Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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Marquon no volvió a hacer un ruido.

Frankie se derrumbó, con la espalda deslizándose por el muro y el pánico fulminando los efectos del colocón. Que Marquon hubiese entrado significaba que el resto también estaba aquí.

Estaban en el zoo, con las demás bestias.

En ese preciso instante oyó disparos, seguidos de un grito. El móvil de Marquon empezó a sonar.

No podía creer lo que ocurrió a continuación, pero estaba convencida de que era cosa de las drogas.

El viejo cogió el móvil, lo observó y habló.

– Mandad más…

Apagó el móvil con su mano cubierta de entrañas y siguió comiendo.

Frankie se dirigió a cuatro patas hasta el lavabo más cercano. Se estiró hasta la sucia porcelana y se echó un poco de agua en su demacrado rostro. Luego se puso de pie, intentando pensar.

Escuchó unas voces, pero esta vez estaban mucho más cerca. Reconocía esas voces.

– ¡La hostia, tío, pero mira qué mierda!

Horn Dawg.

– Marquon. Será hijo de la gran puta el negrata, le dije que no hiciese el gilipollas. Míralo ahora.

T-Bone.

– ¡Pero mira por dónde, el postre! Ahora mismo estoy con ustedes, caballeros.

El zombi.

La respuesta fue una andanada de disparos seguida de otro timbre. Al principio Frankie pensó que eran sus oídos, pero se dio cuenta de que era otro teléfono móvil.

– Hey -dijo T-Bone, interrumpiendo súbitamente el estruendo-. ¿Qué pasa?

Silencio, seguido de un «¡Putos idiotas de los huevos! ¿Cómo que se ha escapado de su puta jaula? Hostias, ¿es que pensaba que esa zorra iba a estar ahí escondida?».

Frankie volvió a asomar por la puerta en el momento en que T-Bone guardaba el móvil en el bolsillo, lleno de rabia. El zombi era una pila de carne cosida a balazos que descansaba ante ellos.

– ¿Quién era? -preguntó Horn Dawg.

– El C de los cojones, que dice que Willie ha sacado al puto león de su jaula porque pensaba que esa zorra podía estar escondida ahí dentro. El muy gilipollas le pegó un tiro al candado.

– Tío, igual es mejor que nos olvidemos de todo esto -replicó Horn Dawg, pálido-. ¿Un puto león suelto? Para nada, tío, yo paso.

– Tío, que le follen al león -escupió T-Bone-. Y que te follen a ti también; de aquí no nos vamos hasta que la encontremos. Y pégale un tiro en la cabeza a Marquon; sólo nos falta que se levante y le dé por jalarse a un hermano.

Horn Dawg obedeció con un único disparo. Volvió a mirar a T-Bone.

– ¿Te dijo C si el león estaba vivo o muerto?

– ¿Y tú qué coño crees, negro? Llevan ahí metidos en sus jaulas ni se sabe cuánto, ¿te crees que sigue vivo? Y te digo otra cosa: el C de los cojones está hasta el culo de crack; dice que el león le ha hablado.

De los arbustos más allá de la fuente llegó un súbito rugido, grave y estremecedor, una sinfonía de perfecta furia bestial. Entonces el follaje se separó y la silueta del rey de la selva se perfiló frente a la luna.

El rey estaba muerto. Larga vida al rey.

El león sonrió.

Salió disparado y los pandilleros huyeron en busca de refugio.

El refugio de Frankie.

Ella corrió hacia una de las letrinas, abrió una puerta y la cerró tras de sí en el momento exacto en que la puerta exterior se abría de golpe.

– ¡Dispara a ese cabrón! -gritó Horn Dawg-. ¡Fríe a ese hijoputa!

En vez de eso, T-Bone cerró la puerta y apretó el hombro contra ella.

– ¡No puedo disparar, negro! ¡Tengo el cargador vacío! ¡Por eso te pedí que le pegases un tiro a Marquon! Ahora trae un cubo de basura y ponlo frente a la puerta.

– Tío, un puto cubo de basura no va a parar a un león muerto -dijo Horn Dawg mientras colocaba el cubo-. Espero que sea demasiado grande para pasar por la puerta; si no, estamos jodidos.

