– ¿Acaso crees que esto va a durar un mes?
– Claro que no, pero ya sabes lo que dicen los ancianos del lugar: hay que prepararse para lo peor y esperar que ocurra lo mejor.
Andy pensó que tal vez debía añadir que ya habían usado una buena parte de las provisiones del pueblo para fabricar cristal, pero sabía lo que respondería Big Jim: ¿Cómo íbamos a saberlo?
Claro, ¿quién se lo habría imaginado? ¿Qué persona, en su sano juicio, habría esperado este corte súbito de todos los recursos? Los planes y las previsiones tenían que ser siempre holgadas. Ese era el estilo americano. Quedarse corto era un insulto para la mente y el espíritu.
Andy dijo:
– No eres el único al que no le gustará la idea del racionamiento.
– Para eso tenemos un cuerpo de policía. Sé que todos estamos de duelo por el fallecimiento de Howie Perkins, pero ahora ya está con Jesús y tenemos a Pete Randolph, que es una persona más adecuada para el pueblo y la situación en la que nos encontramos. Porque él escucha. -Señaló con un dedo a Andy-. Los habitantes de un pueblo como este, y de cualquier otra parte, en realidad, se comportan como niños cuando tienen que defender sus propios intereses. ¿Cuántas veces lo habré dicho ya?
– Muchas -respondió Andy, y suspiró.
– ¿Y a qué tienes que obligar a los niños?
– A que se coman la verdura si quieren postre.
– ¡Sí! Y a veces, para lograr el objetivo, hay que sacar el látigo.
– Eso me recuerda otra cosa -dijo Andy-. Estuve hablando con Sammy Bushey en el campo de Dinsmore, ¿no es una de las amigas de Dodee? Y me dijo que a algunos polis se les había ido un poco la mano. Un poco bastante. Tal vez deberíamos hablar con el jefe Randolph sobre el tema.
Jim frunció el entrecejo.
– ¿Qué esperabas, amigo? ¿Que trataran a la gente con guantes de seda? Estuvo a punto de haber disturbios ahí. ¡Hemos estado al borde de los puñeteros disturbios aquí, en Chester's Mills!
– Sé que tienes razón, pero es que…
– Conozco a Sammy. Conocía a toda su familia. Drogadictos, ladrones de coches, delincuentes, morosos y evasores de impuestos. Eran lo que llamábamos «escoria blanca» antes de que se convirtiera en una expresión políticamente incorrecta. Ese es el tipo de gente al que debemos vigilar ahora. Ese en concreto. Son ellos los que dividirán al pueblo a la mínima oportunidad. ¿Es eso lo que quieres?
– No, claro que no…
Pero Big Jim se había envalentonado.
– Todos los pueblos tienen sus hormigas, lo cual es bueno, y sus cigarras, lo cual no es tan bueno, pero a pesar de eso podemos vivir con ellas porque las entendemos y podemos obligarlas a hacer lo que más las beneficie, aunque tengamos que presionarlas un poco. Pero todos los pueblos tienen también sus langostas, como en la Biblia, y eso es lo que es la gente como los Bushey. Y es a ellos a los que hay que aplastar. Tal vez no te guste la idea, y a mí tampoco, pero las libertades personales van a tener que irse a freír espárragos hasta que esto se haya acabado. Y nosotros también nos sacrificaremos. ¿Acaso no vamos a cerrar nuestro pequeño negocio?
Andy prefirió no señalar que, en realidad, no tenían otra opción, ya que no podían sacar la mercancía del pueblo, de modo que se limitó a pronunciar un simple «Sí». No quería seguir hablando del tema, y lo aterrorizaba la reunión que estaban a punto de celebrar y que podía alargarse hasta la medianoche. Lo único que quería era irse a casa, a su casa vacía, tomar un trago, tumbarse, pensar en Claudie y llorar hasta quedarse dormido.
– Lo que importa ahora, amigo, es estabilizar la situación. Eso significa ley, orden y supervisión. Nuestra supervisión, porque no somos cigarras. Somos hormigas. Hormigas soldado.
Big Jim pensó en lo que acababa de decir. Cuando abrió de nuevo la boca, se centró en los negocios.
