Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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En todo el batallón ocurría lo mismo; la tradición mandaba que ningún hombre era más importante que otro, y eso incluía al comandante. Era una mentalidad forjada a base de trabajo y de cotidianeidad que requería una casta especial de individuos; no cualquiera era invitado a formar parte de la 5-2. Un detective podía ser recomendado, luego se le vigilaba de muy cerca durante semanas, hasta meses, antes de que todo el grupo lo aprobara y se le propusiera entrar. Una vez aceptado y hechos los juramentos de responsabilidad hacia la integridad de la brigada y de todos sus miembros, aquél era un compromiso de por vida. La única manera de salir de él era por una lesión gravísima, la muerte o la jubilación. Éstas eran las normas. Con el tiempo, eso generaba una fe de hermandad que pocos cuerpos compartían, y cuanto más tiempo llevaban juntos, más compartían la misma sangre.

Eso era en lo que confiaban ahora, mientras alcanzaban el final de la rampa y recorrían el andén hacia el lugar donde los esperaba McClatchy, todos ellos contando los minutos que faltaban para que llegara el Chief y su jugador de cartas bajara de él.

7:55 h

John Barron lo había visto claramente cuando se levantó de la mesa de juego y recorrió el pasillo para ir al baño al fondo del vagón. Pero había sido apenas un vistazo rápido, que no le bastó para hacerse la idea de él que quería… para ver la intensidad de sus ojos, lo rápido que era capaz de levantarse o de actuar con las manos. Y fue lo mismo al cabo de unos minutos, cuando volvió y pasó a su lado de espaldas para retomar su asiento con los otros jugadores, al mismo lado del vagón doce hileras más atrás. Tampoco eso le bastó.

Barron miró a la joven que estaba a su lado. Llevaba unos auriculares y miraba por la ventana, dedicando su concentración a lo que fuera que escuchara. Era su inocencia, más que cualquier otra cosa, lo que le inquietaba: la idea de que ella o cualquier otro pasajero o miembro de la tripulación del tren tuviera que pasar por aquello. Era una situación potencialmente mortal y sin duda el motivo por el cual el hombre había elegido viajar por aquel medio, rodeado de inocentes que le protegían sin saberlo. Era también la razón principal por la cual no le habían atrapado sin más cuando andaba por el tren.

No obstante, a pesar de toda la confianza que tenía en que su hombre sería apresado sin incidentes, ocurría algo más, algo de lo que no estaba seguro y que, cuanto más se acercaban a Los Ángeles, más incómodo le resultaba. Tal vez fuera el nerviosismo que lo había acompañado durante todo el viaje; su preocupación por los pasajeros del tren iba de la mano de su relativa inexperiencia comparada con la de sus compañeros. Tal vez fuera su voluntad de querer demostrar que merecía el honor que le habían hecho aceptándolo en la brigada. O tal vez fuera el volátil perfil que les había facilitado la policía de Chicago: «Debe considerársele armado y extremadamente peligroso». Quizá fuera la combinación de todos los factores. Fuera lo que fuese, había una electricidad en el ambiente que resultaba cada vez más desagradable; daba la sensación de mal augurio y de que algo terrible e inesperado estaba a punto de ocurrir. Era como si el hombre supiera que estaban allí, y quiénes eran, y su mente estuviera ya dos o tres pasos por delante de ellos. Preparado para lo que haría en el último momento.

9

Union Station, 8:10 h

Red McClatchy observaba a la gente que empezaba a concentrarse a la espera del tren que estaba al llegar. En un cálculo rápido estimó veintiocho personas en el andén, sin contarse a él mismo, Lee y Polchak. La zona en la que estaban era donde se suponía que el vagón número 39002 se detendría. Cuando lo hiciera, las dos puertas que daban al andén se abrirían y los pasajeros desembarcarían. Daba igual por cuál de las puertas saliera el hombre. Halliday, apostado a un lado, iría justo detrás de él si venía por ahí. Valparaiso haría lo mismo si venía por aquí. Barron, en medio, cubriría a quien lo necesitara.

