Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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A su pesar, Fianamail vio que estaba obligado a cumplir su promesa. Era evidente que la abadía no era lugar para presentar la apelación, pues requería la presencia de varios escribas y oficiales. Por consiguiente, sugirió el gran salón de la fortaleza como el sitio más indicado para aquella breve vista.

El salón estaba iluminado con antorchas titilantes sobre unos soportes de hierro sujetos a las paredes; un hogar en el centro calentaba el ambiente. Fianamail ocupó la posición central sobre una tarima, en la silla de oficio de roble tallado. A su derecha se sentó el obispo Forbassach, brehon de Laigin.

La abadesa Fainder se hallaba presente y, como apoyo, había traído consigo a la rechtaire de la abadía, sor Étromma y, curiosamente -o eso le pareció a Fidelma- a Cett, el hermano de aspecto infame. Les acompañaba también el hermano Miach. En la sala había diversos monjes y monjas, escribas y algunos miembros de la corte y de la escolta del rey, entre ellos Mel. Entre los asistentes sentados, Fidelma vio a Coba, el jefe municipal y detractor de la aplicación de los Penitenciales. Dego y Enda estaban sentados al fondo de la sala.

No era un tribunal de justicia propiamente dicho. Es decir, en una apelación para suspender una sentencia no era necesario que el acusado estuviera presente, tampoco había acusación, ni se llamaba a declarar a testigos. Los argumentos para suspender la sentencia dependían por completo de la habilidad del dálaigh para hacer preguntas sobre el procedimiento al presentar las pruebas y las declaraciones en el juicio anterior, e incluso para poner en cuestión la severidad de la sentencia si se la consideraba inapropiada.

Fidelma se había sentado frente a la tarima. El silencio se impuso en la sala cuando el obispo Forbassach se levantó y pidió orden a la concurrencia.

– Estamos aquí para conocer la declaración de la dálaigh de Cashel. Proceded -ordenó a Fidelma antes de volver a sentarse.

Fidelma se levantó con renuencia. Se extrañó al ver que Forbassach era quien iba a moderar el tribunal.

– ¿Debo entender que vos presidiréis esta vista, Forbassach? -quiso saber.

El obispo Forbassach miró con frialdad a su vieja antagonista. Era un hombre implacable, y Fidelma percibió el regocijo que le causó su desconcierto.

– Extraña manera de dar comienzo a vuestra petición, Fidelma. ¿Es menester que responda a esa pregunta?

– El hecho de que presidierais el juicio del hermano Eadulf es razón suficiente para que debáis absteneros de sentaros a enjuiciar vuestra propia conducta en aquel juicio.

– ¿Quién sino el obispo Forbassach goza de mayor autoridad legal en este reino? -intervino Fianamail con irritación-. Un juez menor carece de autoridad para dirigirle una crítica. Deberíais saberlo.

Fidelma tenía que reconocer que era cierto y que lo había pasado por alto. Sólo un juez del mismo rango o de rango superior podía anular un juicio emitido por otro. Pero si Forbassach juzgaba aquel asunto, volvería a cometerse una injusticia.

– Esperaba que Forbassach hubiera buscado el consejo de otros jueces. Yo sólo veo a Forbassach sentado aquí, y no veo a un solo dálaigh capacitado para arbitrar las declaraciones con él. ¿Cómo puede un juez juzgar sus propias sentencias?

– Tomaré nota de vuestras objeciones, Fidelma, si deseáis que quede constancia de ellas -concedió el obispo Forbassach con una sonrisa triunfal-. No obstante, como brehon de Laigin, no reconozco a nadie más con autoridad para presidir este tribunal. Si me retirara, podría alegarse que reconozco que soy culpable de prejuicio en este caso. No se admiten vuestras objeciones. Escuchemos la apelación.

Fidelma apretó los labios y lanzó una mirada hacia el lugar en el que estaba sentado Dego, perplejo ante lo que acababa de presenciar. Éste la miró e hizo una mueca como breve gesto de apoyo. Fidelma se daba cuenta de la parcialidad existente en su contra antes incluso de iniciar la apelación. Pero no podía hacer nada al respecto, salvo proceder de la mejor manera posible.

