Entonces volvió a oír al bebé, esta vez más alto y con mayor insistencia.
Se acercó a la ventana y echó un vistazo. Un seto le bloqueaba la visión de la explanada, pero la parte trasera del reptilario estaba desierta.
Frankie apretó los dientes, tiró de la ventana hacia arriba y la abrió, arrastrándose hacia el exterior, frío por la brisa nocturna.
Se dirigió hacia los arbustos en cuclillas.
Algo hizo un ruido al otro lado. Frankie levantó la pistola.
Salió disparada del follaje y a punto estuvo de tropezar con la sillita de bebé. Estaba volcada de lado, la mitad sobre la acera, la otra mitad sobre la hierba. Atado a ella por unas correas había un bebé. Levantó su diminuta cabeza, la miró y gimió.
La blusa rosa que llevaba estaba sucia y manchada por los elementos y por sus propios fluidos. Su cuero cabelludo, que había estado cubierto por una fina capa de suave cabello, exhibía varias zonas totalmente peladas que revelaban el reflejo apagado del hueso. Peleaba inútilmente contra sus ataduras, intentando alcanzarla. Sus cadenciosos quejidos continuaron, transmitiendo hambre y necesidad de consuelo.
La expresión en el rostro de Frankie se desmoronó. Se arrastró hasta el bebé mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas cubiertas de sangre y suciedad. Agarró la silla y la puso en pie; el bebé la arrulló, abriendo y cerrando sus mugrientos puños. Ella le ofreció el dedo y el bebé cerró su fría y esquelética mano en torno a él con deleite.
Los ojos del bebé se dirigieron poco a poco hacia los de Frankie. Su expresión vacía se extinguió cuando el bebé se lanzó hacia ella súbitamente, abriendo su oscura y hambrienta boca en un intento por darle un mordisco a la mano.
Frankie gritó, sacando el dedo de la mano del zombi.
– ¿Qué cojones ha sido eso?
Frankie se escondió detrás del seto justo cuando T-Bone y dos matones más aparecían tras la esquina, atraídos por el llanto del bebé.
– Latron, da un rodeo a ver qué ves -ordenó T-Bone a uno de los hombres, que desapareció tras la esquina del reptilario.
– La hostia -dijo el otro-. ¡Es un bebé!
– ¡No me digas, negro! -escupió T-Bone, ahogando con su grito el llanto del pequeño-. ¿Te crees que soy idiota, Terrell? Pégale un tiro mientras miro por esa ventana.
Terrell apuntó la escopeta que llevaba hacia la silla y tiró de la corredera hacia atrás. Abrió los ojos de par en par.
– No voy a pegarle un tiro a un bebé, T-Bone.
– ¡Ya no es un bebé! ¡Y ahora dispara a esa puta cosa y vamos a por la zorra!
Como si quisiese confirmar lo que acababa de decir, los chillidos del bebé se convirtieron en maldiciones.
Terrell lo partió por la mitad de un disparo, pero, aun así, siguió maldiciendo. Sacó el cartucho usado y el siguiente reventó la cabeza de la criatura.
Frankie salió gritando de entre los arbustos y disparó cuatro veces sobre el matón antes de que éste pudiese apretar el gatillo.
Después dejó escapar un gruñido y disparó a T-Bone. El pandillero se echó cuerpo a tierra sobre el pavimento, sacó el arma que había pertenecido a Marquon y respondió con una ráfaga. Los disparos iban muy bajos y rociaron a Frankie con fragmentos de asfalto y tierra, pero no dieron en el blanco.
Unos gritos horribles surgieron del reptilario cuando Latron sucumbió al mismo destino que C. Los alaridos del hombre distrajeron a T-Bone y Frankie aprovechó para disparar. Una flor carmesí brotó de la frente de T-Bone. Gruñó, se convulsionó y, finalmente, se quedó quieto.
Frankie disparó la última bala en la cabeza de Terrell para asegurarse de que no se volvería a levantar.
El zoo permaneció en silencio.
Echó un vistazo a los restos del bebé y dio media vuelta.