Al otro lado de la vía y detrás de la valla encadenada estaban aparcados sus coches con refuerzos dentro. Además, dos vehículos patrulla del LAPD con dos agentes uniformados en cada uno estaban estacionados de manera disimulada detrás de dos camiones que usaban la zona como estacionamiento temporal. Cuatro más aguardaban en puntos estratégicos fuera de la estación, por si se daba el caso improbable de que el fugitivo lograra burlarlos a todos.

Un silbido de tren lo hizo girarse y vio un tren Metrolink de cercanías llegar por una vía, dos andenes más abajo. El tren fue reduciendo velocidad hasta detenerse, y durante los minutos siguientes hubo un vivo movimiento de pasajeros. Luego desaparecieron con la misma rapidez, dirigiéndose a sus puestos de trabajo por toda la ciudad, y el andén volvió a quedarse tranquilo.

Lo mismo ocurriría con la llegada del Chief. Durante unos instantes locos habría mucha actividad concentrada mientras el tren soltaba su carga humana, y sería entonces cuando ellos se pondrían manos a la obra, para avanzar entre la muchedumbre mientras el jugador de cartas bajaba del tren, esposarlo rápidamente y llevárselo al otro lado de las vías hasta los coches de camuflaje. A pesar de lo intensos que serían aquellos momentos, la maniobra se completaría en cuestión de segundos y muy poca gente se daría cuenta de que había tenido lugar.

McClatchy miró a Lee y Polchak; luego sus ojos se fijaron en el reloj del andén.

8:14 h

– Veamos lo que tienes, Frank -se rio Bill Woods entre dientes, anticipando la mano de Miller mientras empujaba unas cuantas fichas rojas hacia el centro de la mesa.

Un poco antes, Raymond había abandonado la partida. Y también lo había hecho Vivian Woods, que ahora se dedicaba a mirarlo como antes. El hecho de que su esposo estuviera literalmente a su lado no parecía importarle. El viaje estaba a punto de finalizar y ella se estaba echando a los brazos de Raymond con una especie de esperanza desesperada de que él hiciera algo al respecto al llegar a Los Ángeles. Él la animaba, sosteniéndole la mirada justo el tiempo necesario para que se diese cuenta, y luego desviaba los ojos hacia el fondo del pasillo.

El hombre hirsuto de la parca seguía en su asiento junto a la puerta, con la cabeza girada hacia la ventana. Raymond tenía ganas de girarse a mirar hacia atrás pero no había motivo. El tipo del traje oscuro seguiría sentado cerca del baño, al fondo del vagón, y el más joven, a medio camino, en el mismo sitio en el que estaba desde que había subido en Barstow.

8:18 h

De inmediato sintió que el Chief empezaba a reducir velocidad. Fuera veía naves industriales, un nudo de autopistas concurridas y el canal de drenaje recubierto de cemento que era el río Los Ángeles. Eran los últimos instantes del viaje. Pronto, el resto de pasajeros empezaría a levantarse y a recoger sus pertenencias de los portaequipajes. Cuando lo hicieran, él haría lo mismo, se pondría de pie y cogería su maleta como los demás, con la esperanza de que su actitud pareciera inocente y pudiera tener tiempo de sacar el Ruger y metérselo en la pretina, debajo del jersey. Luego, cuando el tren se detuviera al cabo de unos minutos y Miller y los Woods se marcharan, él los seguiría, charlando cordialmente, dirigiéndose a la misma puerta que ellos. Sería entonces cuando utilizaría las fantasías de Vivian Woods y la tomaría del brazo justo antes de alcanzar la puerta. Le susurraría que estaba loco por ella y le pediría que se fuera con él, que dejara a su marido y todo lo demás en aquel momento. Ella se quedaría al mismo tiempo patidifusa y halagadísima, y eso le daría a él tiempo suficiente de bajar junto a ella la escalerilla hasta el andén, usándola como escudo contra la policía que, estaba seguro, estaría detrás de él, y contra los demás, los que le esperaban fuera.

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