– La muy puta… esa zorra yonqui está bien jodida como le ponga la mano encima. Mira que meterme en esta mierda…

Un arañazo en la puerta hizo callar a los dos. Frankie se puso en cuclillas sobre la taza del váter, encerrada en la letrina, y contuvo la respiración en su pecho. Si aquella cosa entraba, no se conformaría con T-Bone y Horn Dawg, pero si se movía y les revelaba su posición, el león sería un regalo en comparación. De eso estaba bien segura, y ese convencimiento se traducía en un sudor grueso que manaba de todos sus poros. Tenía la certeza de que iba a morir.

Dios, ¿por qué había tenido que quedarse sin caballo? ¿Por qué así? No podía morir así. ¿Por qué no podía morir feliz? ¿Por qué no podía morir colocada?

El váter a sus pies estaba frío.

El león habló, culminando cada palabra con un rugido: aquellas cuerdas vocales nunca habían formulado palabras, pero estaban empezando a hacerlo.

Aquellas palabras pertenecían a un idioma que Frankie jamás había oído… ni ella ni nadie de este planeta. Era como si algo en el interior del león intentase hablar, como si estuviese controlando aquellas cuerdas vocales para sus propios fines. Pero la lengua de un león no está diseñada para hablar.

¿Cierto?

– Hijo de puta -susurró T-Bone mientras el león arañaba la puerta, esta vez con más insistencia.

– Tío, no sé cómo lo verás, pero tenemos que largarnos de aquí echando hostias.

– Vale -gritó T-Bone-, ¡pues empieza a buscar una puta salida!

Los arañazos se volvieron furiosos, al igual que los rugidos de rabia y las deformadas palabras que los acompañaban. El cubo de la basura vibraba cada vez que las zarpas del león aporreaban el otro lado de la puerta. Frankie los oyó correr por delante de su letrina y luego intentar trepar por la ventana del otro extremo. Estaba muy alta, así que T-Bone se subió a los hombros de Horn Dawg para alcanzarla y rompió el cristal con la culata de su pistola.

Frankie imploró a cada ápice de su cuerpo que permaneciese en silencio y quieto. Si revelaba su posición, podía darse por muerta.

Al menos a T-Bone no le quedaban balas, así que tenía una oportunidad. Una oportunidad pequeña, pero mejor que estar subida a un váter mientras un león muerto entraba por la fuerza en el baño o que T-Bone y Horn Dawg la encontrasen.

T-Bone apartó los cristales y empezó a tirar hacia arriba cuando la puerta del baño se hizo pedazos. Horn Dawg gritó. T-Bone consiguió subirse hasta el borde de la ventana.

– ¡Súbeme, negro! ¡Súbeme! -gritó Horn Dawg.

Frankie escuchó cómo intentaba trepar por la resbaladiza pared de baldosa, pero sus zapatillas patinaban inútilmente por ella. Entonces oyó un ruido sordo: T-Bone debía de haber saltado al otro lado de la ventana.

– Hijo de… -Horn Dawg no había terminado la frase cuando las mandíbulas del león le partieron la columna.

Frankie cerró los ojos, tratando de ignorar los sonidos del león comiendo, de la carne rasgada y las dentelladas. Pero se oía otro sonido más suave, escondido en la sinfonía de la carnicería. Un zumbido constante. Tardó un momento en darse cuenta de que eran las moscas que vivían bajo la piel del león muerto.

El hedor era horrible, un repugnante miasma de pelo mojado y carne putrefacta que hacía que el olor de los urinarios fuese agradable en comparación con él.

Frankie bajó del retrete de un salto y abrió la puerta de golpe en cuanto sus pies tocaron el suelo. Se hizo el silencio salvo por su respiración entrecortada e irregular, que resonaba amplificada entre las paredes de baldosa. El león giró su desaliñada melena lentamente hacia ella mientras emitía un mudo rugido. T-Bone gritó algo desde su posición privilegiada en la ventana, pero tampoco lo oyó.

El león se dio la vuelta, orientándose hacia ella. Le colgaban pedazos de Horn Dawg de sus encías ennegrecidas y sus ojos hundidos emitían un brillo hambriento. Sus músculos muertos, libres del rigor mortis, se tensaron como un cable de acero mientras se preparaba para saltar.

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