Brehon de Laigin, deseo presentar una apelación formal ante vos a fin de aplazar la ejecución del hermano sajón Eadulf hasta que pueda desempeñarse una investigación en toda regla y un nuevo juicio.

Forbassach la miraba con la misma expresión avinagrada. Su actitud le pareció casi desdeñosa.

– Una apelación debe respaldarse con pruebas que demuestren las irregularidades del primer juicio, Fidelma de Cashel -informó Forbassach con sequedad-. ¿Qué motivos sostienen vuestra apelación?

– Existen diversas irregularidades en la presentación de pruebas y declaraciones en el juicio.

La expresión acre de Forbassach pareció acentuarse.

– ¿Irregularidades decís? No cabe duda de que insinuáis con esto que tamañas irregularidades se deben al hecho de que yo, que presidí ese juicio, soy responsable de ellas.

– Me consta que vos presidisteis el juicio, Forbassach. Ya he manifestado mi objeción a que vos juzguéis vuestra propia conducta.

– ¿De qué me acusáis entonces? ¿De qué me acusáis exactamente? -preguntó con voz fría y amenazadora.

– No os acuso de nada, Forbassach. Conocéis lo bastante bien la ley para no malinterpretar mis palabras -puntualizó Fidelma-. Una apelación se limita a presentar los hechos ante el tribunal y plantear preguntas, a las que debe responder el tribunal.

El obispo Forbassach entornó los ojos ante aquella respuesta mordaz.

– Permitidme oír esos hechos a los que os referís; podéis plantear las preguntas también, dálaigh.

Que nadie pueda decir que no soy un hombre justo.

Fidelma tuvo la sensación de que estaba luchando contra un muro de granito; procuró hacer acopio de fuerza interior.

– Apelo alegando irregularidades legales. A continuación presentaré las razones específicas.

»En primer lugar, el hermano Eadulf es mensajero entre el rey Colgú de Cashel y el arzobispo Teodoro de Canterbury. Gozaba, por tanto, de la protección y el privilegio que comporta su rango. Este rango no se tuvo en cuenta durante el juicio. Portaba consigo una carta del rey y el bastón blanco de un ollamh, o emisario que goza de inmunidad en procesos legales.

– ¿Un bastón blanco de oficio? ¿Un mensaje? -repitió el obispo Forbassach, pues parecía haberle hecho gracia lo que acababa de oír-. No se presentaron como pruebas en el juicio.

– Porque no se dio ocasión de hacerlo al hermano Eadulf. No obstante, yo los presentaré ahora…

Fidelma se volvió para coger los objetos del banco sobre el que los había dejado. Los mostró en alto para que los examinaran.

– Las pruebas retrospectivas no son válidas -sentenció el obispo Forbassach con una sonrisa-. Vuestra prueba es inadmisible. Que vos hayáis traído esos objetos de Cashel…

– Los hallé en la habitación de huéspedes de la abadía, donde los había dejado el hermano Eadulf -replicó Fidelma, furiosa ante el intento de Forbassach de desestimarlos.

– ¿Cómo sabemos que es así?

– Porque sor Étromma se encontraba conmigo cuando los saqué del colchón de la cama que ella identificó como aquélla en la que había dormido el hermano Eadulf.

El obispo miró hacia donde sor Étromma estaba sentada.

– Poneos de pie y acercaros, sor Étromma. ¿Es esto cierto?

Era evidente que sor Étromma temía al obispo Forbassach, así como a la abadesa, a la que lanzó una mirada medrosa al levantarse.

– Acompañé a sor Fidelma al dormitorio de huéspedes; ella se agachó sobre el colchón y sacó esos objetos.

– ¿La visteis sacar los objetos de allí? -insistió el brehon.

– Estaba de espaldas a mí y se volvió para mostrármelos.

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