– Me estoy replanteando nuestra decisión de permitir que el Food City siguiera funcionando como hasta ahora. No estoy diciendo que vayamos a cerrarlo, por lo menos aún no, sino que tendremos que vigilarlo muy de cerca durante los próximos días. Como una puñetera águila. Lo mismo con Gasolina & Alimentación Mills. Y tal vez no sería mala idea que nos apropiáramos de algunos de los alimentos más perecederos para nuestro uso personal…
Se detuvo y miró hacia los escalones del ayuntamiento. No se creía lo que estaba viendo; levantó una mano para que no le molestara la luz del sol. Aún estaba ahí: Brenda Perkins y ese dichoso alborotador de Dale Barbara. No estaban uno junto al otro. Sentada entre ellos y hablando animadamente con la viuda del jefe Perkins, se encontraba Andrea Grinnell, la tercera concejala. Parecía que se estaban pasando hojas de papel.
A Big Jim no le gustó aquello.
En absoluto.
Se dirigió hacia los tres, decidido a poner fin a la conversación, fuera cual fuese el tema. Antes de que pudiera subir media docena de escalones, se le acercó un niño. Era uno de los hijos de los Killian, una familia de unos doce miembros que vivían en una granja de pollos destartalada a las afueras de Tarker's Mills. Ninguno de los hijos tenía muchas luces, algo que asumían de forma sincera, teniendo en cuenta los despreciables progenitores que los habían engendrado, pero todos eran miembros apreciados de Cristo Redentor; así que, en otras palabras, todos estaban salvados. El que se le acercó entonces era Ronnie… por lo menos eso creía Rennie, pero era difícil estar seguro. Todos tenían la misma frente prominente y nariz ganchuda.
El muchacho llevaba una camiseta harapienta de la WCIK y tenía un trozo de papel en las manos.
– ¡Eh, señor Rennie! -dijo-. ¡Cáspita, lo he estado buscando por todo el pueblo!
– Me temo que ahora mismo no tengo tiempo para hablar, Ronnie -dijo Big Jim, sin apartar la mirada del trío que permanecía sentado en los escalones del ayuntamiento. Los Tres Puñeteros Chiflados-. Tal vez mañana…
– Soy Richie, señor Rennie. Ronnie es mi hermano.
– Ah, Richie, claro. Ahora, si me disculpas… -Big Jim siguió caminando.
Andy cogió el mensaje que les había llevado el muchacho y alcanzó a Rennie antes de que este llegara hasta el lugar donde se encontraba el trío.
– Deberías echar un vistazo a esto.
Lo primero que vio Big Jim fue el semblante de preocupación de Andy, más crispado e inquieto que nunca. Entonces cogió la nota.
James:
Debo verte esta noche. Dios me ha hablado. Ahora tengo que hablar contigo antes de dirigirme al pueblo. Responde, por favor. Richie Killian me devolverá tu mensaje.
Reverendo Lester Coggins
No Les; ni tan siquiera Lester. No. Reverendo Lester Coggins. Aquello no podía ser bueno. ¿Por qué tenía que ocurrir todo a la vez?
El chico estaba frente a la librería; con su camiseta raída y los vaqueros caídos y abombados le conferían un aspecto de puñetero huérfano. Big Jim le hizo un gesto con la mano. El chico corrió hacia él. Big Jim sacó el bolígrafo del bolsillo (que tenía la siguiente inscripción con letras doradas: CON BIG JIM TODO IRÁ SOBRE RUEDAS) y escribió una respuesta de tres palabras: «Medianoche. Mi casa». La dobló y se la entregó al chico.
– Llévasela. Y no la leas.
– ¡No lo haré! ¡De ninguna de las maneras! Que Dios lo bendiga, señor Rennie.
– A ti también, hijo. -Y vio cómo el chico se iba corriendo a toda prisa.
– ¿Qué decía? -preguntó Andy. Y antes de que Big Jim pudiera responder añadió-: ¿El laboratorio? ¿Es por el cristal…?
– Cierra el pico.
Andy retrocedió un paso, estupefacto. Big Jim nunca le había mandado callar. Eso no podía ser bueno.
– Cada cosa a su tiempo -dijo Big Jim, que se dirigió hacia el siguiente problema.
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