Huir por las calles de la ciudad era un suicidio. Baltimore hervía de gente durante cualquier noche, y ahora la rondaban los muertos vivientes.
Se preguntó cuántos de ellos estarían arrastrándose hacia el zoo, atraídos por el tiroteo.
Las calles y callejones estaban descartados, al igual que la carretera de circunvalación. Valoró la posibilidad de esconderse en el tejado de unas casas cercanas, pero aquello tampoco era una buena opción. Se estremeció al recordar al anciano y las palomas.
Empezó a picarle la piel. Su cuerpo volvía a pedirle un chute.
Una tapa de alcantarilla llamó su atención y corrió hacia ella.
Algo emitió un chillido desde las sombras. Puede que fuese un mono, aunque ni sabía ni quería comprobar si estaba vivo o muerto. Agarró la tapa de hierro y empezó a tirar. No se movía. Sus uñas amarillentas se doblaron y rompieron, pero aun así siguió tirando.
Empezó a oír pasos detrás de ella.
Tres criaturas se le acercaban, vestidas con los atuendos de su pasada existencia. Un hombre de negocios, con la corbata roja hundida en su garganta hinchada y llena de manchas. Una enfermera, cuyo uniforme blanco estaba ahora teñido por toda clase de fluidos corporales. Un empleado de mantenimiento, con el logotipo del zoo todavía visible sobre su pecho izquierdo. Llevaba una especie de porra eléctrica, que arrojó hacia delante y crepitó en la oscuridad.
Avanzaron hacia ella entre risas.
Frankie tembló mientras tiraba frenéticamente de la obstinada tapa. Algo se rasgó en su espalda, pero siguió tirando. Los abscesos de sus brazos se rompieron, manando sangre mezclada con pus amarillento.
La tapa se levantó con un crujido y la apartó a un lado.
Los zombis se acercaban. No dijeron una palabra, pero a Frankie su silencio le resultó aún más perturbador. Pensó en el bebé. Aquel bebé zombi que parecía tan indefenso…
Con los brazos debilitados y las colapsadas venas hechas polvo, sacó fuerzas para levantar el brazo y extender el dedo corazón. Entonces se dejó caer por el agujero y la oscuridad la engulló.
Volvía a huir. Y aunque podía correr más que los zombis, no podía huir de sí misma… o del ansia que fermentaba en sus venas.
Martin contempló a Jesús crucificado y pensó en la resurrección.
Lázaro permaneció muerto en su tumba durante cuatro días antes de que Jesús se acercase a él. Martin cogió su Biblia anotada de Scofield y la abrió por el evangelio de san Juan. En el capítulo 11, versículo 39, Marta le decía a Jesús: «ha empezado a oler, pues lleva muerto cuatro días».
Era bastante específico.
También lo era la referencia a Jesús devolviendo a Lázaro a la vida. «¡Lázaro, levántate y anda!»; y el cadáver, aún cubierto por su sudario, hizo exactamente eso. Después Jesús ordenó a la muchedumbre que dejase libre a Lázaro, tras lo cual Juan daba el pasaje por concluido y pasaba a narrar la conversión de los judíos y la conspiración de los fariseos.
La Biblia no decía en ningún momento que Lázaro empezase a comer gente.
La Biblia que Martin había conocido, enseñado y amado los últimos cuarenta años estaba llena de ejemplos de muertos que volvían a la vida. Pero no así.
– Aquel que crea tendrá la vida eterna -dijo Martin. Su voz sonó muy baja en la iglesia vacía.
Se preguntó si las criaturas que había visto merodeando por las calles seguían siendo creyentes. Hubo un tiempo en que muchas de ellas habían sido miembros de su congregación.
Martin había visto muchas cosas en sesenta años. Había sobrevivido al mordisco de una serpiente venenosa cuando tenía siete años y a una neumonía cuando tenía diez. Sirvió como capellán de la Marina durante la guerra de Vietnam y volvió vivo a casa; pero, a cambio, la Tormenta del Desierto se cobró a su hijo. A su único hijo. Había sobrevivido a su mujer, Chesya, que murió cinco años atrás por un cáncer de mama.
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