– No lo recuerdo. Debía de haber luz procedente de alguna parte. Sólo sé que vi la figura acurrucada y advertí que era un cuerpo. Quizá la luz salió un momento de entre las nubes. No lo sé.
– ¿Y luego?
– Esperé sobre el caballo hasta que Mel, el capitán de la guardia, surgió de la oscuridad. De entrada no lo reconocí, así que pregunté quién iba. Al ver que era Mel, el capitán de la guardia, le pedí que examinara el cuerpo. Así lo hizo, y me dijo que era una niña y que estaba muerta. Le ordené que llevara el cuerpo a la abadía y fui a despertar al hermano Miach, nuestro médico.
– Ya veo. ¿Y Mel llevó el cuerpo a la abadía?
– Así es.
– ¿Solo?
– No, con uno de sus compañeros.
– ¿Recordáis su nombre?
– Un hombre llamado Daig -dijo sin más.
– Cuando dejaron el cuerpo, imagino que os percataríais de que era una de vuestras jóvenes novicias.
– En absoluto. Nunca la había visto. Fial, la niña a la que hicieron venir y que presenció el ataque de vuestro amigo sajón, identificó el cuerpo -dijo la abadesa con intención más que aviesa.
– Y esa noche era la primera vez que veíais a esas dos niñas. ¿No os parece extraño?
– No tiene ningún misterio, porque yo no recibo a todas las novicias, como ya he dicho en otra ocasión.
– De modo que Fial os dijo que, al parecer, había presenciado la violación y el asesinato de su amiga.
– Para entonces, habían ido a buscar a sor Étromma, y nos acompañó hasta el lugar donde el sajón fingía estar durmiendo. Lo sacaron de la cama. Tenía el hábito manchado de sangre, y guardaba un pedazo del de la niña muerta.
Fidelma se dio un golpecito sobre un lado de la nariz con su fino índice, frunciendo el ceño.
– ¿Y no os pareció extraño?
– ¿Qué debería haberme parecido extraño? -preguntó la abadesa con agresividad.
– Que después de cometer el crimen, el agresor rasgara la ropa de la víctima y se llevara a la cama el pedazo, una prueba que lo incriminaría. Y que no intentara limpiarse la sangre de su propio hábito… ¿no es extraño?
La abadesa Fainder se encogió de hombros.
– No me corresponde a mí ahondar en los motivos de una mente enferma. Las personas se comportan de manera extraña, deberíais saberlo. Una explicación podría ser la de que vuestro amigo sajón no tuvo tiempo al darse cuenta de que se había levantado un revuelo. Simplemente esperaba pasar desapercibido.
– Reconozco que podríais tener cierta razón, pero no pienso aceptar que no nos incumba ahondar en los motivos de una mente enferma. ¿Acaso no estamos aquí para eso, abadesa Fainder, para consolar y socorrer a los enfermos y afligidos ofreciéndoles nuestra comprensión?
– No estamos aquí para justificar las acciones de personas malévolas, hermana. «Que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.» Debierais recordar la epístola de Pablo a los Gálatas.
– Hay una línea muy fina entre descubrir motivos e inventar excusas -soltó Fidelma.
Bruscamente, dio media vuelta para salir, pero se detuvo y miró otra vez a la abadesa.
– También había venido para informaros, abadesa Fainder, de que voy a presentar una apelación basada en las declaraciones que he oído hasta ahora.
La abadesa se desconcertó por un momento.
– ¿Insinuáis que tenéis fundamentos para apelar a favor del sajón? -preguntó.
En ese instante Coba entró sin llamar.
La abadesa Fainder se levantó, furiosa, y lo reprendió con frialdad.
– ¿Dónde están vuestros modales? ¿Cómo osáis entrar en mi cámara sin llamar? Yo soy…
– He venido a advertiros. -La interrumpió, si bien con un tono seco y jocoso.
– ¿A advertirme? -La abadesa Fainder estaba perpleja.
– El rey viene hacia la abadía -la informó el bó-aire-, y le acompaña el brehon y obispo Forbassach.
– Vaya, así me ahorraré la visita a la fortaleza del rey. -Sonrió Fidelma-. Presentaré aquí mismo la apelación a favor del hermano Eadulf.
