mal se interponían. Se levantó y echó a correr, vio que Coleman empuñaba el arma del suelo y apuntaba. Uno, dos, tres disparos: Mal cayó y rodó con la cara destrozada. El cuerpo se desplomó ante él. Buzz caminó hacia Coleman y éste esbozó una sonrisa burlona detrás de los colmillos ensangrentados y alzó el arma. Buzz disparó primero, vaciando el cargador contra los dientes de glotón. Gritó cuando al fin dio con una cámara vacía. Siguió gritando, y aún estaba aullando cuando un grupo de policías irrumpió y trató de apartarlo de Mal Considine.
EL BLUES DE LOS CAZADORES DE ROJOS
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