– Es una buena noticia -gritó Coba con entusiasmo-. Y mejor lo sería si pudiéramos frenar la locura que se ha apoderado de este reino. Debemos eliminar esos Penitenciales antes de que sustituyan todo nuestro sistema de gobierno.
De pronto la abadesa se calmó, volvió a tomar asiento e hizo sonar la campanilla para llamar a la administradora.
– ¿De modo que Fianamail se dirige hacia aquí? Quizás entre él y Forbassach pueda poner fin a tanta necedad. Ya se ha alterado suficiente la rutina de nuestra abadía. Recibiremos al rey y a su brehon formalmente, en la capilla -anunció y lanzó una mirada hostil a Fidelma-. Veremos hasta dónde conseguís llegar con la apelación, hermana.
Coba no se contuvo.
– Todavía estáis a tiempo de alzar vuestra voz con misericordia y haceros oír. ¡Recuperad las leyes de este país!
– Hasta ahora no he recibido motivos lo bastante sólidos como para hacerme cambiar de opinión en este caso ni en la filosofía del castigo -dijo a su vez la abadesa con acritud.
– ¿Acaso mis argumentos no os han hecho volver a reflexionar sobre la efectividad de aplicar el sistema de compensación y rehabilitación en la sociedad frente a la imposición del miedo para crear una sociedad moral?
– Queremos crear una sociedad obediente - corrigió la abadesa Fainder-. No, no tengo ni un ápice de compasión. Si un niño roba, es castigado; y el miedo al castigo crea obediencia.
Coba hizo un último y desesperado intento de demostrar su filosofía.
– Analicemos el ejemplo del niño. ¿Cuánta gente ha dicho que su hijo roba? Enseñamos al niño que robar está mal hecho y le pegamos por hacerlo. Y aun así, roba. ¿Por qué? La respuesta depende de cada niño. De hecho, el castigo físico suele intensificar el ánimo de venganza contra la figura de autoridad o la sociedad que esa figura representa. Puede llevar a intensificar la violencia en vez de evitarla.
– Y no hacer nada en absoluto intensifica la violencia -contrapuso con sorna la abadesa-. Sois un viejo necio, Coba.
– Nuestra ley tiene por objeto resolver los problemas que causan los malhechores con su actitud. La mejor medida correctiva es hacer comprender al niño que robar conlleva un malestar a otra persona quitándole a ese niño algo que le pertenece cada vez que cometa un robo. La mayoría de niños reaccionan mejor a esto que a un bofetón o al dolor físico. Así pues, tenemos un sistema legal que le permite aprender al niño que se porta mal. Si ese niño tiene empatía para con los demás, será capaz de darse cuenta del malestar que ha infligido y, además, puede que cambie su actitud.
– No soporto discutir estas necedades, Coba. Vuestras leyes y castigos han fracasado, pues de lo contrario hoy viviríamos en una sociedad sin crímenes.
Fidelma sintió un intenso deseo de volver a intervenir en la discusión.
– Cualquier infracción de la ley es, en efecto, un daño causado a otro; y si se consigue que un hombre se dé cuenta del daño que ha causado, se salvará su alma. Una vez rehabilitado, podrá llevar una vida que merezca la pena.
Coba asintió, aprobando su argumento.
La abadesa Fainder los miró con un gesto cínico.
– No me persuadiréis para que cambie de opinión. El sajón ya ha sido juzgado y mañana será ahorcado por el crimen que ha cometido. Ahora vayamos a ver al rey
Ya era entrada la noche cuando el tribunal de apelación se reunió, al fin, en el gran salón de la fortaleza de Fianamail de Laigin. Fidelma había tenido que insistir, durante el encuentro en la capilla, para convencer a Fianamail y a su brehon y obispo Forbassach de que accedieran a formar un tribunal de apelación. El obispo Forbassach y la abadesa Fainder habían discutido acaloradamente con ella para no permitir la vista, pero Fidelma había hecho hincapié en que el rey le había dado su palabra y que, si encontraba alguna objeción legal en el desarrollo del juicio aparte de las objeciones al castigo bajo los Penitenciales, ordenaría que se tuvieran en cuenta dichas objeciones. El obispo Forbassach exigió oír tales reparos, pero Fidelma señaló que los argumentos no podían revelarse a menos que se hiciera en una vista formal.
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